Pierre Drieu la Rochelle | Foto: José J. de Olañeta

Interludio romano

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Pierre Drieu la Rochelle | Foto: José J. de Olañeta

«Me he aburrido con la mayoría de las mujeres, salvo con aquellas a las que solo he visto una o dos horas, desnudas, en una cama. Las mujeres son aburridas porque hablan. O charlatanean, lo que es un mal menor, o repiten con mayor o menor habilidad lo que han escuchado de los hombres. Exceptúo algunas mujeres nórdicas y algunas judías siempre en tensión frente a ese defecto de su sexo. Exceptúo también, naturalmente, las mujeres que he amado, que son infinitas, inagotables, lujuriantes galerías de espejos y ecos.»

Interludio romano, editado en el volumen Histoires déplaisantes (1963) forma parte del fondo de obras póstumas e inacabadas que dejó el novelista, ensayista y periodista Pierre Drieu la Rochelle en el momento de su suicidio el 15 de marzo de 1945. Es conveniente conocer algunos detalles de la biografía del autor para llevar a cabo una lectura completa de la mayoría de sus obras, incluso de aquellas que dejó como inacabadas; una buena introducción al personaje en cuanto a la exhibición de sus contradicciones, la constituyen sus Diarios (Journal (1939-1945)), por desgracia jamás traducidos al castellano, y una excelente muestra de la literatura personal que ha alcanzado, en el caso de los escritores franceses, la excelencia en ese tipo de obras.

El París de los años 20, superados los estragos de la Gran Guerra e ignorados los indicios de la que se estaba gestando, especuló con el papel de capital europea de la frivolidad, el desenfreno y la juerga; se convirtió en el refugio de los diletantes, el asilo de las grandes fortunas -algunas conseguidas por medios inconfesables como consecuencia del conflicto, otras menguando a marchas forzadas-, en el lugar preferido para las puestas de largo de parte de la nobleza europea a quien la desmembración del Imperio Austro-húngaro había desplazado de su escenario, y en el campo de juego de toda clase de vividores, ociosos e indolentes en busca de lances amorosos y capitalistas con que financiar un modo de vida despreocupado y disperso.

Pero ese ambiente frívolo y apático puede convertirse también en el pozo en que ahogar las penas del pasado cuya persistencia amenaza con arrasar la posibilidad de un futuro de por sí bastante desalentador. Esta situación anímica es la que sufre el protagonista de Interludio romano, afectado por una rotura amorosa que le ha provocado heridas aún no cicatrizadas y, como consecuencia, una actitud bastante recelosa ante cualquier nueva aventura.

«Sentí una gran pesadumbre, pero no muy duradera. Una pesadumbre violenta, convulsiva, que se había ahogado con bastante rapidez en el alcohol y el jolgorio. Sin embargo, el mal estaba hecho y jamás me recuperé por completo de aquella desgracia; se requieren años y años para adquirir el sentimiento de que se han derramado lágrimas auténticas en un momento determinado y que mucha vida se ha ido con esas lágrimas.»

En una de esas recepciones que mezclan a la alta sociedad con aquellos que darían lo que no poseen por formar parte de ella, a las grandes fortunas y a los que carecen de ella pero cuya ambición no es menos impetuosa que la de los poseedores de riqueza, conoce a una condesa húngara, de paso en París, con la que celebra varios encuentros que si bien consiguen hacerle olvidar sus pesares no le salvan de una omnipresente sensación de hastío.

«La facilidad hastía y no era la primera vez que yo sufría ese hastío. Pero cada vez   me sorprendía y por mi naturaleza inquieta, nerviosa, dispuesta a ennegrecerlo todo en sí misma, aquello me introducía siempre en un estado de completo pánico. El egotismo paga con un profundo sentimiento de inferioridad y con la manía persecutoria de sus goces prohibidos.»

Pero la condesa es un ser marcado con el estigma de la adversidad, una mujer cuya belleza, más que un don, ha representado siempre un castigo, y cuyas heridas han dejado una profunda huella en su espíritu. Esta constatación, unida al descubrimiento de una carencia patente de cultura, provocan el cambio en la percepción que tiene el protagonista de ella, convirtiendo el frío desdén que sintió después de los primeros encuentros en una curiosidad, que no interés, casi científica, que avivó su deseo: aun entre aquellas personas más dispares, se siente cierto sentimiento de justicia cuando se descubre una debilidad ajena.

«Sentía desde hacía algún tiempo horror por el romanticismo íntimo, así que no quise exagerar nada de todo lo bueno que sospechaba en ella, pero pensé por fin que había sufrido un poco, aunque al modo de los seres incultos que no tienen palabras para precisar, avivar y hacer precioso su sufrimiento. Aquella mujer de mundo era tan inculta como las mujeres de vida airada, era inculta en varios idiomas, eso es todo. Comencé a sentir una simpatía en la que la compasión y la admiración, asombrándose de verse juntas, no sabían cómo llevarse bien.»

Y así, en la misma medida que la diosa va apeándose de su pedestal, su admirador ve crecer su adoración e, incluso, es capaz de otorgarle atributos que, de no haber mediado ese cambio, jamás hubiese reconocido. Pero ningún objeto de deseo es eterno, y si bien la disposición del protagonista hacia la condesa había derivado hacia un educado desinterés, la marcha de esta en oposición a la voluntad de él le colocó ante el abismo de la derrota. Todo hace suponer que poco le hubiese durado la relación, pero él consideraba suya en exclusiva la potestad de darle fin; ya que no puede remediar el desplante, la venganza toma forma en su ánimo y se materializa en la búsqueda de una sustituta que, al menos en su aspecto, pueda superar a la amante que le despechó. La primera candidata al recambio es una joven de ascendencia judía, circunstancia que aprovecha el protagonista para alegar un explícito antisemitismo que, por cierto, comparte en sus rasgos esenciales con el autor, partidario firme del régimen de Vichy y, en algunos aspectos, fascista confeso.

