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Pokémon aullando en el despeñadero

El periodista peruano J. J. Maldonado se adentra en la contracultura y la épica millennial en 'El amor es un perro que ruge desde los abismos' | Foto: Pixabay

La elección del título es uno de los primeros mensajes en la comunicación que el autor establece con el lector. En España, hace tiempo que la corriente dominante la forman una serie de rúbricas mínimas (apenas un nombre: Crematorio, de Rafael Chirbes), sustantivos precedidos de artículos indeterminados, también llamados indefinidos (al estilo anémico y un tanto abatido de Un amor, de Sara Mesa). Se evita anunciar así, según lo veo, la ambición de decirlo todo, la pretensión de universalizar los predicados que el tema de la novela suscita. Se suaviza el tono pero también se sortea un cierto riesgo: el que acecha a los que se alejan de los invisibles códigos editoriales establecidos.

Con toda su rotundidad metafórica y el eco de las intensas letras de Jim Morrison, ciertos relatos (algunos desagradables) de Patricio Pron, la poesía de Charles Bukowski o el célebre gusto de Carson McCullers por los títulos largos (The Heart is a Lonely Hunter), El amor es un perro que ruge desde los abismos –el título de la primera novela del joven escritor y periodista peruano J. J. Maldonado– se sitúa en las antípodas (casi literalmente) de las rúbricas más pálidas a las que arriba hacía referencia para bramar con todo el vitalismo pero también con todo el riesgo de la juventud.

En lo que tiene de hiperbólica, la imagen del amor como perro que ruge desde los abismos levantó en mí (como crítico) un tipo de prevención asociada a la desagradable familiaridad con las distintas claves del mainstreaming de la literatura entendida como mercadotecnia de público, sensibilidades e ideas. Afortunadamente para mí, (como lector), de inmediato recordé una de las bellas reflexiones que el poeta, ensayista y crítico literario W. H. Austen volcó en la ineluctable La mano del teñidor:

«¿Cuál es la función del crítico? Acercarme a obras o autores con los que no estaba familiarizado hasta ahora; convencerme de que he menospreciado determinadas obras o autores porque no los he leído con la suficiente atención; mostrarme relaciones entre obras de distintas épocas y culturas que nunca habría podido descubrir por mi cuenta porque no tengo conocimientos suficientes y nunca los tendré; ofrecerme una lectura de la obra que acreciente mi comprensión de la misma; arrojar luz sobre el proceso de construcción artística, y arrojar luz sobre la relación entre el arte y la vida, la ciencia, la economía, la ética, la religión, etcétera. Los tres primeros exigen erudición, los tres siguientes un grado mayor de perspicacia, cuando las cuestiones que suscita el crítico son nuevas e importantes».

Emecé cruz del sur

Decidido a familiarizarme con una novela que se iniciaba con un frontispicio tan solipsista como bien conocido por mí (A mí) y que detrás de una cubierta épica (de nuevo el paratexto) empezaba a acumular experiencias urbanas de un juventud condenada a la marginalidad de un bloque de viviendas del extrarradio de la capital de Perú al ritmo de códigos de barrio y freestyle, experiencias y sonidos tan alejados de los temas y los tonos a los que la clase-baja-media o clase-media-trabajadora estamos acostumbrados por aquí, pronto entreví que lo que tenía entre manos no era una prosa milenial más o menos afligida, ni un elenco de peripecias miserabilistas sino un estupendo ejemplo de la formidable capacidad que tiene la literatura para acompañar esa relación entre el arte y la vida de la que hablaba el bueno de Austen. Al mismo tiempo, la feliz derrota del prejuicio generacional, clasista o temático, (más allá de la cuita inicial con el título) no solo me estaba permitiendo descubrir a un estupendo y prometedor escritor sino certificar esa capacidad que la historia universal de la novela de tanto en tanto exhibe: desvanecer las fronteras territoriales, levantar obras de ingeniería pontonera entre generaciones, lograr un cosmos abierto y a la vez secreto, cosmopolita y al mismo tiempo muy particular.

