Pablo Seguí | Foto cedida por el autor

Tocar tierra firme

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Pablo Seguí | Foto cedida por el autor

El poema se llama Navegación solar, es el segundo de Otro verano y éste, y alguien en él —el poeta, se supone— repasa en veinticinco líneas su relación con la escritura: ahora, este momento en el que el poema está situado, cuando las palabras, ya no “heridas por el morbo”, “regresan livianas, mansamente a su seno”, cuando el que habla o escribe puede hacerlo “sin temer que cruja el corazón” y dispone ya de “dulce libertad y un horizonte abierto”, es un momento muy particular, el de la llegada a una madurez. O a una calma o serenidad, como la de quien despertó de un mal sueño o abandonó las brumas de una vida falsa, que en este caso sería cierta soberbia de hombre de letras, cierto autosatisfecho regodeo en las palabras que las desvincula del mundo y de los seres que lo habitan. Ahora, entonces, libre ya de la avidez y de la desmesura de los tiempos en que “abjuraba del sentido”, la vida se le aparece a quien habla en el poema con la misma serena levedad con que le llegan las palabras, y es la “sucesión de pasos en la ruta/ del que ve que las cosas, más allá del probable/ desatino, son sólo múltiples ocurrencias del tiempo”. De lo que se trata es de aceptar que el mundo sea lo que es, tal como lo va modelando el tiempo, a la manera de las aguas de “un río invencible”, y por esas aguas el lector llega a las últimas y definitorias cinco líneas:

“Que en adelante sea lo mejor navegar/ en busca de más sanas provisiones, y hacer/ del día y de la luz un emblema que nutra/ versos que deberían mirar con más frecuencia/ ese grácil cardumen, esa playa, estos remos.”

Desde ese lugar me parece que está escrito este libro, y que la “navegación” es la tarea que le propone al lector, o la que Pablo Seguí hace suya como poeta: mirar con más frecuencia, bajo la luz del día real, el río de la vida o el mundo, y el lugar que a uno le tocó en su navegación.

Barnacle Ediciones

Lo que de entrada me atrajo en la poesía de Seguí es su consistencia, y quiero decir, cuando digo “consistencia”, eso que a uno le ocurre cuando, apenas se encuentra con un texto poético, tiene la sensación de que “acá hay algo”: no solamente la evidencia de que el autor domina sus instrumentos sino la de que esa palabra es una realidad con vida propia, con “personalidad”, que responde a sus propias razones de existir. En Otro verano y éste encuentro también algo que antes no aparecía o aparecía apenas esbozado, y que hace de su lectura una experiencia muy particular: el hallazgo de una manera de situarse ante el mundo, de algo así como un arte de vivir al que uno va accediendo como quien empieza a tocar tierra firme.

Hay algo de diario personal en esta serie de poemas, como si estuviéramos ante la libreta de apuntes de un espíritu desvelado. Prácticamente todo Otro verano… es una interrogación a la vida, a la que se vivió y a la que se vive, en busca de pequeñas revelaciones, de atisbos de sentido, y todo el libro, desde el primer texto hasta el último, lo pone a uno ante situaciones en las que el pensamiento, enfrentado a la vida concreta, la revisa y se revisa, llevándolo a uno en esa tarea a adoptar, al menos mientras lee, cierta posición, la que describen las líneas finales de Navegación solar y que de otro modo, más sintético y menos explícito, aparece ya planteada en el primer poema, Serenidad: mirar lo que hay, sin exigirle nada, alivianándonos de las reservas y los imperativos que nos separan del mundo concreto, como condición para vivir mejor en ese mundo, el único que existe, pero también para que exista el poema.

“¿Nosotros? Sí: miramos/ las cosas como por/ primera vez, y nos/ extasiamos y las/ celebramos: algo hubo/ que apareció sin más,/ resplandeciente y vivo,/ fastuoso en su humildad./ (…) ¡Ah, mirada que, obtusa,/ deprecia porque ignora/ cada relumbre o ser/ que yace: primitivo,/ y terrible, y ajeno!”.

Todo lo que uno podría decir al respecto, en realidad, ya lo dice ese poema, La mirada, y si insisto es porque me parece imposible leer en serio este libro sin que se vea uno envuelto en la búsqueda que propone, llevado a hacer de alguna manera suyos sus interrogantes y sus hallazgos.

Seguí no exalta las cosas, las situaciones o los seres del mundo: los atesora en los versos, como si los atesorara en la memoria, pero no a la manera de quien se complace en registrar o de una tarea de dar cuenta de “lo que hay”, sino para interrogarlos y ser interrogado por ellos. No es esta, por lo tanto, una poesía “objetivista”, o al menos no coincide con lo que en Argentina suele llamarse “objetivismo”, aunque se le parece, por ejemplo, en la aceptación de lo que Seguí llama “el sentido” y en la relación distendida entre texto y lector que propone.