«Cada vez que mi vida se perdía en el vacío, un judío me ofrecía una judía, y el gran judío me había ofrecido así a su hermana, que era hermosa y que he echado de menos toda mi vida, aunque esté convencido de que a su lado me hubiera aburrido hasta el crimen, pues era de esos judíos ricos que por mimetismo han adoptado el goce del aburrimiento de las gentes de mundo. Y, por otra parte, todos los judíos tienen algo de aburrido que se debe a que han sido separados de la alegría de la naturaleza y de su frenesí de vivir por algo huraño y convenido al mismo tiempo.»

Pero, para un seductor, la batalla ganada sin lucha no permite regocijarse en los frutos de la victoria, la rendición incondicional no es una situación deseable: la derrota patente es imprescindible.

«El nacimiento del furor de la lujuria en esos ojos de gacela pacífica será un auténtico placer de jenízaro. Mientras lo pensaba, yo retorcía un cruel mostacho y mis ojos se inyectaban de sangre. Marianne esperaba este momento y, de pronto, dejando su taza de té, girando sobre sus jóvenes y flexibles caderas, volcó su busto sobre mis rodillas diciendo: «Soy feliz». Todavía corro. Mejor dicho, ya no corro.»

Ante tal situación, no queda, efectivamente, más que abandonar el campo de batalla e intentar recuperar el tiempo perdido. Cuando la condesa húngara, la vencedora en la anterior confrontación, se le ofrece de nuevo, el protagonista no duda, aún existe alguna posibilidad de enmendar la antigua derrota; además, un cazador que se precie siempre preferirá abatir una pieza belicosa -en este caso, una mujer casada- que aquella que se le ofrece sin resistencia; es una cuestión de honor.

«Además, yo me sentía solapadamente satisfecho cuando ella me decía que no le sería posible cenar conmigo pues, fuera de la soledad, solo me gusta la improvisación. Cualquier appointement, como dicen los ingleses, amenaza mis nervios. Por añadidura me horrorizaba dar una imagen oficial con ella en Niza que, sin embargo, era solo Niza y, además, desierta en diciembre. Y por encima de todo siempre me ha horrorizado el papel de galán que he debido representar durante toda mi vida, no pudiendo limitarme siempre a las putas del arroyo y no gustándome demasiado las legítimas.»

Así pues, instalado en Niza en persecución de la condesa, se encuentra de nuevo en un lugar en el que recupera sensaciones y hastío, y tras una corta estancia se traslada, no sin reparos que se guarda mucho de expresar en voz alta y siguiendo a la condesa y a su convaleciente marido, a Roma, con una doble sensación: la maravilla de la ciudad, poseedora de un pasado al que el vandalismo moderno no puede imponerse, y la vaga sensación de tedio una vez reconquistado el objeto de su deseo.

«Viví más que en estado de goce, fui casi feliz durante algunos días, muy pocos, porque Edwige era hermosa y noble, porque Roma era hermosa, porque William y Kyria eran hermosos, porque la princesa Carrera era hermosa.»

Instalado en Roma, comparte su tiempo entre la condesa y la nobleza local e inmigrada, pero el tedio reaparece con más virulencia a medida que la situación va perdiendo su cuota de novedad. Cuota que debe ir transformándose, como se espera que vuelva a florecer un jardín arrasado: plantando nuevas semillas que, de modo paulatino pero constante, vayan sustituyendo a las plantas antiguas y renueven el verdor pasado.

«Me sentí chispeante de vanidad, de la más vulgar y estúpida vanidad. Las mujeres bellas caían en mis brazos, me arrellanaba en el corazón de la aristocracia, de aquella aristocracia que, por otro lado, tanto despreciaba yo. Y por otro lado también, simplemente me sentía satisfecho del sol, de la discreción del jardín que mira Roma sin que Roma le vea, de aquella cortesana simplificada por el placer.»

La huida parecería ser una decisión conveniente -la heroicidad no es una obligación- siempre y cuando exista algún sitio hacia el que escapar; ni siquiera es necesario que el lugar de destino sea mejor que aquel que abandonamos, la huida de es tan lícita como la huida hacia cuando la situación que se quiere evitar es insostenible. La única condición necesaria es dejar en el lugar cualquier activo que inhabilite la posibilidad de acceder a un cambio; en caso contrario, toda huida es inútil e infructuosa. De nuevo el tedio, esa manifestación de vacío existencial, se adueña del protagonista, cuya inanidad le condena a perpetuidad.

«El mundo no puede salir de Dios, ni la mujer del hombre, ni el yo del sí. La voz está condenada a la inanidad del eco.»

A menos que el placer se halle en el mismo hecho de la huida, de ninguna parte hacia ninguna parte, por el simple deleite de no dejar que sobreviva ningún vínculo ni prestarse a que se establezca.

Joan Flores Constans

Joan Flores Constans nació y vive en Calella. Cursó estudios de Psicologia Clínica, Filosofía y Gestión de Empresas. Desde el año 1992 trabaja como librero, actualmente en La Central del Raval. Lector vocacional, se resiste a escribir creativamente para re-crearse con notas a pie de página, conferencias, críticas y reseñas en la web 2.0, y apariciones ocasionales en otros medios de comunicación.

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