Cuando Manolo Reyes, alias el Pijoaparte, oyó la voz seca y cortante del agente pidiéndole la documentación, supo en ese momento que todo habÃa terminado. Antes de ser esposado se detuvo durante unos instantes para acariciar el hermoso faro cromado de la Ducati que habÃa robado evocando momentos llenos de promesas junto a Teresa. Con el sueño roto de Pijoaparte, Juan Marsé concluye su novela Últimas tardes con Teresa, de la que se cumple este año el quincuagésimo aniversario de su publicación. Una historia llevada a cabo con la ironÃa, el sarcasmo y el sentido burlesco que introdujo unos años antes Luis MartÃn-Santos en el discurso ficcional de Tiempo de silencio, una obra que con sus múltiples registros, cierra la puerta a un realismo social ya técnicamente agotado en sus planteamientos narrativos.
En Últimas tardes con Teresa, Marsé estructura todo su perspectivismo irónico  en dos mundos antagónicos de la Barcelona de los años cincuenta: la alta sociedad de la exclusiva zona de San Gervasio representada por Teresa Serrat, y el barrio del Carmelo, suburbio habitado por delincuentes del que procede Pijoaparte, un charnego murciano, de buen porte y con un cierto atractivo entre tierno y chulesco que no deja indiferente a la rubia Teresa. Para su madre, la señora Serrat: “El Monte Carmelo era algo asà como el Congo, un paÃs remoto e infrahumano, con sus leyes propias, distintas. Otro mundoâ€. A lo largo del relato, el novelista catalán va evocando algunas de las imágenes  más consistentes de la novela urbana de nuestro tiempo. Olores y sensaciones,  atrapados en el discurso narrativo del autor, huyen apresuradamente de las lÃneas del texto para instalarse en la mirada del lector al que hacen partÃcipe de ese recuerdo en el contraluz de una Barcelona que yace en el pasado. Una aventura, hoy teñida de añoranza, que nos invita al comienzo de la obra junto a Pijoaparte a recorrer los cuidados vergeles de las torres de San Gervasio, particularmente en la mansión donde el murciano se movÃa con sigilo entre recortados setos buscando a Teresa durante la noche de San Juan:
“El jardÃn exhalaba aromas untuosos, húmedos y ligeramente pútridos mientras él caminaba hacia el bufet: se abrÃa paso entre hombros dorados, vaharadas dulzonas de jóvenes cuerpos sudorosos y nucas bronceadas, axilas al descubierto y pechos agitados. Le oprimÃan, mientras preparaba las bebidas. Jamás habÃa notado tan próximo el efluvio de unos brazos tersos y fragantes, el confiado chispero de unos ojos azul celesteâ€.
La novela urbana mediante la escenificación de tantas y tan variadas historias ha terminado por reinventar la ciudad, mostrando no solo el pasado y el presente de la misma, sino también el lado más complaciente y el más oscuro de la mano de actores y espectadores que han compartido el mismo teatro, el de la calle y la plaza pública. De esta forma, el espacio fÃsico de la Barcelona de Marsé es ante todo un espacio mental donde deambulan unos actores extraviados y rotos que van hilvanando, como en otras ciudades literarias, un continuo diálogo entre la ciudad real y la ficticia. Como muy bien advierte Ana RodrÃguez Fischer, el autor de Rabos de lagartija se adueñó de una ciudad, de unas gentes, de su memoria, de su lenguaje y de su intrahistoria en un tiempo de infamia y sacristÃa, y que ha ido explorando con piedad, humor, ironÃa y sobre todo con sarcasmo, como hemos indicado anteriormente en este lenguaje renovado de la novela social. De ahà que esa ironÃa, mezcla de rabia y ternura a la vez, se extiende sobre la cartografÃa de la capital catalana para que Marsé dibujara una especie de caricatura de algunos de los modelos sociales más representativos de la época: la burguesÃa barcelonesa y los charnegos.
