María Jesús Mingot | Foto cedida por la autora

Una luz interior el ser

/
María Jesús Mingot | Foto cedida por la autora

Aquel apartado estético que muestra a la poesía de la luz, y convierte a la poesía como forma de llegar hasta el conocimiento, es, ciertamente, una forma de situarse frente al oscuro caos, a la neblina que nos envuelve. Así, el poeta tiene como objeto indagar los mecanismos que expliquen el mundo. Por esta senda iniciática consigue guiar a los lectores, María Jesús Mingot en su tercer poemario, Aliento de luz, cuya tercera edición, debido al éxito de público, acaba de publicar Ediciones Vitruvio.

En unas palabras de la propia autora subidas al blog Palabra de Gatsby, comenta que:

«Para mí la literatura transita siempre por el territorio de la sombra, de la disgregación, de la fragilidad. Se aventura en los límites del lenguaje, que lo son de la propia vida»».

De ahí se desprende una poética que recorre el espacio poético que domina la existencia frente al desconcierto de la oscuridad; al cabo, la lucha de ser. Aunque a María Jesús le gusta indagar por otros terrenos ficticios como la novela o el cuento, fruto de esa indagación resulta la publicación cuento ilustrado, Un mundo en una caja (Gaesa. Guías Azules de España) y la novela que presenta este otoño, Los zapatos más feos del mundo (Gaesa). A fin de cuentas, otro instante de asombro.

Ediciones Vitruvio

El conjunto de poemas es presentado, limpiamente, sin citas que lo complementen, salvo las dedicatorias a seres queridos y amigos. No obstante, si el lector se detiene es capaz de vislumbrar ese horizonte literario que hay detrás, y así, distinguirá a José Ángel Valente, a Francisco Brines o a Luis Cernuda, por nombrar sólo a algunos de los poetas más importantes que cultivaron la corriente metafísica en España. Como aquellos, la escritora madrileña, Doctora en Filosofía, se sirve del monólogo dramático para expresar la soledad del silencio, la epidermis del dolor, la esperanza del amor y los desvelos del deseo de vivir y amar ante los embates del tiempo. En esa distancia recibimos, los lectores, la mirada perpleja del yo en medio de una atmósfera idílica, a la que interpela, como en el poema Lluvia: “Indivisible centro de vida temblorosa, / dime”.

La estructura encierra, asimismo, una cuidada reflexión. El libro está organizado en tres partes, donde se toma como eje la luz que cruza por la nostalgia y la ilusión, en Amanecida, la ensoñación y el deseo, en Elogio de la ceguera y el olvido o la ausencia, en La sombra de la luz. Aunque cada uno de esos reflejos, bien traídos por María Jesús, y, debido también a la cohesión entre los distintos poemas, pueden ser hallados, igualmente, en los distintos bloques. En cuanto a la extensión de los textos alternan los poemas de gran aliento lírico en dos páginas con los breves y concentrados en unos cuantos versos. La estructura interna de los poemas obedece a una idea bien organizada siendo frecuente que el poema aparezca dispuesto entre una y tres estrofas.

Teniendo como eje la luz son varios los poetas que se han acercado, ya sea de un modo intimista como Eloy Sánchez Rosillo (“!…Miro este día,/ su luz hermosa y tan interminable, / el cielo que entrecruzan los vencejos / con frenesí dichoso”), uno de los que mejores muestras han producido desde la dialéctica luz/oscuridad, como lo ha hecho también, Julia Otxoa dedicando versos a la composición de la luz y la sombra. O incluso aquel delicioso poemario de Amparo Amorós, cuyo objeto era el poema que de la sombra transitaba hacia la luz. Una poética, en el caso de María Jesús Mingot, que busca el hallazgo del ser que le rodea. Esta indagación del sentido de la existencia suele ser perturbadora. Se trata, por tanto, de una luz interior. Este sentido nos lleva más a situar a la escritora madrileña más cercana de la poeta Julia Uceda. Todo comienza por un acto de despojamiento, como puede leerse desde el primer poema, Amanecida:

«Una luz entra en el mundo de puntillas,
como una joven virgenque camina descalza por el cuarto,
donde su amado indiferente duerme.»

