La primera vez que leà a Diego S. Lombardi (Buenos Aires, 1981) fue con ocasión de la publicación de La coronación de las plantas (Jekyll & Jill, 2017) cuando el autor ya habÃa obtenido cierto reconocimiento tras su primera novela Reflexiones de un cazador de hormigas. Me habÃa parecido que este escritor singular empeñado en hacer de la creación de atmósferas y zozobras personales una experiencia literaria participaba de una forma «sui generis» en un tipo de literatura que me gustarÃa, modestamente, caracterizar bajo el sintagma «ficciones de ojos cerrados». La reciente aparición en la editorial Aristas MartÃnez de Lo que habita entre nosotros (2021) confirma mis primeras impresiones y arrastra con mayor virulencia esta literatura de sensaciones oscuras y descubrimientos al otro lado de un umbral imbricado de categorÃas estéticas del tipo que el crÃtico cultural Marc Fisher situó al abrigo de uno de sus más inteligentes ensayos, Lo raro y lo espeluznante (de lo extraño a lo asombroso, de lo desconocido a lo extraordinario).
En relación con lo primero, bajo el rótulo «ficciones de ojos cerrados» me refiero a un tipo de imaginación hipersubjetiva, distorsionada y en algún punto onÃrica al otro lado de su fácil opuesto «ficciones de ojos abiertos». Alucinada, surreal o soñadora, la primera; registral, diurna, realista la segunda, las dos formas de narrar adquieren sentido tras la invención del cinematógrafo y quedaron patentes, por ejemplo, en el inicio de la producción francesa: la lÃnea fascinada por el ensueño de Georges Méliès o René Char al otro lado del cine cautivada por la realidad los hermanos Lumière. Frente a la pretendida objetividad del realismo, la ficción de ojos cerrados es personal, ve peor de dÃa que en la oscuridad (por eso, las mejores escenas del último film de Léos Carax como los cuadros de Paul Delvaux ocurren en la penumbra o por la noche).
Bajo este último signo –el tipo de ojo que espiga en la penumbra de las regiones de incertidumbre los movimientos que se producen en la sombra– puede entenderse mejor el párrafo inicial de nuestra novela o nouvelle:
«Cuando Ana Bo llegó a mi vida me encontraba deambulando por una región de tal incertidumbre que su insólita irrupción, envuelta en hipnóticas fascinaciones, hizo que demorara una eternidad en comprender la magnitud de tan extraordinario suceso. Y desde la extrañeza y embeleso inicial poco a poco fui descubriendo con creciente espanto las aberrantes dinámicas que tomaron vida en las sombras.»
En lo que toca a lo segundo, H. P. Lovecraft, Daphne du Murier (autora con un trasfondo sensible muy afÃn a Diego S. Lombardi), Antonio di Benedetto (maestro de la exploración de la subjetividad amenazada como precedente de nuestro autor), Cristopher Priest o el cine de Jonathan Glazer o David Robert Mitchell representan una imaginación «de ojos cerrados» ligada a lo desconocido, a lo que irrumpe en la normalidad para crecer en la sombra. Justamente esos tipos de irrupción servÃan al fallecido Marc Fisher para situar lo extraño en la órbita del concepto freudiano de lo Unheimlich (lo que está fuera de lugar, lo que no deberÃa estar allà o, de otra manera lo que no deberÃa habitar entre nosotros). Es en esa región de lo «familiar desaparecido» donde tienen cabida, según lo veo, muchos de los estilemas y de las constantes materiales (en la tercera novela ya se puede hablar de ellas) que caracterizan a Diego S. Lombardi y que se encuentran sublimadas en Lo que habita entre nosotros: historia de la búsqueda, aparición y desaparición (no necesariamente en ese orden) de la improbable actriz infantil Ana Bo.
Porque ¿no supone siempre el hecho de conocer a otra persona un encuentro con lo desconocido?
