Pierre Minet | Foto: Pepitas de Calabaza

La derrota

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Pierre Minet | Foto: Pepitas de Calabaza

Aunque es cierto que existe tanta variedad de ejemplos como obras que se recojan bajo esta denominación, el género literario de las Memorias suele referirse a aquellos textos que recogen los recuerdos y los acontecimientos de la vida del autor; visto desde ese punto de vista, La derrota (La Défaite, 1947), podría ser incluido en ese epígrafe. Pero el texto de Pierre Minet no es solamente un libro en el que el autor exponga su vida -o una parte de ella, la niñez y la juventud-, sino también el relato de lo que sucede alrededor de su vida. Minet habla consigo mismo como quien busca la redención o una absolución que solo él mismo puede otorgarse. ¿Pide perdón? Tal vez, pero no a los lectores; esas Confesiones, subtítulo con el que ha circulado La derrota, no consiste en un relato inculpatorio sino en la mera enumeración de las circunstancias que rodearon la huida de la casa de sus padres y el establecimiento en París, la capital de los sueños… y de las pesadillas.

«Lo titularé La derrota. Si de algo es toy seguro, es de esto. Soy un derrotado. Peor aún, un desertor. Mi idea, mi argumento, es que hemos desertado. Naturalmente, para desertar es necesario primero haber servido a una causa, haber creído en ella. Eso no está al alcance de todo el mundo. Los hombres de los que hablo no son numerosos, pero son los únicos que cuentan, o más exactamente aquellos que, en un momento dado, han contado […]. Voy a hablar por tanto de una raza que muere. Puedo enumerar a sus últimos representantes. Seguramente los nombraré. Hace mucho tiempo que les perdí de vista. Los mejores han muerto. Tanto mejor para ellos. Pero su desaparición me pesa; pues vuelve mi soledad más aterradora.»

Pero toda confesión -que sería el paso siguiente a la insolencia, igual que esta sigue al enfrentamiento-, y más si es voluntaria, tiene algo de pacto; uno confiesa no solo con la esperanza de ser perdonado y absuelto, sino también con el requerimiento tácito o explícito de obtener algo a cambio: la convalidación de una mentira, la recuperación de una posición perdida o, simplemente, la finalización del rechazo.

«La derrota o el rechazo de ser. En el fondo, este es el título de este libro.»

¿Cómo desembarazarse de alguien a quien se odia? Ignorándolo, acabando con él. ¿Y si ese alguien es uno mismo? Analizando los motivos de ese odio, aislándolos de todo aquello que se puede salvar, y empezando de nuevo; de lo contrario, ese personaje odiado impedirá cualquier intento de alcanzar los objetivos propuestos. La confesión de la derrota puede constituir el primer paso de esa liberación, aunque esa disociación conlleva el peligro del extrañamiento, de que el ser confeso no sepa reconocerse en su nuevo avatar, a menos que deje constancia de ese yo anterior. La derrota es el acta levantada como certificación fehaciente e incontestable de esa existencia.

«Después de todo, es la experiencia de toda una vida. En la época de La derrota realizar un balance, querer detenerse, representaba un suicidio. El arma estaba cargada. El tiro había salido, pero aún no me había alcanzado.»

Es posible que la conquista de la libertad no sea más que una ilusión, una trampa que nuestra mente nos tiende para fijar un objetivo con que satisfacer el vacío existencial; es posible, incluso, que esa misma libertad actúe como anzuelo para logros más importantes, y que no se trate del paraíso prometido sino de una decoración que no resiste el más mínimo indicio de vida.

«Â¿Qué más puedo decir sobre aquella vida? Mi memoria está llena de hechos y personas. Pero no quiero escribir un libro de memorias. Intento dar sentido a todo esto. He tomado la palabra en nombre de la poesía y del deseo. En el fondo, en esta multitud de antaño hay pocos rostros sobre los cuales continúe agitándose dulcemente, como la sombra de una hoja sobre un muro, el reflejo de mis antiguos sueños.»

El paso siguiente al reconocimiento de haber cometido errores es el intento de subsanarlos, y cada época de la vida conlleva su especificidad; en la juventud, suele aducirse como excusa la inocencia cuando no es posible adjudicar la equivocación a un factor externo que descargue de la culpa, pero esa atribución suele producirse siempre en la edad adulta, cuando ya se han experimentado las consecuencias de la conducta errónea; en cambio, casi nunca se adjudican a la inexperiencia, que acostumbra a ser la causa más plausible y más persistente; esa descarga se convierte, de este modo, en una excusa sin fecha de caducidad.

«Â¡Oh! ¡Impagable ingenuidad! Yo ignoraba todo acerca de quién era, pero no admitía la posibilidad de ser otro.»