Todo tiene un aire nuevo al despertar, como muestra también la composición que cierra la primera parte, El alba encapotada. La recreación de un día distinto acompaña a una mirada pura, a una intacta prueba de amor al despertar. Esta idea de liberarse de aquello que ata al ser para mantener ese mirar nuevo es motivo de perplejidad y una idea mantenida expresada en la imagen de “andar descalza” y de la desnudez literal y simbólica; desnudez del ser y de la palabra en aras de una mayor libertad. El resultado se advierte en la belleza del decorado dramático del poema La tarea pendiente:

«Permitir que el ser ahí desnudo sea libre […]
Devolver a la fugacidad su relevancia hurtada.
Por una vez, que el verbo galope en su montura
y, agradecido, advierta la belleza
de cabalgar a solas este día.»

El yo cree en la palabra sin ataduras y halla su correlato en la naturaleza. Solo es útil aquella que anda suelta y es clara, como dirá en El rincón del artista (II): “Palabras sin secretos ni recodos / que van de boca en boca”. Así, la naturaleza que permanece pura (la duna, la espesura del bosque, la gota de lluvia, un copo de nieve o las hojas de otoño), halla su correspondencia con el ser, lo que provoca una serie de superposiciones semánticos en diversos planos, lo que posibilita hablar de temporalidad (“Tan desnuda como llegas al mundo, lo abandonas”, escribe en el poema El más bello anticipo).

A medida que el lector va leyendo, encuentra que el tono de los poemas, desde la suave armonía, se vuelve nostálgico al recordar el edén perdido de la juventud o de la infancia. Tal vez, porque el mundo es imperfecto, oscuro y habitan en él seres imperfectos, como la dueña adinerada que tiene un perro solo por aparentar (se encuentra en Un perro en la ciudad). De este modo, la reconstrucción de un mundo pasado cura las heridas (como encuentra en los Arrabales del amor). “Dónde te escondes, tiempo recién lavado de la infancia”, con estas palabras se abre el poema Jardín de infancia. Pero ese lugar de encantamiento es fruto no del recuerdo sino más bien de la ensoñación, como evasión, tal vez, de la rutina que impone los días. Dado que el yo asume que la oscuridad pueda envolverlo, su reacción es estoica, como puede leerse en el poema Bendito desapego:

“La belleza del mundo no habrá menguado nada tras mi ausencia.
Y así voy hacia el sueño,
celebrando en silencio el hondo desapego de esta vida,
y su embeleso ciego por lo nuevo.”

La parte central del libro, y curiosamente, la más breve o condensada, Elogio de la ceguera, supone también el núcleo, el intermedio en el que se sitúa –nos situamos–, entre la caída y la exaltación, aquello que fertiliza y emerge, recogiendo la metáfora que aparece en el poema Caer en gracia, que se muestra como uno de los mejores, donde se recoge el deslumbramiento que nos causa la perplejidad, presentándose allí los distintos rasgos de la poética de la fragilidad de lo cotidiano (“Anhelamos permanecer a ciegas, vivir a tientas, habitar en lo oscuro, / que no se haga de día hasta el final”).

El sujeto lírico aparece entre un yo y un nosotros, pero también se muestra en una niña o niño que juega, como en Memoria o Pintando sobre vapor de agua. Otro de los grandes poemas es el que encierra un apóstrofe realmente significativo, la voz poética se dirige mediante un vocativo presentado como inicio; poesía contemplativa, al cabo, que resulta elocuentemente reflexiva, en La sombra del árbol: “Árbol, tu silenciosa entrega me conmueve”, y ese preciado instante, entonces, debe congelarse: “El sol puede esperar”.