Pijoaparte, el joven del Sur, contempla la ciudad a vista de pájaro desde la cumbre del Monte Carmelo. Pensativo, solo y triste, ÂÂ-grises sueños de la posguerra-, absorbido por la quietud de un ambiente roto por los ecos lejanos que ascendÃan desde la urbe por las escarpadas laderas. Su mirada recorre la aridez de la pobreza incrustada en las casas de adobe rojo y en sus balcones de hierros oxidados que se levantan entre calles polvorientas y destartaladas:
“Una ciudad desconocida bajo la niebla, distante, casi como soñada: jirones de neblina y tardas sombras nocturnas flotan todavÃa sobre ella como el asqueroso polvo que nubla nuestra vista al despertar de los sueños, y sólo más tarde, solemnemente, como si en el cielo se descorriera una gran cortina, empieza a crecer en alguna parte una luz cruda que de pronto cae esquinada, rebota en el Mediterráneo y viene directamente a la falda de la colina para estrellarse en los cristales de las ventanas y centellear en las latas de las chabolasâ€.
Hay apodos, dice Marsé al principio del relato, que ilustran no solo una manera de vivir, sino también la naturaleza social del mundo en el que uno vive. Quizá por ello Manolo Reyes, un ladronzuelo de motos, sueña medrar socialmente cuando una noche de San Juan se cuela entre el recortado boj de la mansión de los Serrat con su traje color canela. Los esfuerzos por ascender de condición social no son un caso aislado en la tradición de la novela occidental. Recordemos en El Rojo y el Negro, de Stendhal, el temperamento del orgulloso y soñador Julien Sorel, un antecedente del Pijoaparte, ansioso por introducirse en la vida burguesa provincial, aunque a diferencia del charnego, con menor fortuna, dado su trágico final. HabrÃa que añadir el equivalente femenino en La de Bringas, de Pérez Galdós, una novela de apariencias, todo un cuadro de costumbres sobre el afán de la pequeña burguesÃa burocrática, pese a sus apuros económicos  por emular a la aristocracia madrileña: el sueño truncado de la protagonista de la obra RosalÃa Pipaón, un personaje paralelo al de doña Manuela trazado por Blasco Ibáñez en Arroz y tartana, en la Valencia de finales del siglo XIX. Su afán por compararse a la clase burguesa le empuja a vivir por encima de sus posibilidades en una enloquecida carrera que le conduce a su quiebra económica y moral.
Los personajes de Últimas tardes con Teresa interactúan entre el equÃvoco y la simulación, claves que el autor catalán maneja hábilmente tanto en la actitud de la rubia burguesa como en la del joven del Sur. Sin embargo, más allá de los devaneos amorosos entre ambos, Marsé destaca los intentos fallidos por rebasar los lÃmites de sus respectivas clases sociales. Pero sobre todo resalta, por un lado, la escasa consciencia crÃtica de un grupo de jóvenes burgueses del ámbito de Teresa que, con sus frÃvolos coqueteos revolucionarios, demuestran la escasa solidez ideológica e intelectual. En la parte opuesta, el mundo de la delincuencia del Carmelo simbolizado en Pijoaparte, un desclasado sin un auténtico compromiso de lucha de clases. Ninguno de los dos grupos sociales habrá demostrado a lo largo de la obra sÃntomas auténticos de poder llevar a cabo su aventura. Al final cada uno volverá a sus respectivos lugares, Teresa a su burbuja burguesa y Pijoaparte a la cárcel.
Cincuenta años más tarde de la publicación de Últimas tardes con Teresa y en un contexto muy diferente a la Barcelona de los cincuenta, nos preguntamos cómo podrÃan extrapolarse ambos personajes a la sociedad barcelonesa actual, porque ambas clases sociales siguen conviviendo en el perfil social de la ciudad. La Teresa de hoy serÃa una chica bien de clase acomodada residente también en Sarriá-Sant Gervasi, la Bonanova, o quizá Pedralbes. La rubia burguesita, no conducirÃa su Floride, sino el último modelo de Audi RS5 cabrio descapotable, coquetearÃa con las nuevas corrientes polÃticas de izquierdas de cariz republicano, pese a que por la cabeza de sus padres, jamás hubiera pasado la idea de una secesión polÃtica del resto de España. Pero Teresa jugarÃa asà su papel de rebelde pseudocontestataria gracias a unas amistades en la Universidad dispuestas a impedir la entrada a cualquier conferenciante  que no fuera de su agrado ideológico. El snobismo y la inautenticidad de Luis TrÃas de Giralt, aquel tipo tan torpe en las relaciones amorosas como en sus Ãnfulas pseudointelectuales, tendrÃa en la actualidad un perfil independentista, de los que pese a estar presente en todas las manifestaciones callejeras,  en el fondo no sabrÃa explicar sus brÃos polÃticos con la debida coherencia.
