CERN | Foto: Ramon Sangüesa

La comunidad del anillo, una mañana bajo el CERN

/
CERN | Foto: Ramon Sangüesa

– La verdad es que el dosímetro nos identifica.

Ignacio sonríe y sostiene ante nosotros el dispositivo rectangular que lleva colgado del cuello: un dosímetro de radiactividad. Estamos a cero radiación. Sonreímos aliviados.

Ignacio muestra su dosímetro con la satisfacción de quien te enseña el carnet del Barça, del Real Madrid o del Club SuperTres. Antes, cuando aún estábamos en la superficie del Large Hadron Collider, nos hemos cruzado con otra guía que también llevaba este colgante. He podido ver cómo se saludaban en silencio, compinchados. Una sonrisa apenas cruzada y ya pasada, suficiente para reconocerse como miembros del mismo club selecto y entusiasta. Porque este del CERN es un clan entusiasta. Mueven partículas, detectores o toneladas de equipo con el contento no tanto del que proclama “esto lo he descubierto yo” como del que te comparte “esto lo hemos hecho nosotros”.

Ese “nosotros” son los servidores del anillo de veintisiete quilómetros que oculta bajo tierra el Gran Colisionador de Hadrones del CERN. Los dos mil y pico de empleados del CERN y los diez mil colaboradores adicionales que lo pueden llegar a poblar son sus fans, entusiastas, tifosi, alegres mineros, forofos. Ignacio, el del dosímetro, entre ellos. Viene de Gijón y nos ha dicho que es ingeniero. Por lo tanto, deduzco (y confirmo) que es ingeniero industrial pues, en mi experiencia, se apropian siempre de todas las variantes de la profesión, unificándolas, cuando se identifican ante otros. Pero, más que el orgullo de los ingenieros industriales él exuda la felicidad de quien, por fin, puede jugar en primera división. Tres años de contrato para dirigir operaciones nada sencillas ni rápidas cada vez que hay que rediseñar y recolocar el inacabable ecosistema de sensores, cables y aparatos que exige cada nuevo experimento. Una responsabilidad que compagina como guía voluntario de muchos visitantes del CERN. Hoy nos guía a nosotros. No vamos a recorrer el túnel porque no está permitido. Iremos sólo a ver uno de los detectores de colisiones que se reparten por el anillo subterráneo de LHC: el CMS.

Foto: Ramon Sangüesa

Vamos bajando hasta la “caverna” del CMS, el colisionador que ayudó a cazar el Bosón de Higgs, esa partícula que algunos sin demasiada imaginación y poca ciencia insistían en llamar “la partícula de Dios”. Pero Dios creo que no debe estar ni de visita aquí. Estamos ante un espíritu muy humano apegado a lo real. Aunque poco visible, no es nada transcendente. O sí, muy transcendente pero de una transcendencia poco divinizante. Si alguien os dice que el LHC es una catedral de la ciencia, dadle un capón. Por lo de catedral.

Dádmelo a mí el primero. Cuando vine para acá andaba yo jugando con los ecos de la cháchara comunicativa de hace unos años con su dichoso Higgs-Dios. Me surgían imágenes del principio de los tiempos, de recintos sagrados: Altamira, los esforzados constructores de catedrales acarreando y esculpiendo piedras de generación en generación… ¡Qué sé yo!. Hasta recordé esos espacios proyectados por Chillida en Tindaya que nunca llegaron a ser y donde hubiéramos ido a intuir el vacío transcendental del Zen.

Foto: Ramon Sangüesa

Pero al bajar hasta el CMS va uno viendo que esto no es una catedral, ni mucho menos. Es otra cosa movida por una motivación profana y alegre. Sí, sí: alegre, efervescente. Aquí hay un rumor de humanidad en todas partes, sonrisas. Y color, mucho color. Verdes, naranjas, amarillos, rojos, azules en variantes fabriles y chillonas que, curiosamente, no chocan entre sí.

Hemos bajado casi doscientos metros bajo la superficie en un ascensor blanco. Damos en una sala rectangular cerrada por una maciza puerta metálica gris, pesada.

– Notaréis que os cuesta abrirla: es la diferencia de presión. Hemos bajado mucho, advierte Ignacio.

Y, sí, la puerta se nos opone con una fuerza densa como de ventosa. Pero acabamos abriéndola y nos deja en los últimos corredores antes del monstruo: el detector de colisiones. Construído para ver lo que no se ve, el CMS se resiste a dejarse ver. Qué bien oculto está aquí abajo, detrás de las paredes de este pasillo final. Nos quedan apenas unos metros para, por fin, poder mirarlo.

Llegamos a una puerta de seguridad de puertas acristaladas, enmarcadas en perfiles  de alumino de un amarillo y un verde rabiosos. Primero Ignacio tiene que tocar un sensor con la otra tarjeta que lleva al cuello, presionar una tecla que le reconoce su huella digital, dejarse barrer su iris y así convencer a la máquina que él es él. Sólo entonces nos puede abrir a nosotros.