Al introducirnos en el poema que cierra esta sección, Plegaria, percibimos que el yo que despliega la oración está recibiendo toda la luz, constatando, a la postre, su identidad en total correspondencia con la naturaleza, despojada de atavíos. Son muchos los versos que valdrían de ejemplo: “Chapotean dos tobillos desnudos en la orilla. / Las olas se demoran donde la flor se abre”, “Absorta está la mar y la mirada en su danza nativa, / mientras ella está ausente, / toda aliento de luz, gozo sin ornamento”, o  “Sobre la arena un hombre contempla / las sombras que camina / y las que se demoran, deslumbradas por ella”. Tras el territorio natural el sujeto se mira desde adentro construyendo un mundo que, seguramente, sea distinto al que soportamos en nuestros días. Leyendo estos versos se entrecruzan otros, como los de Miguel Ángel Velasco, que dicen: “Más allá de defensas, por encima de astucias, / todo asiente, entregado a una oscura obediencia.”

Ya en la tercera sección la fugacidad del ser y el olvido dejan paso a una serie de poemas más desesperanzadores, y, en consonancia, el tono se vuelve elegíaco. El yo toma conciencia de la muerte (“Hasta la muerte es eco para el Tiempo”, concluye el poema Lo impar y solitario), que se presenta extraña de tan terrible. Se sitúa entonces cera de lo oscuro, donde todo esfuerzo parece inútil en la noche. Aunque la noche puede simbolizar también momento de palpito, como ocurre en el poema Sed de noche (“En la noche, / por unas horas las tinieblas aúnan los latidos / y se escucha / cómo mana el silencio, / como calla la fuente de la vida”). Bajo el dominio del silencio queda el sobrecogimiento (“El silencio es una respuesta que se destila eternamente”, puede leerse en el poema La respuesta inabarcable). A este respecto, son notabilísimos los poemas Deshielo, Páramo y el dedicado a la memoria de su hermano, proporcionadamente emotivo, Siembra.

Todas estas reflexiones aparecen desplegadas en metáforas que enriquecen el texto, llevando a los lectores a un universo fácilmente identificado a poco que mire adentro. Como los pensamientos filosóficos, los textos poéticos se presentan condensados gracias a diferentes procedimientos morfosintácticos y semánticos, entre los cuales subrayamos las elipsis verbales y las imágenes visuales. Las composiciones contienen un poderoso ritmo interior gracias a que los versos, predominantemente endecasílabos blancos, heptasílabos y alejandrinos, se alían formando un discurso armónico. Los tres sonetos están bien cohesionados en cada una de las partes, formando partes de una unidad donde todas las piezas encajan a la perfección: idea y forma, verso y pensamiento.

Aliento de luz es un poemario bien apuntalado por María Jesús Mingot, donde se escudriña el ser con una mirada interior que el lector hará suya. Se trata de una entrega lírica que, de ser degustada sin prisas, experimentará el goce que se halla oculto en las palabras. En cada poema, una ensoñación, un signo de luz, una experiencia derramada.

Jesús Cárdenas

Jesús Cárdenas (Sevilla, 1973) es autor de los libros de poemas: 'La luz de entre los cipreses' (Ediciones en Huida), 'Mudanzas de lo azul' (Vitruvio), 'Después de la música' (Cuadernos del Laberinto), 'Sucesión de lunas' (Anantes), 'Los refugios que olvidamos' (Anantes) y, junto a las imágenes de Jorge Mejías Garrón, 'Raíz olvido' (Maclein y Parker). Algunos de sus poemas han sido reconocidos con algunos premios. Ha escrito ensayos sobre importantes escritores españoles: Juan Ramón Jiménez, Machado, Vicente Aleixandre, Ramón Gómez de la Serna, entre otros. Como crítico literario de poesía ha colaborado en distintas revistas literarias. Pertenece al Circuito Literario Andaluz. Algunos de sus textos se han traducido al inglés, francés e italiano.

Deja una respuesta

Your email address will not be published.

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.

Previous Story

Poesía reunida

Next Story

El arte del ‘making-of’, desde Poe hasta Orejudo

Latest from Críticas

La memoria cercana

En 'La estratagema', Miguel Herráez construye una trama de intriga que une las dictaduras española y

Adiós por ahora

Eterna cadencia publica 'Sopa de ciruela', volumen que recupera los escritos personales de Katherine Mansfield