Por qué fui expulsado de la Retaguardia Madrileña

"Piano Bar", de Michael Carson (artistsandart.org)
«Piano Bar», de Michael Carson (artistsandart.org)

Un texto de Juan Soto Ivars.

Digo que fui miembro de la Retaguardia Madrileña con orgullo, es una medallita que cuelgo en la reseña biográfica que sale en mis novelas y muchas veces la miro, la abrillanto y me da la risa acordándome de las jornadas gloriosas de la Retaguardia Madrileña, de la que fui onerosamente expulsado igual que el resto de los miembros. De vez en cuando me pregunta algún amigo o algún periodista qué es eso de la Retaguardia y soy tan misterioso como un miembro del club Bilderberg o de los amigos de la Thermomix, pero ha llegado el momento de hablar de ella.

La Retaguardia Madrileña era una reunión desesperada de escritores inéditos y aspirantes a artista que tenía lugar en la cervecería La Grande (seudónimo) de Madrid. El emplazamiento del cuartel fue idea mía y me siento muy orgulloso por haber aportado eso. Siempre que voy a Madrid recalo en esa barra a beber y llorar recordando los días épicos de la Retaguardia. La Grande es un bar que regenta un barman brillante y netamente madrileño, es decir, un emigrante asturiano de metro y medio y coleta cana que tira las cañas con tanta maña que las convierte en oro fresco. Allí íbamos a emborracharnos el Gran Poeta, su Ayudante y algunos alumnos después de mis clases en una Escuela de Escritura (¡también onerosamente desaparecida!), y éramos una parroquia tan habitual que el hijo del barman, que es dibujante en periódicos de Alemania, hizo una caricatura del Poeta en una mesa. Además había un retrato del Poeta colgando en la pared en la que se acababa durmiendo por exceso de apasionamiento y aquello era como un santuario o una sucursal más de la Escuela de Escritura.

Por eso le dije a Manuel Astur, comandante en jefe de nuestra guerrilla literaria, que teníamos que reunir a la Retaguardia Madrileña en La Grande: porque el Poeta es el más grande de España, porque la gente lo margina y le tiene miedo y en cualquier momento volverá como el Cid a repartir espadazos poéticos a los moriscos de la experiencia y expulsará a García Montero de Granada y se casará con la princesa cristiana Almudena Grandes, que tiene por nombre una hipérbole. ¡Tiempos de épica!

Estábamos Astur y yo tramando aquel movimiento bélico-cultural de escritores y artistas inéditos con toda la seriedad y solemnidad que merece la ocasión: en calzoncillos y de resaca, de Resaca Madrileña, en el salón destartalado de un piso once que compartíamos y del que, en una fiesta, nos robaron un sofá nadie sabe cómo.

-¡Hay que dar una hostia en la mesa! –decía Astur, y yo tenía miedo de que lo intentara porque la mesa del salón era una ciudadela de botellas vacías y vasos de cristal y ceniceros atiborrados. Por suerte se refería a una hostia metafórica en la mesa de la literatura española, de dar la hostia en la mesa hubiera habido que llevarlo al hospital a recibir sutura, pero la hostia metafórica sólo requeriría sesiones de psiquiatría y por aquel entonces nuestro psiquiatra era la bohemia y el alcohol.

Los dos nos creíamos genios y estábamos cabreadísimos con los escritores que ya publicaban, decíamos que eran muy malos y que nosotros, inéditos, éramos muy buenos. Por aquel entonces la pobre y santa Luna Miguel era el sumidero de muchas de nuestras conversaciones sobre el Enemigo Literario. No sabíamos todavía, enemigos del tópico como éramos, que meterse con Luna Miguel es un tópico en España, y tampoco teníamos referencias de que esa mujer, niña por entonces, escribe buenos poemas. Pero lo que hace posible las guerras es que los soldados no leen las cartas que sus enemigos envían a sus novias y a sus madres.

Acordamos Astur y yo tener una reunión cada jueves en La Grande e hicimos una lista de gente que considerábamos brillante e injustamente silenciada. Cada día se hablaría de un tema, se leería un libro, se quemaría otro. Todo sería brillante y literario y artístico y rencoroso y guerrillero y quedó claro el sentido de la palabra Retaguardia: nosotros estamos esperando mientras los mediocres se matan unos a otros, y entraremos pronto al campo de batalla a masacrar a los mediocres que todavía se sostengan sobre las patas de sus cabalgaduras y nos repartiremos el botín.

