‘The Invisible Man’, versión cinematográfica de James Whale, 1933
El Aquae Campus de este año, que se celebra el 20 de octubre en Cartagena, se pregunta por el binomio Visible-Invisible, invitando a sus participantes a pensar el mundo más allá de la materia y la vista. Hay un conocimiento que sortea la masa para interpretar la realidad desde otros ángulos, una creación que bebe (y nunca mejor dicho, si hablamos de agua y cultura) de lo que olemos o escuchamos. Desde la magdalena de Proust, que conecta un aroma con la patria de la infancia, sabemos que la literatura puede ofrecer un “tiempo puro”, como le llamará Blanchot. Somos, más que memoria recobrada, presente en busca de sentido. Sabemos que lo arraigado, lo consistente, no siempre se encarna en una forma sólida, palpable.
Decimos que cuando alguien queda fuera de la cruel rueda del sistema, sea un enfermo, un desahuciado o un loco, se vuelve invisible para los demás. ¿Pero qué arquetipo de la literatura expresa mejor ese anhelo de libertad, y al mismo tiempo esa prisión de no ser reconocido por los tuyos, que supone la invisibilidad? Sin duda, es el escritor H. G. Wells, autor de El hombre invisible, quien mejor ha plasmado, desde la ciencia ficción, esa contradicción que supone vestir un cuerpo que nadie ve ni intuye.
Wells, que publicó la novela por entregas en la revista Pearson’s en 1897, narra la historia de Griffin, un científico que logra transformar su índice refractivo para que su cuerpo no absorba ni refleje la luz que le atraviesa. El problema es que no sabe cómo volver atrás, y esa invisibilidad (que es la invisibilidad de quien hoy es, cada día, desterrado de su propia identidad) le aboca al abismo de la violencia. El que sólo mira y no puede ser mirado, aquí, lejos de cualquier épica del voyeurismo voluntario, únicamente puede pensar en la supervivencia. Un sombreo de ala ancha, gafas, vendas o unos guantes no son suficiente carcasa para alguien que, desprovisto de su yo, intenta someter al resto al imperio del terror. Así lo hace acosando a Kemp, antiguo compañero en la universidad.
Sabemos que el cuerpo puede tocar sin tocar, ver sin observar, temblar sin desplazarnos. Y, sin embargo, en el animal político en el que nos convertimos desde Aristóteles, el yo no puede describirse sin el nosotros. Griffin se siente trágicamente solo y vacío porque no ha entendido que su voz también es presencia. No es extraño que los habitantes del pueblo de Iping lo conozcan como el forastero.
‘El hombre invisible’
“Le agradecería que no me metiera los dedos en el ojo -dijo la voz de la figura invisible con tono enfadado-. La verdad es que tengo todo: cabeza, manos, piernas y el resto del cuerpo. Lo que ocurre es que soy invisible. Es un fastidio, pero no lo puedo remediar”, leemos en la novela de H. G. Wells. Porque lo que no desaparece nunca es el dolor del que comprende que ya, para el resto de la humanidad, es un ser irreconocible.
Eso decimos de alguien que se ha transformado demasiado, que está irreconocible. La identidad cerrada tiende a capturarnos, a confiscar toda nuestra polifonía. Por eso necesitamos estar siempre mostrando en las redes sociales, de una manera más o menos constante, nuestro rostro. Cada pequeño cambio, una nueva foto de perfil. Que no se llegue el día en que seamos invisibles.
Yakov I. Perelman decía que el personaje de H. G. Wells, si realmente hubiese conseguido alterar su índice refractivo hasta hacerlo igual que el del aire, además de invisible sería ciego. El propio Griffin lo explica, aunque parezca una simple excusa para no ser descubierto, cuando llega a la posada local. “Tengo los ojos tan débiles que debo encerrarme a oscuras durante horas. En esos momentos, me gustaría que comprendiera que una mínima molestia, como por ejemplo el que alguien entre de pronto en la habitación, me produciría un gran disgusto.”. Y es que el ojo funciona, precisamente, absorbiendo y filtrando la luz. El ojo es una cámara oscura en miniatura, y sus propias paredes, si permanecen invisibles, no pueden hacer trabajar a la retina.
La mirada, pues, es la fotografía que nos delata. Y toda mirada, como nos enseñó Hitchcock, es una ventana indiscreta. No olviden que James Stewart necesita a Grace Kelly para interpretar y entender lo que está viendo. Mirar juntos es una forma bella y arcaica de amar. Y no olviden tampoco la advertencia de Thelma Ritter en el papel de la enfermera Stella: “Nos hemos convertido en una raza de mirones, lo que deberían hacer es salir de sus casas y mirar hacia adentro para variar”. Como bien sabe el protagonista, explorar lo visible desde lo invisible es todo menos una filosofía casera.
Este artículo pertenece a Agua y Cultura, sección patrocinada por la Fundación Aquae.
Albert Lladó (Barcelona, 1980) es editor de Revista de Letras y escribe en La Vanguardia. Es autor, entre otros títulos, de 'La travesía de las anguilas' (Galaxia Gutenberg, 2020) y 'La mirada lúcida' (Anagrama, 2019).
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