Entre los pasillos laberÃnticos de una biblioteca olvidada deambula lentamente un anciano de aspecto cansado. Está ciego. Pero aun asà recorre los volúmenes polvorientos que se aprietan en las estanterÃas. Los recorre con sus dedos ya algo torpes, con sus manos acostumbradas a soñar tigres indomables y hermosos, como si sus yemas envejecidas pudieran leer los lomos cubiertos por la mugre digna que le conceden los años a los libros.
Escoge uno con sumo cuidado y lo abraza contra su pecho. Despacio, muy despacio, comienza a caminar por una galerÃa hexagonal en cuyo centro hay un pozo de ventilación cercado por una baranda. Con el instinto propio de quien está acostumbrado a la oscuridad, se dirige sin tropiezo hacia una de las mesas que habitan, silenciosas, la casa de las palabras. Abre el tomo con actitud decidida, como si supiera lo que ha de encontrar.
Su olfato entrenado distingue un perfume conocido: el aroma del papel ardiendo. Por un instante, piensa en huir, en pedir auxilio, aunque sabe que está solo en la biblioteca, que todos estamos siempre solos en la biblioteca. Luego comprende que la muerte ha llegado para coronar su vejez y se queda esperando a que el fuego venga a buscarlo.
La página abierta le ofrece un fragmento de uno de sus autores favoritos: “And if he left off dreaming about you, where do you suppose you’d be?â€.
Puede sentir cómo las llamas se acercan cada vez más por el crepitar de las hojas. Percibe un tenue calor sobre su piel cuando lo tocan, pero no consumen el ajado cuerpo, no lo hieren, no lo queman. Tarda en comprender. Sus labios dibujan una sonrisa algo irónica. Al darse cuenta. Al ver, finalmente, que también él es tan solo una sombra, una apariencia.
Natalia González de la Llana Fernández
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