-¿De qué hablamos en la primera, Astur?

-De Curzio Malaparte.

-¿Cómo?

-¡Te he hablado mil veces de Malaparte, joder!

-Sí, sí, perdona –dije, y empecé a buscar en Google a Malaparte disimuladamente.

Normalmente íbamos Astur y yo a La Grande y luego iba llegando el resto de la Retaguardia. Nos acomodábamos debajo del retrato del Poeta y pedíamos la primera ronda. Antes de que consiguiéramos centrar el tema de la charla ya nos habíamos ventilado la cerveza y estábamos pidiendo otra, y para cuando los demás miembros de la Retaguardia llegaban nosotros estábamos tan borrachos y tan entusiasmados que, como es de suponer, jamás se habló de libros o de arte, o al menos no se habló de libros y de arte de la manera gloriosa que habíamos planeado.

Pero funcionaba. Nuestra convocatoria funcionaba. A la primera sesión acudieron Cristóbal Fortúnez, Leo, Susana Mullet y X. Vegas, que debía ser su novio porque no le quitaba ojo de encima y no nos dejaba a los demás ligar con ella como correspondía a un grupúsculo underground. Con la inclusión de Cristo y Leo hubo polémica interna, porque uno triunfaba con Fauna Mongola y el otro estaba llenando salas con ese grupo que cantaba sobre el hombre que se creía el Hijo de Dios. Pero como ambos tenían más altas aspiraciones, se les permitió asistir. Creo que no volvieron nunca más y no me explico por qué, pero es cierto que no recuerdo nada de la gran primera sesión de la Retaguardia.

Al poco tiempo se acordó que El Poeta estaba muerto, lo cual es mentira gracias a Dios, pero le daba mucho más lustre a nuestro grupo y llenaba de sentido el retrato colgado en la pared y la caricatura pintada en la mesa. Los participantes de las sesiones iban variando. A la tercera sesión, por ejemplo, iba a asistir un periodista asturiano llamado Alejandro Carantoña al que admirábamos Astur y yo. Fui temprano a preparar todo y pedí la primera cerveza, y una hora y media después no había llegado ni Astur y decidí expulsarlos a todos, solo y quejándome al paciente barman y dando besos en el retrato del Poeta.

Los meses pasaron y las retaguardias se iban sucediendo mientras las editoriales rechazaban nuestras novelas y Luna Miguel seguía apareciendo con su sonrisa o su expresión melancólica en las revistas que odiábamos porque no nos sacaban a nosotros. Y entonces llegó la última sesión de la Retaguardia, la más populosa, la más escandalosa. Estábamos un grupo de diez o doce, recuerdo a A. Cohen y a R. Wiydn y a mi hermano y a un famoso Novelista, que por estar tan publicado no tenía derecho a estar pero nos caía muy bien a todos. Había una promoción de vermú y dos camareras nuevas bastante guapas en La Grande, y de pronto, en la barra, vi al Poeta y al Ayudante. El Poeta se había cortado la coleta, como hizo Steven Seagal, y no se le reconocía a la primera.

Fui a merodear la barra y saludé al Poeta con un abrazo. El resto de la Retaguardia estaba enzarzada en alguna discusión de alto nivel. Vaya sorpresa les iba a dar cuando llegase a la mesa con el gran Poeta, nuestro ídolo muerto y resucitado. Cuando yo trataba de decidir cómo le diría al Poeta que estaba muerto, una de las camareras me preguntó si yo era el que organizaba las reuniones de poetas.

-Yo mismo.

-Es que a mí me gusta mucho la poesía –dijo la Vestal, haciendo oposición para convertirse en musa de todos los poetas pagafantas.

-Eres una diosa –El Poeta me miraba divertido desde su vaso de gintonic.

-Ja ja. Oye, y os reunís aquí para homenajear a un poeta muerto, ¿no? –El Poeta dejó el vaso en la barra.

-Sí.

-¿Y cómo se llama el poeta muerto?

Miré al Poeta de reojo y dije su nombre y apellidos, de manera que no cupiera duda. Entonces, el Poeta cogió por los hombros a la camarera y le dijo:

-¿Y sabes qué es lo mejor de los poetas difuntos, chiquilla? ¡Que resucitan en las barras de los bares!