Vamos pasando el control uno a uno. Todavía compartimos alguna bromita sobre tanta seguridad y la radiactividad pero nos vamos callando como cuando uno se da cuenta de que una situación es cada vez más solemne. Al final del corredor, tras una curva de noventa grados, nos queda ya sólo una puerta amarillo canario, una puerta grande pero no demasiado, suficiente para tres o cuatro personas. Está cerrada.

– Es detrás de la puerta. Susurra el guía.

Da la casualidad que soy el primero. Pongo la mano en la manija y abro.

Me quedo callado. Esto es más de lo que imaginaba. Es mucho. Demasiado. Me sorprendo a mí mismo emocionándome como cuando por primera vez, después de creer que ya lo tenías aburrido de tanto verlo en reportajes, estás en el Cañón del Colorado y, sí, vives algo más grande que con las fotos del National Geographic.

Según traspaso el umbral y me acerco a la gran balconada que se abre ante el detector voy descubriendo más y más de esta enormidad. A cada paso, es una presencia más grande. Noto más masa. Siento más toneladas, más metros, más pisos. Acabo ante dos cilindros horizontales hechos de piezas enormes, enfrentados el uno al otro. El de mi derecha está recubierto de una película metálica, brillante, una carpa de papel de aluminio. El de la izquierda lo forman varios círculos concéntricos de rectángulos rojos y gris plata. Cada mitad del detector arropa en el hueco de su eje apenas unos metros de los veintisiete quilómetros de tubo metálico y azul por donde corren las particulas elementales cuando todo esto funciona. Ahora que el anillo del LHC no tiene actividad, las dos mitades del CMS están separadas la una de la otra pero unidas por un puente metálico provisional de unos diez metros de largo. Unos metros debajo de él, en este punto del tubo azul es  donde colisionan las partículas.

Foto: Ramon Sangüesa

Cientos de cables azules, naranjas y verdes conectan cada pedazo del detector, cada bloque. Se enredan en una maraña fractal, parece un cristal de nieve de mil colores sobreimpreso en el detector. Lo abandonan y suben enloquecidos en vertical, túnel arriba, con los datos de lo que esta megabobina haya medido en cada colisión. La estructura y disposicion de los bloques de la mitad que queda al descubierto me recuerdan un hexagrama del I Ching que estuviera doblado en círculo, totalmente fuera de escala, un I Ching para lanzar preguntas, más que fundamentales, desorbitadas. Aquí se preguntan enormidades sobre apenas nada, sobre esos ladrillitos de lo mínimo universal: protones, bosones, muones, y otros “ones”.

Me acerco a la baranda de la balconada de observación (verde loro) y miro. Unos pisos más abajo veo, pequeñitos, a un par de técnicos en sus monos azules y cascos blancos sobre un suelo gris aparcamiento que brilla de limpio. Andan con paso relajado, apuntan a un lugar u otro del CMS, se ríen. Estarán retocando el monstruo. Luego levanto la cabeza hacia los casi doscientos metros de túnel vertical por el que bajaron estas masas y las montaron. No veo el final.

De la baranda del puente que han habilitado entre una mitad y otra del detector cuelga una bolsa transparente: restos de cables, y juraría, un bolsa de Doritos.

Vuelvo a mirar anonadado las dos mitades del bobinón, por llamarlo de alguna manera. Lo que veo me golpea en algún sitio donde estaba mi curiosidad de niño ante el universo. Me conecta con otras miradas y con el lugar de donde surgieron, donde cogieron impulso. Alguien solucionó una ecuación en una pizarra y se preguntó cómo dar con la prueba en la realidad. Y luego consiguió que se construyera esto, esta exageración. Es impresionante lo que desencadena una letra griega en una pizarra.

Foto: Ramon Sangüesa

Llegan Berta, Carlos, Nico y, claro, Ignacio. Atinan a decir:

– ¡Uao!

– ¡Hala!

– ¡Qué pasada!

– Pues ya véis: aquí está.

Un poco de silencio y empiezan y no paran las preguntas a Ignacio. Estaremos aquí un buen rato.

Horas después, de nuevo en la superficie, respiro el aire de un Abril sobrecalentado que fulmina antes de tiempo la nieve del Jura, de la que apenas quedan unos manchones cerca de las cimas. El calentamiento global está aquí mismo, en estas montañas que limitan con el recinto del CERN, demostrando, quizá, que conocemos mejor al Bosón de Higgs que a nosotros mismos, a nuestras motivaciones, nuestras despreocupaciones por el universo a nuestra escala, lejos del muón y cerca del río, el bosque, el glaciar, el mercado.

