Esther GarcÃa Llovet
Salto de Página
La primera elaboración mental en la que uno cae cuando se encuentra con el tÃtulo de este libro le hace bosquejar el fantasma de cualquier androide salido de la imaginación de Philip K. Dick o de los fotogramas de la Metrópolis de Fritz Lang. En cuanto se acerquen a Submáquina verán que no es el caso —o no del todo, que la cosa traerá matices luego—, y que el tÃtulo obedece a algo más que a ese juego de palabras y metáforas entre los tÃtulos de las seis piezas—«Cargador», «Resorte», «Seguro», «Recámara», «Gatillo» y «Cañón»— que arman este artefacto literario: cuidado, GarcÃa Llovet les está apuntando al entrecejo y no va a dudar en cometer el crimen.
¿O se deberÃa decir que es Tiffani Figueroa quien les tiene en el punto de mira? ¿Se pondrá GarcÃa Llovet estupenda y flaubertiana y dirá alguna vez aquello de «Tiffani Figueroa soy yo»? Es cierto, el eje sobre el que gira el tambor de este libro es la construcción del personaje de Tiffani, pero las seis balas que se alojan en ese tambor no son para jugar a la ruleta rusa, pues no hay azar en la concepción del libro, y todo el riesgo que asume su autora es literario, es decir, el mejor de los posibles.
Hay quien recibe Submáquina como novela y no como libro de relatos. Lo cierto es que posicionarse en una de esas dos interpretaciones no resulta relevante. Submáquina es escritura a secas, y de paso supone —tras su novela previa, Coda, publicada por Lengua de Trapo— la confirmación de Esther GarcÃa Llovet como una muy buena escritora, que maneja la tensión narrativa y la ambientación de manera soberbia y mesurada. Otro de los valores de Submáquina es que su autora no está demasiado pendiente de las etiquetas ni de los requisitos aduaneros del género —de ningún género— y, haciendo honor a la invocación estética de lo fronterizo en todo el libro, Esther GarcÃa Llovet se convierte en una espalda mojada que burla la vigilancia de la ortodoxia literaria y, sobre todo en lo estructural, se permite el lujo de la libertad creativa. Submáquina tiene mucho de novela, es cierto, y, de manera casi confesional, rinde homenaje al Roberto Bolaño de Los detectives salvajes o 2666, pero no con aquella demora en su desarrollo, sino con la agilidad y el vértigo de las piezas cortas de, por ejemplo, Putas asesinas. Reinterpretar la mirada del Bolaño total y excesivo a través de la prosa del Bolaño francotirador es un mérito más en este homenaje implÃcito.
Dice en el prólogo de este libro Fernando Royuela que Submáquina «No es comida rápida sino alta gastronomÃa literaria. Su lectura por lo tanto no debe ser voraz, sino atenta y gustativa». La lectura cabe dejársela a los lectores, pero no se puede estar completamente de acuerdo con lo otro: en cierto modo, Submáquina ES «comida rápida», es el hambre que aprieta el estómago en un atasco de operación salida y que se alivia —y vaya si lo hace— en cualquier gasolinera, es el cuarto de libra en la plancha y el cocinero en camiseta panadera que te deja la carne medio cruda y el sudor en el olfato, es el vaso sucio con el rastro caramelo del refresco, el sky rojo de los taburetes del dinner, el aparcamiento oscuro de un café de carretera en el que follan el camionero y la mulata —donde podrÃan haberlo hecho perfectamente el taxista y una Tiffani mocosa— y es, sobre todo, la vida que ocurre a toda velocidad, la vida que no espera y empuja, la vida que te pone delante el menú sin tiempo para pensar la respuesta —su protagonista es una mujer que se ha fabricado a sà misma sobre la marcha, sin planos, asumiendo el error y la improvisación—. En ese sentido —y sólo en ese sentido—, Submáquina es «fast good» contemporáneo, literatura ágil y sin ese refinamiento gastronómico impostado de las «grandes obras» que hablan más del ego de su autor que de la vida que habita sus páginas. Aunque su escritura es muy cuidada —y claro que ahà toca darle la razón a Royuela— Submáquina es, sobre todo, un libro en el que la vida se manifiesta imperfecta y sorpresiva, es decir, verosÃmil:
Ese verano alquilé una moto y estuve viajando cerca de tres meses, o cuatro, no recuerdo. Viajaba por la carretera de la costa, con el sol de frente, dejando atrás playas vacÃas justo el instante antes de ponerse el sol. Me acuerdo de las sombras de los rascacielos avanzando por la arena de la playa hasta llegar al mar. Una mañana entré a comer a un restaurante y al sentarme en la barra la camarera me saludó y me preguntó adónde iba. Se llamaba Corina, lo ponÃa en su chapa. «No estoy segura», le contesté. Y era verdad.
—Pues eso ya es demasiado lejos.
Me sirvió una hamburguesa doble que no habÃa pedido y que no me cobró. Luego Corina me dijo que eso es lo malo de los viajes. Que siempre hay que llegar a alguna parte. Y que todos los sitios existen ya.«Recámara» (página 55).
