“Que otros se jacten de las páginas que han escrito;
a mà me enorgullecen las que he leÃdoâ€. J. L. Borges
A menudo se habla de la vocación de la escritura, de cómo resulta imposible para los creadores concebir la existencia sin la búsqueda de mundos alternativos a través de la palabra. Y, sin embargo, me parece a mÃ, la verdadera vocación primigenia e insustituible es otra: la del lector. El lector furibundo que no puede prescindir de su ración diaria de papel, que abandona con placer la rutina anhelante de historias que sacien su hambre de vida. El lector dolorido que busca consuelo en la belleza de unas páginas plagadas de emociones, aventuras y misterio. El soñador que imagina que es otra persona, que se identifica con el protagonista de la novela que lo acoge, que sufre cuando sufre el héroe.
¿Qué lector es capaz de pensar su vida sin la presencia constante del amigo silencioso y discreto que acude solo cuando se le convoca, siempre disponible, siempre fiel? ¿Es que serÃamos acaso los mismos si no hubiéramos leÃdo lo que hemos leÃdo? Algunos libros nos marcan para siempre, al igual que lo hacen algunas personas o ciertos acontecimientos de nuestro pasado. Algunos libros nos acompañan porque nos han enseñado a ver la realidad de otro modo, porque han dado forma a los sentimientos que no podÃamos expresar, porque nos han abierto puertas que ni siquiera sabÃamos que existieran.
El verdadero lector nunca puede dejar de serlo porque su vida depende de ello. Bajo las sábanas en una noche oscura de invierno o robándole unas horas de calor a la siesta veraniega, sucumbirá dichoso una y otra vez, con la pasión de los amores nuevos, al rapto de la conciencia despierta que le ofrece la literatura. La vocación libresca es una herida que solo puede curarse con palabras. Quien lo probó, lo sabe.
Natalia González de la Llana Fernández
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