Tras el conocimiento (personal, carnal, espiritual y biográfico) el narrador es expulsado o se autoexpulsa de este mundo convencional y enclaustrado. Al modo del recuerdo y del deseo, que vienen y van, el viaje sentimental del protagonista masculino opera hacia atrás y hacia adelante y entre otras constantes estilÃsticas (adjetivación al lÃmite, imágenes poderosas, cambio de voz) incluyo ya entre las claves de lectura de esta obra, el anuncio y la evolución de lo larvado (lo que actúa de modo silencioso sobre el fondo) y el difuso tratamiento de los umbrales que en H. G. Wells o en C. Clarke son puertas, en Richard Matheson tamaños, en David Lynch cortinas de rojo terciopelo y en S. Lombardi manifestaciones no literales de la selva.
Conocer el mundo a través de otra persona –no solo verlo a través de otros ojos– supone primero una forma peculiar de lo raro, un pozo si nos quedamos en una arista de la perspectiva, pero pronto –por volver a lo Unheimlich– lo que no deberÃa estar ahÃ, la aparición de lo raro en lo cotidiano acaba tornándose familiar. Es justamente esa familiaridad con lo raro como paso por el umbral (aquà el contacto con la niña-mujer conocida-desconocida, el tráfico de la realidad al lienzo y viceversa como formas de cruzar una lÃnea) lo que supone una serie de cambios y transiciones que podrÃa tener su reflejo en la estructura. Dividida en tres capÃtulos Nigredo, Albedo y Rubedo precedidos de sendas sÃntesis a modo de epÃgrafes anticipativos, la elección de las fases de esa antigua alquimia obstinada en la transmutación de la materia y la generación del oro no solo subrayan la querencia de S. Lombardi por las mudas y las metamorfosis sino que apunta a sutiles juegos de ascendencias astro-sentimentales. El tono de Nigredo, que principia con la fallida entrevista a la actriz y termina con la sombra del mombà involucra cierta disolución en la materia prima (aquà las convicciones del narrador en contacto con el amor) destinada a la generación estival de otra superior (no el oro sino algo parecido a él). En el capÃtulo Albedo que transcurre sobre todo en la isla se derrama, entre apuntes de inquietud diurna, aquella sustancia en estado lÃquido, asociada a Venus y a la Luna que ya derretida y de un color blanco intenso quedó asociada a la introspección (dejo al lector que complete la metáfora). Rubedo, finalmente, como fase que culmina la obtención del oro de color rojo brillante se vincula a Júpiter y al Sol, supone en la novela tanto el fin de la transformación como la luz que permite empezar a comprender el viaje bajo la moteada luz de un antiguo universo.
El viaje –propiamente una escapada– supondrá el contacto, o quizás la fusión del protagonista con espacios, vegetaciones, aguas y animales, cielos y estrellas casi primordiales que en mi opinión forman parte de una revisión de la antigua categorÃa de lo grotesco. Precisamente, la aparición de la categorÃa estética de lo grotesco está asociada al descubrimiento en el siglo XV de las termas de Tito al pie del Monte Esquilino, en la Colina del Oppio: formas humanas y animales entremezcladas con frutos y follaje a la manera de la inteligente y sugestiva imagen de cubierta de Alejandro Pasquale.
Resulta propio de la ficción de ojos cerrados tanto el juego metaficticio como la resistencia a la sinopsis lineal, pero apuntaré que la fusión anterior solo es posible en ese estado de soledad en el que suelen desembocar los personajes de S. Lombardi. Por otro lado, es justamente el estudio de las mezclas (e insisto en que toda relación entre humanas supone una alquimia) del hombre y de la mujer, del territorio y el caminante, de los tránsitos y de la identidad, una caracterÃstica temática que nuestro autor utiliza con gran pericia para cambiar a su vez los registros formales que expresan la historia con un sentido global de la multiplicación: la doble voz de la narración, la triple posibilidad del viaje (el espacio, la droga y el tiempo), la cuádruple e inquietante presencia de lo turbador (o la turbadora presencia de lo inquietante) en estados (lÃquido, sólido, gaseosos y flamÃgero) quizás porque otros rasgos de la literatura de ojos cerrados sea junto al asombro, la confusión o el influjo de la subjetividad, los dobles y triples sentidos, el dominio de los narradores poco fiables (unreliable al modo de la clásica vuelta de tuerca de Henry James), lo que el narrador principal conoce a través de Ana, la naturaleza del diario.
