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El tiempo de escribir. El tiempo para escribir. La falta de tiempo para escribir. Kafka, claro. Dostoievski redactando en voz alta la pesadilla de El jugador en apenas tres semanas. Pero también la necesidad de escribir rápidamente antes de que algo desaparezca, o empujado acaso por el temor a desaparecer uno mismo antes de haber acabado la obra, como confiesa Katherine Mansfield que le ocurrió durante la elaboración de uno de sus cuentos, Las hijas del difunto coronel. Habla de ello en la entrada correspondiente al 17 de enero de 1922 de su diario personal, tras corregir con decisión a Chéjov, quien en cierta ocasión se habÃa lamentado del plazo demasiado breve en que se habÃa visto obligado a construir un relato, lo que le habrÃa impedido incluir o ampliar ciertas descripciones de actos y personajes. Para la narradora neozelandesa, un escritor siempre debe saber renunciar a buena parte de la información que durante la preparación del texto habÃa previsto incluir en él. Ese sacrificio tendrÃa que ver con aquel miedo a la desaparición, con la persecución de algo que constantemente se escapa.
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El tiempo, engañosamente doble, de la vida y de la escritura misma, se nos muestra en los diarios más huidizo que en ninguna otra parte. También en las cartas recopiladas de escritores, sobre todo si las leemos en orden cronológico, como una narración o como un diario semiprivado. En ellas hay a veces una sensación de realidad mayor que en la escritura, en teorÃa más Ãntima, de un diario. El autor ante la página cotidiana de su diario personal se dirige al peor de sus lectores: él mismo. En una carta, mientras tanto, se dirige al lector ideal, a un lector para el que ha creado un texto hecho a medida, probablemente lleno de sobreentendidos y complicidades. El 17 de noviembre de 1901, por ejemplo, Chéjov escribe a su mujer desde el sanatorio de Yalta donde está recuperándose. En esos dÃas corrÃa el rumor de que Tolstoi habÃa muerto, lo que Chéjov se apresura en desmentir. A continuación comenta la visita de Gorki, también de paso por la ciudad alemana; o más bien se limita a describir la horrible camisa que llevaba el joven escritor en esa ocasión. En el detalle nimio, en la intrascendencia cotidiana compartida desde lejos con un ser querido, nosotros, los intrusos, estamos llamados a sentir el roce del tiempo con una extraña intensidad.
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En una carta que comenzó a redactar el 17 de octubre de 1860, Tolstoi da noticia de la muerte por tuberculosis de su hermano. Al parecer, un poco antes de expirar, y tras haberse quedado dormido unos minutos, Nikolái se despertó de repente para susurrar un escalofriante “¿Pero qué es esto?â€. A lo que el novelista añade: “La habÃa visto, estaba siendo engullido por la nadaâ€.
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El tiempo y la escritura. El tiempo como escritura. La escritura como forma de no ser engullido. El escritor, perseguidor disfuncional, perseguido por la amenaza de esa nada que es la falta de tiempo, del tiempo.
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Virginia Wolf a Ethel Smyth (17/09/1938): “Dejemos las cartas para cuando estemos muertas, ese es mi planâ€.
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Nunca he conseguido llevar un diario personal. A decir verdad, mis dos o tres únicas tentativas respondieron más bien a la convicción de que los argumentos impuestos por lo cotidiano salvarÃan mi escasa autodisciplina, de que dibujarÃan los lÃmites de una prisión en la que habrÃa de sentirme más libre. En cierta ocasión llegué incluso a concebir un plan de trabajo en el que determinaba a un año vista cuáles serÃan las fechas a las que en su momento darÃa entrada. Después de desestimar sin ningún motivo en concreto a Kafka, Gombrowicz, Ribeyro, Jünger, Pavese y algunos otros diaristas de referencia, asalté los volúmenes de Gide y apunté las fechas correspondientes a un año escogido al azar, 1916, si mal no recuerdo. Se trataba de escribir sólo durante los mismos dÃas del año en curso y de omitir todo aquello que no hubiera sucedido durante las jornadas preestablecidas. AsÃ, si un 17 de noviembre André Gide habÃa creÃdo pertinente registrar alguna vivencia, mi 17 de noviembre también tenÃa que ser descrito, por más que las horas previas no me hubieran aportado nada destacable. Y a la inversa: ninguna novedad serÃa lo suficientemente importante como para merecer el trasladado al papel si el azar habÃa querido que sucediese durante un dÃa no designado. Una voz antigua, casi fantasmagórica, identificarÃa el material narrable de mi realidad; serÃa el muñeco de un ventrÃlocuo muerto. El plan de escritura, por supuesto, fue abandonado a las primeras de cambio.