J. J. Maldonado (Lima, 1990) es periodista (RPP Noticias, El Comercio, La República y otros medios), es autor de libros de relatos como Los Buguis (2015) y mantiene —eso pronto aceleró aún más mis simpatías— la sana, pero en España rara, costumbre de no limitarse a escribir ficción sino a reflexionar sobre la ficción de los otros en forma de artículos y reseñas literarias que dan cuenta no solo de su sólida formación cultural, sino de una imprescindible y honesta curiosidad intelectual.

Al modo canónico de las novelas de formación, (entre la Bildungsroman y el coming of age) la trama se inicia con la pérdida de uno de esos eslabones que permiten mantener un pie en la infancia: tras la muerte de la madre, aligerada por un episodio digno de la mejor comedia física o slapstick (el porrazo del joven contra el ataúd y la confusión subsiguiente) el lector asiste a las aventuras de supervivencia pero también o sobre todo, de superación (frente a la Kultur, el término Bildung tiene que ver con una suerte de cultivo interior en un sentido metafórico y acumulativo de la cultura) de Diosito.

La elección del nombre, Dios, o su diminutivo parece otra audacia feliz (la novela está escrita en primera persona): el joven protagonista trata de ordenar y en cierta forma dotar de sentido al universo particular (en gran medida infernal) del bloque del Callao. En el retrato exagerado, intermitentemente efectista, la omnipresencia del abuso y del vicio, del embrutecimiento y lo grotesco limitan, sin embargo, el poder re-organizador de Diosito. Tal es la profundidad del daño estructural de las políticas socioeconómicas que afectan a las zonas vulnerables de las reconocibles urbes del capitalismo tardío. La forma en la que Dios –el personaje creado por J. J. Maldonado– ilumina la miseria material y espiritual que le rodea revela, paradójicamente, una absoluta impotencia.

La posibilidad de una nueva responsabilidad repentina no buscada funciona como una suerte de simetría vital (la hipótesis de la paternidad se asoma de inmediato tras la orfandad) y esa circunstancia junto a la búsqueda de trabajo a la que da lugar permite cierto distanciamiento desde el que elaborar la descripción externa de una serie de personajes entre los que destaca el grupo de los Big Boys y el poeta Smiley, de otro lado, las Heathers, una pandilla de jóvenes falsa o al menos solo fugaz y conmovedoramente empoderadas. Drogas, bicicletas BMX, trap, prostitución y violencia callejera es el entorno del que no solo Diosito sino toda una generación necesita escapar. La amistad de los pares, salpicada de humor y momentos de emotividad en medio de la degradación social y ambiental evocan tanto clásicos como el Huckleberry Finn de Mark Twain como la picaresca de El lazarillo de Tormes.

Y es justamente la evocación de esa serie de referentes culturales –expresados ora en diálogos cortos y eficaces, ora en metáforas poderosas («una macilenta luna con pinta de un enorme diente podrido»,  los despojos de chatarra como «elefantes durmiendo a la intemperie») ora en finas subordinadas muy bien adjetivadas– más allá de la cultura de masas (de Los Simpson a Pornhub, del anime a la serie Z), lo que dota a esta novela no solo de un equilibrio muy singular sino también de un tono superador de los lugares comunes, tanto de la escatología, como de la denuncia social. La violencia, el tiempo y la sueva perpetuidad de un presente sin futuro, el «aceite de la noche», la miseria, la marginalidad de la periferia ceden protagonismo a una forma de mirar que supone a la vez una manera enérgica de contar: el juego de la información (lo que Oscar Tacca dice de Balzac en Las voces de la novela) fluye con precisión, el lector sabe más que el narrador (el episodio del «embarazo) y en general, el personaje de Diosito levanta simpatías justamente porque Maldonado sabe escapar de la gravedad y de la solemnidad a las que el tema de la miseria parecía avocar.

El humor como escape a la pobreza, la vitalidad como arma contra la humillación ecopolítica: Ciudad de M de Felipe Degregori es solo una del sinfín de referencias entre la cultura de masas y la cultura popular: las páginas híbridas de Internet, las letras del rapero de Albacete Ignacio Fornés Olmo aka Nach, la joven actriz porno Dillion Harper, Leopoldo María Panero (el intenso), los deportes extremos, Snoop Dog (del muy disgusting Gansta Rap), Kentucky Fried Chicken, South Park, Pokémon, Dragon Ball Z o el «violador del verso» Kase O., pero también algo de providencia dickensiana, mucho del clásico de Salinger El guardián entre el centeno y una voz personal.

