António Lobo Antunes | Foto: Georges Seguin | WikiMedia Commons

Compromiso con la literatura

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António Lobo Antunes | Foto: Georges Seguin | WikiMedia Commons

“Escritor es aquel al que escribir le resulta más difícil que a las demás personas”, afirmaba Thomas Mann. El desasosiego por saber si lo que se ha escrito es bueno o malo, la angustia por discernir si lo que se tiene entre manos es literatura de la buena, incluso una obra de arte, o no va más allá de algunos párrafos con cierto ingenio refleja, para asombro de sus lectores, la vivencia de Lobo Antunes frente a su escritura.

Su prosa, auténtica poesía, nos arrastra, como “sílabas de algodón que se disuelven en los oídos a la manera de restos de caramelo en el cuenco de la lengua”, por lugares poco transitados. Cuando se vislumbra el fin de la frase, en el momento que parece que ya, de manera natural, concluye el párrafo, el autor nos sorprende y da un paso más, y después otro, y todavía otro más. Cada línea, cada palabra, tiene su lugar y su tempo. No hay nada forzado. No se trata de buscar artificios literarios. Nada sobra, nada falta.

En este sentido, Lobo Antunes evoca una frase atribuida a Alexandr Pushkin:

“Cada palabra tiene su lugar y si no la sitúas en el sitio adecuado, la frase será una frase fallida”.

Asimismo, Mario Vargas Llosa recuerda que “[…] Flaubert tenía, respecto del estilo, una teoría: la del mot juste. La palabra justa era aquella –única– que podía expresar cabalmente la idea. La obligación del escritor era encontrarla”. Precisamente eso, hallar la palabra justa y situarla en el sitio adecuado, es lo que define la literatura del escritor portugués, quien añade:

“Puedes pasarte horas alrededor de una frase, que luego el lector leerá en un segundo […] Pero el lector la tiene que leer como si esa frase se hubiera construido de la forma más natural del mundo, no tiene que notar el trabajo del escritor”.

António Lobo Antunes (Lisboa, 1942) es, con toda seguridad, una de las plumas más prolíficas y originales del panorama de la literatura mundial. Ensimismado hasta la exasperación en su particular modo de contar, imperturbable, sus obras, de difícil acceso en primera instancia, atrapan sin remedio al lector que una vez se adentra en su universo queda hipnotizado por el milagro de su escritura. En palabras de María Luisa Blanco:

“Una prosa –a veces los tópicos nos acercan a la verdad– de una belleza estremecedora y de una profundidad insondable”.

En enero de 1971, con veintiocho años, recién casado y con su esposa embarazada de cuatro meses, es llamado a filas y destinado a la guerra colonial en Angola durante casi tres años. Llegó a África como oficial médico pero entró en combate como un soldado más. La experiencia de la guerra, reflejada intensamente a lo largo de toda su obra, le dejó una huella profunda:

“[…] Chozas rodeadas de alambre de púas alrededor de los cuarteles prefabricados, el silencio de cementerio de los comedores, casernas de cinc pudriéndose lentamente, bajábamos hacia las Tierras del Fin del Mundo, a dos mil kilómetros de Luanda, enero se acababa, llovía, e íbamos a morir, íbamos a morir y llovía, llovía, sentado en la cabina de la camioneta, al lado del conductor, con la gorra calada hasta los ojos, el vibrar de un cigarrillo infinito en la mano, comencé el doloroso aprendizaje de la agonía”.

Con trece años tenía escritas sus obras completas. Orgulloso, se las mostró a su madre quien le reprendió y le instó a estudiar algo de provecho con lo que poder ganarse la vida. Finalmente, Lobo Antunes, el mayor de seis hermanos, todos varones, estudió, por imposición paterna, medicina y ejerció como psiquiatra durante años. Maria José (Zé, así la llamaban familiarmente), su primera esposa, fue el amor de su vida. Años después de su separación a ella le diagnostican un cáncer terminal de riñón y António vuelve a la casa familiar donde pasan juntos esos últimos cinco meses.