El peligro de la hipersensibilidad es que suele hacer pasar por experiencias sublimes los hechos más insignificantes; ese efecto distorsionador actúa como un dintel móvil que maximaliza también los efectos de esas experiencias en la mente del sujeto, que desarrolla una especie de tolerancia adiccional de modo que cada vez precisa de una dosis mayor de sublimidad para que surta el mismo efecto, so pena de caer en la depresión de lo cotidiano; es bajo esa alteración cuando la decisión más irrelevante se convierte de declaración de principios, la relación más fugaz en pacto de por vida, la renuncia más intrascendente en solemne abdicación y la más mínima contrariedad en irremediable catástrofe.

«Yo estaba fascinado. Morir joven me parecía deseable. Me horrorizaba aquello que se conoce como experiencia, la exasperante madurez, y tenía pavor a esa traición de la que estaba seguro que me mantendría a salvo en caso de envejecer. La profecía de mi amigo sublimaba mi destino.»

Es bajo esa disposición de ánimo que el más ínfimo fracaso se transfigura en irremediable derrota y se acentúa el carácter heroico de la deserción más exigua: cada dificultad se convierte en un desafío, cada revés de la fortuna en una prueba de templanza, cada reto en un motivo de heroicidad, cada fracaso en una lección vital, cada sueño irrealizable en una aspiración vital, cada necesidad en un motivo para la renuncia. Dotado de una experiencia trascendente, el individuo se cree el elegido del destino para sufrir los martirios más crueles, a los que enfrentará con la mejor de las disposiciones, convencido de que de este modo pasará a los anales de la vida como ejemplo de entereza y de carácter insobornable: un adalid de la rebelión.

«Con mi padre tomé inmediatamente una actitud muy clara: rechazaba todo trabajo y me dedicaba a no perder, a no ceder nada de lo que había conquistado. En la casa me convertí en el extraño cuya presencia crea un constante malestar, pero al que se tolera por miedo al drama, porque su mirada, sus silencios, su frialdad, parecen contener una amenaza que ningún arma podrá vencer. Yo era un monstruo y los monstruos dan miedo. Por otra parte, no me contentaba con fijar mis ideas y mis gustos, y me lanzaba sobre los suyos como un toro se lanza sobre la muleta. «Â¡Sabed bien que me niego a parecerme a vosotros! ¡No reconozco a ningún maestro, no respeto ninguna ley! ¡Qué estúpida es vuestra moral! ¡Qué oscura es vuestra vida!».

La juventud es también el tiempo de las amistades inquebrantables, de las complicidades inconfesables y, cómo no, de las traiciones imperdonables. La volubilidad de los principios y, paradójicamente, la fortaleza de los prejuicios, convierten la relación con los semejantes en un vaivén insostenible de puro volátil cuyas diferencias quedan desveladas al primer desacuerdo, que provocará un rompimiento irremediable y una enemistad eterna.

«Ya en la calle saboreé mi victoria. Porque sin duda era una victoria. Recobraba mi libertad. Levaba el ancla. El dinero recibido no me llevaría muy lejos. Pero me parecía como si, para acceder realmente a la vida, fuese necesario empezar por perder aquello que los hombres se afanan por adquirir, y lo primero, y más importante, era no preocuparse por el mañana que proyecta sobre el instante presente la sombra del miedo. Era necesario abandonarse a la vida como uno se abandona al sueño.»

Cuando no se está dispuesto a asumir las responsabilidades que, de forma incuestionada, se esperan de un adulto, la convivencia con los semejantes se complica, entre otras razones, porque se altera el código que rige el comportamiento de estos. Si en la edad inmadura se cree que todas las necesidades han de ser cubiertas por ese fenómeno denominado vida, la madurez suele conllevar un cambio en esa exigencia. Pero ese cambio puede ser rechazado -dando lugar a un individuo inadaptado- mediante un truque de reivindicaciones y la autocomplacencia de quien piensa que puede seguir exigiendo a la vida que siga cubriendo sus necesidades, aunque estas hayan cambiado.

«Este libro es una larga confrontación. Por un lado el gordo campesino que he presentado al comienzo de estas páginas. El personaje cotidiano, abonado a la esperanza. Por otro… ¿cómo llamarlo?… Es una confrontación difícil, penosa. El campesino siempre está gordo, es dominante. Pero está atrapado, obligado a rendir cuentas. En cualquier caso, ¡ha recibido un buen golpe! ¿No cojea un poco? Sí, un libro como este es una liberación.»

Joan Flores Constans

Joan Flores Constans nació y vive en Calella. Cursó estudios de Psicologia Clínica, Filosofía y Gestión de Empresas. Desde el año 1992 trabaja como librero, actualmente en La Central del Raval. Lector vocacional, se resiste a escribir creativamente para re-crearse con notas a pie de página, conferencias, críticas y reseñas en la web 2.0, y apariciones ocasionales en otros medios de comunicación.

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