Poemas en prosa sobre billetes de diez soles, jóvenes que solo se tienen a sí mismos, pulverización neoliberal de la simpatía y los afectos, caos sobre caos. El sexo se muestra de forma sucia, muchas veces sórdida, pero nunca con morbosidad (otro punto a favor de Maldonado). Los pobres no conocen otra forma de prostitución que la trata y esa explotación sexual literal y afectiva que empieza a rodear a Diosito, al punto de entrar en su misma casa con naturalidad y determinismo social, actuará como lento detonante de una reacción moral (en un final trepidante, entre el monólogo interior a la Joyce y la suspensión de la verosimilitud propia del cine de Walter Hill).

Quien espere una crítica social institucional en clave política no la encontrará: los jóvenes demiurgos como nuestro simpático protagonista gozan de libertad para transformar sus cuerpos, –en el mejor de los casos sus cabezas– apenas para transformar su vida y ninguna para operar sobre las estructuras políticas y socioeconómicas bajo las que se desenvuelven.

Efectivamente, porque si el bloque se describe pronto como una jaula, el comportamiento salvaje de los semejantes lleva al ensueño de una vida mejor pero también a la constatación de la imposibilidad de conseguirlo desde las instituciones públicas. El autor logra que la novela atrape, que la historia nos interese y que el destino de todos nos concierna. Nos importa qué sucede al personaje, pero si eso no fuera suficiente El amor es un perro que ruge desde los abismos contiene lúcidos apuntes sobre arquitectura urbana (el barrio como «la prisión más cruel») y metaliteratura (los versos de Crook, la escritura como mezcla de imaginación y soledad).

Caen también del lado de los aciertos de estos rugidos, el simbolismo en todas partes (Diosito accede a un trabajo de limpieza tras un hilarante proceso de selección y acaba en contacto directo con la mierda), la reflexión sobre las imperfecciones del cuerpo (frente al dictado de Instagram), la perversión de los sueños de la infancia, la trampa en el trabajo de técnico de animación en una empresa clandestina de hentai (anime porno), los guiños modernos y posmodernos, los referentes cinematográficos integrados en la trama (algunos excesivos como los que se toman de Attack The Block, la formidable película de Joe Cormish), la vida como una snuff movie.

Destaco por último de ese paseo entre ladridos, el juego metafórico de las escaleras, el vacío de las terrazas, la insistencia con que la luna se abate sobre los solares, la luminosa aparición del escorpión Satanás, un contrapunto ontológico que da lugar a una de las más lúcidas descripciones de la novela:

«[…] Entonces cogí a Satanás, con su magnética arma en la punta de su cola, tan imponente e ilegible como siempre. Parecía observarnos desde el fondo del envase con un silencioso odio, con una premeditada fiereza que tensaba la piel. Pude percibir en su postura de combate un acre sentimiento de rechazo hacia todos nosotros y, en los movimientos de su punzón, una pureza de maldad casi transparente que le daba una misteriosa humanidad».

Novela muy visual, de un ágil ritmo generacional (lo vimos hace poco en el relato de Paulina Flores (Chile, 1988) seleccionado en Granta, humor feroz, ironía inteligente que irriga la trama de los días no solo en el extrarradio limeño sino en el extrarradio del mundo globalizado, sentido lúdico de la literatura, golpes de genio, guiños a la novela de artista, lirismo de plantas ruderales (las que crecen en los márgenes de las aceras, en las grietas del asfalto). Jerga y futuro.

Jesús García Cívico

Jesús García Cívico (Valencia, 1969) es profesor universitario, crítico de cine y escritor. Colabora con críticas culturales y literarias en distintos medios y es autor de los ensayos 'Chéjov en la calle 42: mérito y decepción' y 'La tortura: aspectos sociales y estético-culturales', el libro de narrativa breve 'Una casa holandesa' y la novela 'Singular'.

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