La creación del personaje de Tiffani Figueroa en Submáquina se asienta sobre los espejos que otros personajes —tan violentos, dulces, vulnerables y terribles como ella misma— le enfrentan, sobre la huella de lo fugaz, del indicio y de lo no dicho, sobre la necesaria complicidad del lector y sobre una manera de disponer la información que recuerda a las notas, pruebas y fotografÃas que en una investigación policial se clavan en el corcho de la sala de briefing: también el lector está contratado como detective en este libro. Si en Mientras agonizo William Faulkner se sirve de la voz de cada personaje para construir una historia, GarcÃa Llovet deconstruye esa historia en voces distintas para presentar a un personaje. Cada pieza de Submáquina es autónoma, o puede llegar a serlo, pero forma parte indisoluble de un mecanismo que sólo cuando se acciona de manera conjunta consigue el disparo, el crimen, la obra de arte —si se nos concede hacerle caso al Marqués de Sade—. Dilucidar si estamos ante una novela hecha de relatos o nos encontramos con seis relatos que hacen una novela, como digo, no es relevante.
Y no es sólo esta frontera de género la que burla Submáquina, pues también va más allá de los clichés más efectistas y predecibles de la novela negra o el thriller. Del mismo modo que la prosa de GarcÃa Llovet es austera y tiene la alevosÃa y premeditación del mejor de los delitos —el que no se permite el error ni encuentra castigo, el verdadero crimen perfecto en literatura, aunque le deje a uno en ciertos momentos con ganas de alguna deriva, de alguna otra concesión «lÃrica»—, lo que de veras evoca a Hammet o a Chandler es el qué y no tanto el cómo, el trasunto del antihéroe y no sus escenas de acción o las tramas deliberadamente escatimadas al lector. Lo que recuerda al mejor género negro pero lo trasciende no es el molde externo, sino el tortuoso viaje interior del protagonista como depredador y presa a la vez. Es ese ascenso del tiburón hacia los infiernos exteriores que dibuja Roberto Bolaño en su cuento «Últimos atardeceres en la tierra», cuando escribe: «Para los tiburones, para la mayorÃa de los peces (excepto para los peces voladores), el infierno es la superficie del mar». Es la vÃa directa por la que un vientre hinchado —de culpas y secretos— se eleva en lÃnea recta hacia la superficie de las cosas: GarcÃa Llovet le da la vuelta a la piel de Tiffani Figueroa y nos muestra su infierno particular, sin caer en la solemnidad de un narrador demiurgo, mostrando a ráfagas los pecados y la vulnerabilidad de una verdadera autómata en su inercia vital y en sus contradicciones. De repente se acuerda uno del Deccard de K. Dick y cree que esta mujer «submáquina» es una replicante de sà misma, hecha de jirones de realidad, de recuerdos implantados por la velocidad con la que le sucede la vida y que, como todos, intenta desesperadamente huir de la muerte en cada exceso, en cada encuentro, en toda su soledad.
Es cierto, como ya se ha comentado varias veces en otras reseñas, que Submáquina puede traerle al lector un catálogo de referencias cinematográficas, pero en eso también es un libro inteligente y si algo evoca de Amores perros o de 21 gramos tiene más que ver con los guiones de Guillermo Arriaga que con la a veces reiterativa puesta en escena de Iñárritu. Claro que hay David Lynch en algunas de las costuras del libro, pero más por la manera sonora e hipnótica de contar y de provocar un eco en cada ambiente, que por los enanos y todo el circo simbólico. Si se releen algunos pasajes de Submáquina, especialmente uno en el que la nieve hace acto de presencia, crujiente como el papel de la diana móvil en una galerÃa de tiro, se puede llegar a pensar en Fargo y en su estética desolada, y en que bien podrÃa aparecer el personaje que allà interpretaba Frances McDormand en este libro, si alguien pudiera creerse una moral tan sólida, que para nada casarÃa con la del personaje axial de Submáquina, tan humano precisamente por sus contradicciones.
Submáquina no es sólo un libro que se haya escrito, es sobre todo un libro que se ha consumado, cometido y ejecutado, como el mejor de los crÃmenes, pero que en algo es absolutamente legal, y es que se ha disparado con licencia de armas, porque Esther GarcÃa Llovet se ha tomado todo el tiempo necesario para ganársela, porque se ha curtido en el trabajo para acertar en el blanco, y porque Tiffani y la literatura de Submáquina están hechas de abismos y de renuncias, de supervivencia y de sordidez, en definitiva, de las mismas piezas que construyen todos y cada uno de nuestros puzles personales. Submáquina deja en el aire el rastro de pólvora de esa cualidad tan peligrosa, doliente y encendida de la condición humana, que nos impulsa adelante como un tiro y sin remilgos: nuestro deseo de libertad, aunque ese impulso nos empuje a las fronteras del infierno.
Sergi Bellver
Bitácora de Sergi Bellver
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