“Sé que es una situación difícil de entender, pero a pesar de lo terrible que fueron esos días también fueron días muy felices.”

El amor incondicional de Zé y su confianza en el talento que tenía como escritor fueron pilares fundamentales en los inicios de su carrera. Con estas palabras expresa el escritor el sentimiento que le ha acompañado toda la vida por haberse separado de Maria José: “Fui un estúpido porque me separé, gustándome ella, para vivir solo y deprimido”.

Un libro de Lobo Antunes no se puede contar, no hay manera. De infinitos matices y recovecos, cualquiera de sus obras requiere la máxima atención por parte del lector. En su búsqueda sincera por llegar hasta lo más íntimo, lo más profundo o, por mejor decir, lo más insondable de la condición humana, explora, sin concesiones, todos los rincones de su alma. “Un libro bueno, o un poema, es el que llega al corazón del corazón.” Su vida y sus libros se entremezclan y conforman su cotidianeidad. Escribe todos los días, todas las horas que puede. Y cuando no lo hace tiene la sensación de estar robando tiempo a su escritura, es decir, a su propia vida.

Quizá se pueda resumir su vivencia de la literatura en la respuesta que le dio a María Luisa Blanco ante la siguiente pregunta:

–¿Por qué se escribe?
–Pregúntale a un manzano por qué da manzanas.

Asomarse a la obra del narrador luso es descubrir, a través de sus circunloquios y personajes, un mundo interior en continuo movimiento. Sin embargo, a la vez, como si de una realidad paralela se tratara, se asiste a una suerte de suspensión del tiempo en donde, en un estado de casi somnolencia, afloran recuerdos, sueños, fantasmas, sombras… Sin perder el rumbo en ningún momento, Lobo Antunes nos conduce a través de ese estado de ensueño sin permitir que nos precipitemos en el sueño profundo. Mantiene ese espacio de sombra sin retirar la luz del todo. La sombra no puede vivir en la oscuridad absoluta. No hay sombra posible sin algo de claridad en la que proyectarse. En ese equilibrio, en el contraste necesario para visualizar cada matiz, habita el universo literario de António Lobo Antunes.

Este navegar por las emociones de sus protagonistas obliga al lector a una introspección en su propia intimidad. En esa interioridad, en ese espacio común, es donde se conecta con el mundo “loboantuniano”. A partir de ahí es cuando ese delirio que parece su obra en una primera instancia cobra sentido y se revela en toda su dimensión.

“Cuanto más avanzo, más problemas tengo y más difícil y lento es mi trabajo, porque cada vez corrijo más y aumentan mis dudas. […] Creo de verdad que no tengo talento literario. Lo que otros consiguen con facilidad yo lo consigo con mucho trabajo.”

Un escritor es alguien que sufre mucho, reflexiona Lobo Antunes, porque escribir es algo muy difícil. Para el lisboeta, los escritores en general y los grandes autores en particular tienen una enorme sensibilidad que, a su vez, los convierte en seres de una extraordinaria fragilidad. Por ese motivo se debiera cuidar mucho de los escritores. Ellos son, en cierto sentido, quienes nos dotan de dignidad como seres humanos. De alguna manera son ellos (los artistas en general) los que provocan que nos levantemos sobre nuestras sombras. Son las obras de arte las que nos dignifican como hombres y ellas sean, probablemente, la única victoria que vamos a lograr sobre la muerte.

Eduardo Garrido

Editor y periodista, ha sido durante más de veinte años director y responsable de innumerables proyectos en las más conocidas editoriales del país: Anthropos, RBA, Círculo de Lectores, Salvat, Paidós, etc. Fue editor para España (Salvat) de las guías de viaje Le Guide du Routard, Hachette, París. Editor de la colección de “Clásicos italianos” dentro de la obra Biblioteca Universal del Círculo de Lectores, proyecto considerado de interés cultural y educativo por la UNESCO. Asimismo, ha sido redactor-jefe de la revista Historia y Vida, publicación con la que colabora actualmente.

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