Y tuvo que enseñarle a la camarera el DNI para que ella creyera en la resurrección.

Contento de que el Poeta aprobara el mito de su muerte, me lo traje a la mesa donde estábamos todos los demás, lo presenté con alharacas y todos se admiraron de lo bien que resucita este hombre. El Poeta se sentó entre nosotros y estuvo muy grande. Repartió naipes e hizo trucos de magia, insultó a poetas odiosos, recitó sus versos, bebió más ginebra y al final estábamos todos muy borrachos y la Retaguardia naufragaba en una de esas tormenta marítimas tan corrientes en Madrid, La Grande bogaba como una nave y nos balanceábamos y en un momento dado el Poeta y el Novelista se dieron de hostias nadie sabe cómo. Cuando hubo que pagar, le dijimos al Poeta que pusiera la pasta y él sacó del bolsillo un tubo de pasta dentífrica y vertió su contenido encima del dinero que habíamos puesto los demás sobre la mesa.

Al final, Astur acompañó al Poeta al taxi, La Grande ya cerrada y oscura, y le dijo al oído:

-Eres el Poeta más grande de España.

Y el Poeta se fue muy contento de que unos putos locos degenerados le festejasen de esa manera en la última reunión de la Retaguardia, que fue la última porque aquello no se podía superar.
Poco después, a mí me publicaron una novela y fui expulsado, aunque la Retaguardia no se reunía ya porque nos habíamos ido Astur y yo de Madrid. Luego publicaron a Astur un poemario y recibió su finiquito, y así fue pasando más o menos con todos.

Pero esta mañana me he levantado recordando aquello y he repasado el cuaderno donde sigo apuntando candidatos, gente muy brillante y todavía inédita. Estaba en calzoncillos y con una resaca del quince, tomando un café en el salón de mi casa, y casi sin darme cuenta he empezado a poner los nombres de los nuevos miembros de la Retaguardia, ahora Retaguardia Nacional. Son gente muy buena que todavía no ha publicado y que trama su batalla, gente que si yo fuera editor tendría a bien leer, y aunque no están todos la lista empieza así:

Sergio Lifante (que se parece mucho a Jack en El Resplandor y escribe cosas resplandecientes).

Anxo Couceiro (que dice que pasa de escribir pero tiene un blog llamado Cretineces que llega más alto que muchas novelas).

Enrique Rey (que sólo ha escrito un relato y casi se lo follan cien grupis y me jura que escribirá más, y está poseído por Umbral).

Julio Fuertes (dudoso, porque tiene una novelita publicada, pero aspira a lo alto con unas novelas muy castellanas que ya quisiera haber escrito yo).

Daniel Jiménez Palencia (rabioso lector, rabioso periodista, rabioso señor, rabioso escritor, más bueno que el pan y los odia a todos por igual).

Alberto Masa (que es como un reactor nuclear agrietado que deja escapar su niebla fosforescente en su blog).

Juan Soto Ivars
http://juansotoivars.wordpress.com/

 

Juan Soto Ivars

(Águilas, 1985) es escritor y crítico literario. Autor de la novelas "Siberia" (El olivo azul y sigueleyendo, Premio Tormenta Autor Revelación 2012), "La conjetura de Perelman" (Ediciones B, 2011) y "Ajedrez para un detective novato" (Algaida, 2013), con la que obtuvo el Premio Ateneo Joven de Novela; ha editado la antología "Mi madre es un pez" (Libros del Silencio, 2011; con Sergi Bellver), coordinó y participó en la antología de relatos "Sobre tierra plana" (Gens ediciones, 2008) y en la actualidad prepara varios proyectos editoriales. Lleva la sección "España is not Spain" en El Confidencial, y tiene otro espacio propio de entrevistas, ¿Puedo tratarle de usted?, en la revista Primera Línea. Escribe habitualmente en la sección de cultura de la revista Tiempo y participa en multitud de webs de crítica literaria. Dirigió durante dos años El Crítico, boletín de ensayo literario creado por Juan Carlos Suñén.

2 Comentarios

  1. Qué original, no? Se ve que sois muy diferentes del resto de lis mortales, vamos unos artistas….

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