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El 17 de noviembre de 1916, Gide da cuenta en su diario de la fatiga que le ocasiona la redacción del segundo tomo de sus memorias. Ha dedicado parte de la jornada a repasar el primer borrador, y se queja de lo insoportablemente lánguida que encuentra la narración. Después ha estado leyendo las cartas de Stendhal para quitarse el mal gusto y, al mismo tiempo, “disgustarse de sà mismoâ€. El diario, aquÃ, como juego de espejos. Escribo y escribo que escribo. Leo mi propia escritura y escribo que la leo. Leo a otro escritor para despegarme ella, pero no consigo más que leerlo a su través.
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“CambiarÃa las novelas de Flaubert por sus cartasâ€, escribió André Gide.
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En un carta dirigida a una amiga el 17 de junio de 1876, Flaubert habla del entierro de su querida George Sand, lo que a su vez le lleva a enumerar las pérdidas sufridas en los últimos años: Sainte-Beuve, Jules de Goncourt, Théophile Gautier,… Flaubert confiesa que vive totalmente sólo y que, en los momentos en que no trabaja, su única compañÃa son los recuerdos y los sueños.
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Los diarios y los sueños. El sueño liberado de ese tufo a trampantojo que casi siempre arrastra cuando se inserta como recurso en una narración. El sueño como subgénero dentro del subgénero del diario. El sueño y el exhibicionismo, el egotismo del que lo cuenta, del que relata algo intransferible y de muy relativo interés para el receptor. El diario y el exhibicionismo, el egotismo del diarista. Los sueños de Kafka, el soñador soñado. El diario de Kafka: el Diario. Kafka y todos los debates posibles sobre la escritura de diarios, sobre la pertinencia de su publicación, sobre la falsa humildad del que escribe para sÃ. Pues el diarista ha de estar convencido de la excepcionalidad de su vida o, como mÃnimo, de que sus vivencias, por mediocres y anodinas que sean, merecen, por algún motivo, ser contadas. AsÃ, el 17 de octubre de 1921, Kafka pone en duda que alguien se pueda sentir como él lo hace en ese momento de su vida. Es capaz de imaginarse, reconoce, a gente en situaciones similares, pero asegura que ninguna otra persona, en absoluto, debe soportar en torno a su cabeza el vuelo constante del “cuervo misterioso†que a él le acecha. Kafka y el opulento, hiperliterario regodeo en la miseria personal. Kafka y la impostura de su impostación. La pose a oscuras de Kafka. Su persecución inmóvil.
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“Casi nunca escribo en mis momentos auténticos. Pues tanto en el diario como en los libros únicamente se refleja la parte neutra de mi ser, la parte de mi equilibrio o compromiso, la cual logro rehusando el conocimiento de mà mismo y de la realidad†(Mircea Eliade, Diario portugués, 17/12/1941).
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Los diarios personales en tiempos excepcionales. Los diarios de guerra, por ejemplo. Como el de Orwell, quien el 17 de junio de 1940 aseguraba estar sorprendido de su capacidad para escribir reseñas directamente sobre la máquina, sin borradores. No se vanagloria de su virtuosismo, sino que simplemente constata que le ha dejado de importar la calidad de su escritura. “Es un deterioro directamente atribuible a la guerraâ€, asegura.
