El verano que su esposa pasa en Francia significa para el profesor una liberación casi adolescente. Robert se ve libre de las obligaciones a las que nunca se habÃa sentido sujeto -pero que Sarah le recordaba constantemente- y experimenta un renacimiento casi a nivel de gónadas, por más que la ausencia de sexo marital se remonta a mucho antes de la partida de su esposa. La asunción obligatoria de nuevas responsabilidades le provoca esa especie de resurrección como ser humano autónomo, y la celebración de esa liberación alcanza ámbitos casi olvidados: una botella de buen vino en cada cena, un desayuno sabroso y calórico, y la percepción de que el mundo, que ha avanzado a una velocidad inasumible, ha provocado cambios imperceptibles en su detalle pero que lo han dejado irreconocible.
Dada la situación anÃmica y familiar de Robert, el terreno parecÃa abonado para que sucediera -aunque, con toda probabilidad, no era la primera ocasión que se le presentaba, sà que era la primera a la que estaba dispuesto a atender- lo que acabó sucediendo: una estudiante y paciente insultantemente joven, Cynthia Ryder, se pone a tiro y Robert, con plena conciencia de sus actos, pica el anzuelo.
El devenir del mundo, el encadenamiento de sucesos no es previsible ni neutral, y a los mimos antecedentes no siempre siguen las mismas consecuencias. Cada experiencia, por más que controlada en todos sus aspectos, puede desembocar en toda una incontrolable variedad de desenlaces. Robert es consciente de que su relación con Cynthia no lleva a ninguna parte, de que está descendiendo a toda velocidad y sin ningún control por una pendiente de final funesto, pero, en lugar de intentar detenerse, sigue acelerando a cada paso.
Pero ni siquiera la animadversión más feroz, incubada en el vuelo transoceánico que emprende para rescatar a su hija, de la vÃctima de la sustracción puede con la corrección del profesor que ha seducido a su hija ni con el encanto de esta, que parece haber ingresado de golpe en la edad adulta en ausencia de un padre más preocupado por su carrera profesional que por el futuro de su hija.
Como cualquier culpable, aun reconociendo el delito, Robert está seguro de que lo que sucede no es tan grave como parece, o como les parece a alguno de sus hijos y, sobre todo, a su esposa. Esa tendencia a la autoindulgencia -tan poco religiosa en general, tan poco cristiana en particular- no persigue el perdón sino la plena e incuestionada aceptación de todos los implicados. Es, tal vez, consecuencia de su formación cientÃfica; un especialista en humanidades se resistirÃa a mostrarse tan autoindulgente; un filósofo no podrÃa conllevarlo sin una grave crisis personal.
Aunque partiendo de una situación desigual, no solo con respecto a la edad, la relación progresa hacia un punto de equilibrio difÃcilmente presumible; sin que ninguno de ambos renuncie a todo aquello que le resulta importante, la relación va igualándose, sobre todo en el plano intelectual -en el que la grieta se presumÃa más profunda-, con respecto al cual Robert no ha tenido que realizar renuncia alguna y Cynthia parece haber madurado con increÃble rapidez. Incluso las inevitables peleas ocasionales poseen el sello de las disputas entre adultos razonablemente responsables, como si sirvieran para devolver la situación a un punto de estabilización perdido en el camino.
«La doble visión de la mente que sabe pero no puede sentir ni actuar según su conocimiento, que, acurrucado tras sus propios huesos, lo mide todo desde detrás de esas contraventanas, que, a las cinco en punto, repasa sus propios problemas como un dios que supervisa, y a las cinco y cuarto se encoge formando un nudo de egoÃsmo; la doblez humana con sus cerebros crespusculares centelleantes, externos e internos, con su luz cortical deslumbrando por encima del viejo miedo opaco.»
«No es que no hubiese sentido ternura, tristeza, pasión, amor, incluso desesperación, pero si le hubiesen preguntado si habÃa experimentado los sentimientos de la gente sobre la que habÃa leÃdo, oÃdo hablar o visto en los noticiarios de la guerra, habrÃa respondido: «Por supuesto que no». Nunca se habÃa casado con su madre ni se habÃa sacado los ojos con un broche, ni, gracias a Dios, habÃa perdido a ningún hijo (aunque el miedo a algo asà era lo que más lo acercaba a sus profundidades). HabÃa considerado los sentimientos de los Lear y los Antonio frenesÃes emocionales, raptos, descargas alucinógenas en el lóbulo prefrontal, desbordamientos que no tenÃan relación con la vida real. HabÃa chequeos y equilibrios fisiológicos que protegÃan el sistema de ese tipo de sentimientos (la manufactura atrasada de la angiotensión sin la cual se darÃa una hipertensión constante, que asesinarÃa cualquier corazón).»
Joan Flores Constans nació y vive en Calella. Cursó estudios de Psicologia ClÃnica, FilosofÃa y Gestión de Empresas. Desde el año 1992 trabaja como librero, actualmente en La Central del Raval. Lector vocacional, se resiste a escribir creativamente para re-crearse con notas a pie de página, conferencias, crÃticas y reseñas en la web 2.0, y apariciones ocasionales en otros medios de comunicación.