Paseo sin prisa hacia el hotelito para invitados del CERN donde me han alojado, dentro del propio recinto: esta noche dormiré sobre el recuerdo de colisiones elementales. Mientras llega el momento, deambulo entre avejentados edificios de los cincuenta. El CERN comparte este estilo arquitectónico y este mantenimiento cutre con, por ejemplo, el edificio de la ONU en Nueva York y algo dice esta coincidencia de posguerra en este mismo descuido decadente en ambas instituciones. Los presupuestos se quedaron en la estética de los cincuenta y, por un momento, me creo en el set de Mon Oncle o en uno de esos tremendos barrios administrativos de Bruselas donde, no por causalidad, Welles filmó El proceso. Aquí, al menos, la cosa se dulcifica con un poquito de césped. Paso junto a una escultura de la diosa Shiva regalada por el gobierno indio. Antes me he encontrado un arbolito enclenque plantado hace pocos años por el Dalai Lama. Otra vez ese volver a las metáforas y las figuras de un más allá tradicional para acercarse al significado de los espacios invisibles que se exploran aquí.

El más acá está en esos 60 años de trabajo, precedidos de varios siglos de andar a lomos de gigantes. El entusiasmo de hoy de Ignacio, o de Julio, físico-informático de Madrid que nos compartió ayer su contento por estar aquí desarrollando software para los nuevos detectores de colisiones, o el de Vijay (India), Marcella (Italia), Chuck (USA) becarios con quien hablé este sábado en la mítica cafetería del CERN, el R1 (“ar-uan”), ese entusiasmo fue posible porque alguien después de la Segunda Guerra Mundial pensó que había que trabajar en paz en pos del conocimiento. O, cuando menos del conocimiento que obsesionaba a los físicos. Y convenció a quien tenía que convencer.

Que Julio o Ignacio o Amaia (de Barcelona, que nos organizó la visita), puedan hablar hoy con este fervor requiere mil millones de euros al año. No es tanto si uno lo compara con lo que cuesta el pan y circo del fútbol profesional en nuestro país, por ejemplo. Y que, aquí, los millones los aportan decenas de países. En fin, que no es tan gravoso.

Lo de la paz, la colaboración, los millones, lo de la relativa baratura de todo esto es algo que me han repetido los que están aquí, tanto los que trabajan en administración y comunicación como los investigadores. Los mensajes del CERN están bien medidos y sus trabajadores los repiten con gusto y convicción. Lo dicho: he oído estos días repetidas veces el mantra del trabajo en equipo y en paz en busca de un conocimiento fundamental aunque lejano a las soluciones del día a día. A veces mis interlocutores han intentado justificar la importancia y el interés de ese conocimiento inefable por sus resultados, colaterales, prácticos: aquí se inventó la pantalla táctil y la web y se regaló este conocimiento sin protegerlo con patentes, me han insistido.

Por un momento recelo de tanto entusiasmo y me pregunto si no estaré sucumbiendo, si no estarán también ellos sucumbiendo, al esfuerzo de marketing para poder seguir jugando con este juguete desaforado. Nos hemos acostumbrado a las justificaciones de la razón cínica. Nos hemos acostumbrado a recurrir a la utilidad para justicar tantas cosas…… Nos cuesta reconocer que, además de las justificaciones podemos avanzar gracias a las visiones, las emociones y la curiosidad.  Quizá el LHC y todo el CERN sean inútiles en lo práctico pero necesarios por recordarnos otras cosas. Olvidamos que todo esto lo ha movido un enorme “nosotros”; un “nosotros” que no se agota en la comunidad del anillo. El “nosotros” del CERN va más allá de su túnel subterráneo. Son todo ese nosotros que no lleva el dosímetro al cuello pero tiene ese gen curioso, del querer saber que hay más allá del horizonte en la sabana. Decenas de miles de años de curiosidad y, así, hasta ahora, cuando, curiosa estupidez tras curiosa estupidez, nuestra especie está a punto de freírse a sí misma sobre una Tierra agotada. Esa misma especie, en cambio, es capaz de volcarse en esta enormidad del LHC para contestarse una sola pregunta; para buscar lo que intuye y para disfrutar y emocionarse buscándolo. Mira tú por dónde: “protón” rima con “emoción”. Un contraste que da que pensar. Uno se siente tocado por algo más. Mientras la nieve del Jura se derrite a destiempo me emociona pensar que, a lo mejor, aún nos queda alguna oportunidad.

Ramon Sangüesa

Ramon Sangüesa tiene varias vidas. En una de ellas es profesor de Inteligencia Artificial, en otras lidera proyectos que relacionan investigación y comunicación. En otras más colabora en proyectos artístico relacionados con el impacto de la tecnología. Las recose viajando y escribiendo desde la curiosidad.

Deja una respuesta

Your email address will not be published.

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.

Previous Story

La extraña locura de Don Quijote

Next Story

El capitán dice adiós

Latest from Crónicas