Se alterna asà la investigación y la pérdida. Chispea el ingenio, el basso profundo de esta novela, sin embargo, contiene una melancolÃa exasperada que transciende las pesquisas existenciales de la ficción de tipo postmoderno (pienso en Lo que esconde Silver Lake). Y otra lectura que propongo de Lo que habita entre nosotros se mecerÃa sobre la unión entre la naturaleza de los individuos que no encajan y la naturaleza inestable, profunda, misteriosa y abisal del agua (en ciertas materializaciones de las remembranzas sobre el océano de Solaris), de algunos rÃos, del mar en todo caso cuando la precariedad y lo espeluznante como subtipo de la estética relacional desemboca en una suerte de descenso a lo primitivo y la protagonista es la misma idea de supervivencia. S. Lombardi nos recuerda entonces de qué modo condicionan los espacios fÃsicos nuestra percepción y nuestros recuerdos. El acantilado funcionarÃa aquà ora como un tropo nietzscheano (el abismo que devuelve la mirada), ora como un guiño al Dagon de H. P. Lovecraft. Lo mismo ocurre con el universo:
«Otras veces me dedicaba a escribir alguna nota en el cuaderno y gustaba también de sentarme y contemplar las estrellas en las noches oscuras, y a contemplarme a mà mismo en el plenilunio, cuando la luz más cenital del astro afiebra los pensamientos y los dirige hacia registros bestiales»
El final del curso del agua es también el final de la escapada. Más allá de la fábrica de harina de pescado, de los recuerdos hipersubjetivados (la admonición final de la actriz crecida como Ana Bo) y de los simulacros en la época del omnipresente capitalismo de los media, se hace evidente el juego que anunciaba el frontispicio de El reportero (The Passanger, 1973) el desdoblamiento, la identidad canibalizada, la huida imposible, el desasosiego metafÃsico del film aparentemente más accesible de Michelangelo Antonioni. El regreso a la civilización como el regreso a uno mismo se antoja un espejismo.
Literatura de ojos cerrados: emanaciones de irrealidad, imbricación del mundo real y del ensueño, modelación del mundo real por el sueño. Pienso en los recovecos de la corriente que va de Poe al ensoñador Felisberto Hernández, en las pinturas de Max Ernst, en la vida al otro lado de la mirilla (otra puerta al modo de la cortina roja de Lynch), lÃneas con un halo de misterio y ambigüedad. Otra prueba de la pericia literaria de Diego S. Lombardi es el acercamiento oblicuo a secundarios memorables (TÃo Filipp), sintagmas sociológicos muy descriptivos («el niño que no querÃamos ser»), presencias inquietantes («el tipo del overol azul») el juego con la profundidad aparente de la pintura y otros recursos descriptivos de tono sinestésico: ecos del Dorian Gray de Oscar Wilde, de El Bosco y del silencio que rodea a los personajes apegados a la tierra de Millet.
Lo que habita en S. Lombardi: personajes misteriosos y caminos, un estupendo escritor al margen de la escritura de encargo, o sea, «la nueva escritura de encargo difuso» (cuando la encarga una anónima masa social, las tendencias ético-estéticas, el mercado de proximidad, etc.), pinturas como reliquias inscritas en un sistema semiótico ya desaparecido, guiños a los excesos del «giro afectivo» (l@s «ofendides»), miradas interrumpidas, apuntes de ocultismo y sugerencias, ira social politizada transmutada en extravÃo individual, paseos surrealistas por no-lugares, paseos muy reales por lugares primordiales, archipiélagos, sÃmbolos que interpelan, lenguaje lleno de flores y sin embargo no florido, Opus Magnum, frutos del Unheimlich, intuición de la gran selva del universo.