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El 17 de mayo de 1942, Ernst Jünger, por entonces oficial del ejército alemán, anota en su diario una extraña historia que, a pesar de ser presentada como real, reviste cierto aire onÃrico, como de fábula. Tras una batalla cualquiera, unos soldados germanos descubren entre los muertos a una chica de 17 años que habÃa combatido junto a los suyos y cuyo cuerpo desnudo, tras unos dÃas bajo la nieve, habÃa quedado congelado. Cuando el batallón abandona la zona poco tiempo después, el cadáver sigue en perfecto estado de conservación. La historia corre como la pólvora, de forma que numerosos soldados se presentan voluntarios para salir de patrulla con el solo objeto de contemplar esa vida interrumpida y al mismo tiempo eternizada por la guerra. Jünger no comenta la historia, se limita a consignarla, evita el riesgo, la tentación demasiado literaria de convertirla en metáfora de algo.
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Julio Ramón Ribeyro comienza a leer el diario de Jünger el 17 de mayo de 1977, y asà lo refiere en el suyo. En realidad se trata de una relectura, unos quince años después de su primer contacto con el libro. El hecho es que acaba de terminar un tercer diario, el de Léautaud, y quiere comprobar ciertas cosas que en él se dicen sobre el autor alemán. Ribeyro pone en marcha entonces un sorprendente cotejo entre ambas obras, y asà comprueba cómo algunas vivencias aparentemente importantes para alguno de ellos acaso no lo fueron tanto para el otro. Léataud, por ejemplo, da fe de la llamada de despedida que recibe de su amigo, recién liberada ParÃs por los aliados. Jünger en cambio no se refiere a ella en la entrada correspondiente de su diario, probablemente, añade Ribeyro, porque ese mismo dÃa hizo numerosas llamadas parecidas. En otro momento, a propósito de una conversación mantenida entre los dos en torno a la cuestión del estilo, Jünger anota literalmente una respuesta de Léautaud, mientras que éste cita esas mismas palabras como una réplica efectuada a otra persona. Ribeyro se pregunta entonces quién de ellos dice la verdad. Probablemente los dos, me atreverÃa a responder.
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Jünger hojea, relee los diarios de los hermanos Goncourt el 17 de diciembre de 1943. En un pasaje del libro se menciona al dramaturgo Sacha Guitry, al que Jünger conoce, y eso le lleva a reflexionar sobre los puentes entre los vivos y los muertos. Se refiere luego a la “cadena eróticaâ€, teorÃa que recuerda en cierto modo a la de los seis grados de separación, salvo en su transversalidad temporal. Dos hombres, escribe Jünger, pueden haber estado con la misma mujer aunque uno de ellos hubiera nacido en el siglo XVIII, antes de la Revolución Francesa, y el otro hubiera muerto en el XX, después de la I Guerra Mundial.
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El 17 de mayo de 1957, cuando aún no habÃa leÃdo por primera vez el de Jünger, Ribeyro reflexiona en su diario sobre los recuerdos. Vive por entonces en Amberes, y las imágenes del pasado se agolpan en su memoria impidiéndole dormir. El desencadenante, al parecer, fue una caja de cerillas belgas que le hizo pensar en las cerillas españolas. El recuerdo de ese objeto llevó al de otros objetos, cada uno de ellos asociado a diferentes personas y a diferentes ciudades, en un recorrido circular: de Lima a ParÃs, de ParÃs a Munich, de Munich a Varsovia, de Varsovia a Londres, y de Londres de nuevo a Lima, a los dÃas de la infancia, al recuerdo indeleble de un pequeño calendario, una especie de “diario público†donde él y su grupo de amigos anotaban los hechos más importantes de sus dÃas y cuyas limitaciones espaciales les obligaba a la brevedad, al estilo sentencioso, fragmentario.
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El 17 de febrero de 1936, Cesare Pavese reflexiona en su diario sobre la unidad de los poemas homéricos. En relación a la literatura contemporánea, se pregunta cómo conseguir esa unidad sin el “recurso barato de la narratividadâ€. Solución: valorando el fragmento como tal, siendo consciente del valor fragmentario del fragmento: un descubrimiento a cada paso, en cada nueva jornada, en cada poema añadido, pero siempre con conciencia de su relación con lo anterior. “No hacer nunca de serpienteâ€, subraya al fin, “no desechar nunca la pielâ€.
Juan Vico
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