Por último el charnego Pijoaparte serÃa hoy un inmigrante magrebà argelino que sobrevivirÃa a duras penas instalado en una pensión del barrio del Raval o de Poble Sec. SerÃa un tipo alto y musculado gracias a sus temporales trabajos de carga y descarga en el Mercado de la BoquerÃa y a sus continuos trapicheos en el mundo de la droga. Un dÃa conocerÃa a Teresa en un acto polÃtico de cariz nacionalista en la que ella toma la palabra para defender la integración de los inmigrantes en la sociedad catalana para asà ganarlos a la causa secesionista. El magrebà Pijoaparte abandona su roÃdo chándal diario y se presenta ante Teresa, impoluto, en camisa blanca y tejanos y hablando en catalán. La señorita burguesa se queda prendada de su habilidad lingüÃstica y del esfuerzo realizado por un inmigrante con vocación del más esmerado seny catalán. Pero también se fija en la atractiva imagen que ofrece el muchacho cuya tez morena resalta rabiosamente con la blancura de su atuendo, simulando una armonÃa perfecta de  integración social polÃticamente correcta. Enorme equÃvoco, pues en el fondo lo que pretende el Pijoaparte contemporáneo es seducir a la rubia pija para asà ganarse su confianza y abandonar el mundo del hampa y la sordidez de la pensión donde reside.
Ni la Teresa ni el Pijoaparte de 1966 consiguieron, como sabemos, sus propósitos ni quizá tampoco los alcanzarÃan en nuestros dÃas. Como es natural, los padres de Teresa, nunca aceptarÃan al magrebÃ, pese a sus aparentes buenas intenciones de integración. Tampoco su entorno de desclasados le permitirÃa culminar su aventura de ascenso social. Como le pasó al primer Pijoaparte, el argelino serÃa denunciado a la policÃa por la dueña de la pensión, otra flor sin aroma, como la Hortensia apodada la Jeringa del primer Manolo Reyes, ambas enamoradas perdidamente del magrebÃ. Un chivatazo serÃa suficiente para que la brigada de estupefacientes le detuviera cerca de la avenida del Paralelo. La rubia burguesita, avisada de su arresto, se liberarÃa de sus pájaros secesionistas y regresarÃa a su nido. Otro tanto le ocurrirÃa al equivalente de TrÃas de Giralt. Un tipo insulso que abandonarÃa los estudios y al final conseguirÃa trabajo en la empresa de la que su padre es miembro del consejo de administración, una multinacional del Ibex 35, máximo exponente del capitalismo que el actual TrÃas tanto habrÃa denostado junto a sus huestes de la Universidad.
Si Juan Marsé consiguió en Últimas tardes con Teresa un panorama vitriólico de la Barcelona de posguerra, el relato ambientado en nuestros dÃas no serÃa menos corrosivo, porque en el fondo, salvo el contexto histórico bien diferenciado, nada ha cambiado, dado que los figurantes serÃan los mismos y las ambiciones personales también. Flaco favor de sus protagonistas contemporáneos a la memoria histórica de la ciudad contenida en la ficción literaria. En este sentido Marsé se equivoca en su presagio:
“Aquà las mentiras de ayer han de vertebrar las verdades de mañanaâ€.
Si el autor catalán volviera a reescribir Últimas tardes con Teresa en clave actual, poco o nada hubiera cambiado en ese espacio mental.  Si en los cincuenta la mañana vibraba al paso de los tranvÃas que transportaban racimos humanos en los estribos, hoy las calles se colapsan de automóviles que bajan serpenteando desde las laderas del Collserola hasta las playas del litoral.
Excelente el Dr López como siempre gran conocedor de géneros , critica amable y amplio léxico