Uno escribe sabiendo que por los cráteres de la página se despeñarán, inevitablemente, las imágenes, los mares y las voces. La historia de la escritura es la historia de la imposibilidad. Uno escribe para comunicar algo que, en esencia, es intransferible. La escritura es una botella llena de agujeros por los que se derrama el lÃquido de oro de la memoria. Sólo podremos atrapar, en cuencos negros, algunas de los resquicios que brotan de la fuente improvisada. El dibujo, el canto y la lÃnea curva, llenarán de agua nueva el recipiente, con el delÃrium trémens de la distancia.
Volvemos de Isla de Pascua, Rapa Nui, magnetizados por el milagro verde que brota en medio de un PacÃfico hostil y transparente. Neruda, en su libro La rosa separada, nos habla de las “estatuas que la noche construyó y desgranó en un cÃrculo cerradoâ€. Y es que los moáis, las imponentes estatuas de roca volcánica que recorren quietos la isla, son ojos vacÃos y vivos, narices en punta, barbillas que callan su misterio, conservando el ritual de sus ancestros. Algunos, descartados por algún exigente rey tribal, han quedado tumbados al lado de la cantera, donde nacen los rostros de la piedra. El manierismo polinesio, levantado en plataformas rituales, es, asÃ, de saliva antigua, de una lava seca que ha sorteado guerras y colonialismos. El camino camina en un viejo fuego de basalto y obsidiana.
“Te pito o te henuaâ€, o “el ombligo del mundoâ€, ha impregnado de pintura blanca los cuerpos de los nativos que danzan conscientes de su pasado mágico. Ésa es, pues, la alquimia, hecha de código abierto, de una civilización de hipótesis y pukaos, los moños rojos -el poder rojo del recuerdo- que copan algunas de las estatuas de Pascua.
El viento y la espuma golpean a Rapa Nui y sus silencios, mientras los caballos negros, sigilosos, pasean por la carretera artesanal de la Historia. La luz azul es la noche de una playa bañada de acentos y altura. El nombre es Anakena.
El clan y la dinastÃa, la familia sin árbol, las ausencias, un grito que llega fuerte desde la piedra rascada, y el poeta chileno, ya en trance, se despide de Rapa Nui como un animal marino, “párpado de platino, crepitación de sal, alga, pez tembloroso, espada vivaâ€, con una soledad que retumba en las paredes de un cielo sin cortinas.
Y uno, pese a ese salmón escurridizo que es el párrafo, escribe. Y viaja. Y sonrÃe, solo, ante el volcán Rano Raraku. Todo es acantilado.
Texto publicado en La Fábrica (Garúa, 2014).