Tampoco el rótulo de “coloquial” le cabe exactamente, aunque a Seguí no le disgusta, o en todo caso hay sí algo de coloquial en la llaneza del tono y en el aspecto de diálogo o monólogo que adopta el discurso, pero no aparecen los guiños que sugieren proximidad o empatía con el lector ni la utilización de términos y modalidades propios del habla de un lugar y una época. Es cierto que aparecen expresiones como “cargoseás”, “querés”, “decile”, “de un saque” o “macana”, pero también “falaz” y “silente”, y en vez de “vacío” se escribe “huero”, y “salaz” en vez de “lujurioso”. Lejos de cualquier efecto de naturalidad, como los que propone el coloquialismo, el lector tiene que detenerse a cada rato para considerar las palabras que va encontrando: por qué, por ejemplo, el que habla en primera persona en Umbral que atravesamos, dice “vagido incierto” para referirse a sí mismo, y al mencionar la actitud orgullosa de la mujer amada en Otro verano y éste la llama “respiración que canta”. El recurrir a palabras que no son las usuales, o a modos inesperados de presentar las cosas, hace que a las cosas y a los hechos los veamos extrañados, sin reconocerlos del todo, o como si debiéramos aprender de nuevo a mirarlos, a lo que se suma que a las palabras mismas las vemos con extrañeza. Hay en la lectura un placer de apreciar las palabras y de paladear lo que ofrecen, una fruición de verlas hacer su trabajo, de percibir cómo llegan, cada una con su propia singularidad irreductible, y se sitúan en el verso y se relacionan entre sí, y de descubrir lo que se suscita en ese aparecer y en ese relacionarse, siempre extraño, incapaz de adecuarse a lo que uno espera o sabe.

La de Pablo Seguí es una poesía de la extrañeza, y algo muy singular en ella es cómo consigue articular una escritura francamente artificiosa —que no oculta su carácter de artificio— con una apuesta a la comunicatividad, una voluntad de “decir algo”. Es que, aunque ahora esté interesado en “decir”, no por eso Seguí deja de pensar a la poesía como siempre la pensó: un poema es, sin excepción y antes que nada, construcción verbal, objeto estético hecho de palabras. El lenguaje no puede con la realidad, y por eso se dedica a ser la realidad del lenguaje, y es a esa segunda realidad que le toca dar cuenta de la primera y confirmarla, sacarla de la disolución en lo ya ocurrido, y no tiene modo de hacerlo si no es a través de su realidad como materia verbal, que existe por sí misma. Abjurando del sentido o no, mesurado o desmesurado, nada puede haber en el poema que no esté sometido a las leyes de la organización poética, entendida en este caso como administración del ritmo y como un arte de la disposición de vocales y consonantes: desde el principio al fin, Otro verano y éste está escrito en versos medidos, todos, excepto en un par de casos, endecasílabos y heptasílabos.

Si es cierto que escribir es en Seguí una manera de pensar, ese pensamiento requiere, para materializarse, algún orden formal: esta poesía es pensamiento sometido a una disposición métrica, sometimiento que, lejos de coartar al pensamiento, es lo que lo incita a ir por más. Las demandas que impone o las vías que abre “lo musical” de la escritura llevan al pensamiento a horizontes insospechados: en la tarea de encontrar las palabras y los modos de decir que encajen en las siete u once sílabas, con los acentos puestos en las sílabas que correspondan, irrumpe, reclamado por ese condicionamiento, un adverbio que difícilmente uno haya encontrado antes, “humeo negramente”, y las cosas del mundo pueden verse “como canoas grávidas flotando/ en medio del presente”, y el presente como un “Mare Nostrum”. Lo imprevisto aparece, a la manera de una iluminación o un llamado a estar despierto, como si fuera la respiración del verso lo que lo hace manifestarse.

“Las palabras ¿qué pueden?”, se pregunta un decisivo poema de este libro: “¿Qué haré con ellas? ¿Qué / me permite mezclarlas,/ cortar, alzar? Y tocan/ manos impredecibles/ muchas veces. Cubil/ que guarda inesperados/ lobeznos y maderas./ Francas o resentidas/ oraciones: del fondo/ de una caverna surgen/ liberados esclavos,/ murmuradores. Vieja/ cornucopia la voz.”

Revelaciones surgen de esa cornucopia, fogonazos de realidad viva que reordenan todo: la mujer amada es entonces “Materia inexplorada de que podría hablar/ hasta el fin de los tiempos”, la mano que la mano de uno busca por las noches es “el mayor tesoro/ el más hondo sentido”, y el tiempo, “ese gato indolente que duerme allá en la mesa”, es “fiel deriva” y a la vez “buey que pasta sin apuro”. Nada es del todo lo que se suponía que es, todo puede ser también otra cosa y adquirir otras irradiaciones para que la inteligencia y la sensibilidad del lector puedan ejercitarse. “Tomá/ cada ser al alcance/ de tu mano y con tino/ sopesalo”, propone, en su intento de resumir la propuesta de vida a la que responde el libro, el poema La copa de las horas, y esa es también la tarea, y el juego, y el disfrute, y la aventura, a los que Otro verano y éste nos convoca.

Daniel Freidemberg

Daniel Freidemberg nació en 1945 en Resistencia, República Argentina, y reside en Buenos Aires. Libros de poemas: ‘Blues del que vuelve solo a casa’ (1973), ‘Diario en la crisis’ (1986), ‘Lo espeso real’ (1996), ‘La sonatita que haga fondo al caos’ (antología, Santiago de Chile, 1998), ‘Cantos en la mañana vil’ (2001), ‘Noviembre’ (2006), ‘En la resaca’ (2007), ‘Sonidos de una fiesta ajena’ (antología, 2012), ‘Antología poética’ (2015), ‘Abril’ (2016) y ‘Días después del diluvio’ (antología, Barcelona, 2018). Ensayo y crítica: ‘La poesía del 50’ (1982), ‘La palabra a prueba’ (1993) y ‘Cómo se escribe un poema’ (en coautoría con Edgardo Russo, 1994). Es autor de 16 antologías de poesía, en su mayor parte argentina y latinoamericana. Tiene ensayos sobre poesía incluidos en numerosos libros, y una vasta trayectoria como crítico en el periodismo cultural y en revistas. Cofundador de la revista ‘Diario de Poesía’ en 1986, integró su Consejo de Dirección hasta 2005.

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