
En La prima Bette Balzac tomó nota y sacó punta y dilató con su maestrÃa habitual el destino de la bruja malvada de Las relaciones peligrosas de Laclos. A la gran cortesana –la más bella, la más criminal– se la castiga en la novela con un modo de muerte que hiela la sangre, la muerte destinada a mostrar fÃsicamente el horror del monstruo moral que ya sabÃamos que era. Valerie yace en el lecho de muerte con su belleza arruinada; Madame de Merteuil pierde un ojo y se le desfigura el rostro. Es la venganza de su examante; es la revancha de su cómplice y rival en ese reino del vicio y la lascivia que nunca tienen fin (pero lo tienen).

Confesémoslo. No resulta fácil que aborrezcamos a esa maga de la astucia que juega solamente para complacerse a sà misma: Madame de Merteuil juega al escondite para ejercitar su inteligencia y demostrar su libertad; juega para burlarse de todo y de todos y poder permitÃrselo todo. Tal vez resulte odiosa, pero la brillantez y el ingenio están de su parte. Es depravada y vengativa, pero no deja de ser también la artista que cumple exitosamente sus planes criminales y consigue siempre lo que quiere, lo que no sabe hacer cualquiera.
Todos los personajes resultan destruidos de una u otra forma al final de la novela. Qué más da, pensamos, los actores ya han actuado bastante. Da lo mismo; ya lo hemos visto todo. Lo que importa es que las relaciones peligrosas se han mostrado como lo que en verdad son: relaciones puntuales y accidentales; nada grave, nada esencial; solo vÃnculos instantáneos, amistades de mentira, diversiones para matar el tiempo que no comprometen a nada, sociedades de individuos que nacen por el interés y mueren por el desinterés.
Por lo demás, las cartas que intercambian los expertos jugadores nos ilustran bastante bien acerca de la extraña manera como hombres y mujeres gestionan su vida sexual. Madame de Tourvel, la virgen casada que excita los sentidos del Vizconde de Velmont, recibe su castigo: es el golpe a la sexualidad reprimida, el hachazo a la virtud que hace alarde de sà misma, la condena al quiero y no quiero que perece de pura mojigaterÃa. Esa pureza es humanamente imposible. Esa ostentación de castidad en una mujer tan atractiva no puede sino desvanecerse al contacto con la realidad. Madame de Tourvel pierde la apariencia de virtud; Cécile se encierra en un convento. No supieron jugar sus cartas. No eran vÃctimas, eran tontas. Los villanos que no han suprimido su libido ni rechazado el perverso baile de las máscaras quizá hayan triunfado después de todo, aun cuando cometiesen el tÃpico error de los criminales: guardarse las cartas del otro como una baza en el bolsillo, por si llegase el momento en que las necesitasen. No confiaban, naturalmente. Porque no hay confianza, naturalmente; lo que hay son ligeras batas de seda y alfombras de piel de cordero en las que extenderse para hacer algunas horas algo asà como el amor.

Las cortesanas de Balzac buscan dinero; los depravados de Laclos buscan placer. Son criminales en los medios, son lujuriosos y estetas en los fines. El dolor de Cécile no despierta en Madame de Merteuil compasión alguna. El Vizconde persigue no solo apagar sus sentidos siempre despiertos, sino complacer su vanidad haciéndose con la mayor de las medallas que es posible alcanzar en ese juego de posesión y destrucción de unos amigos que, en el fondo, siempre son enemigos. En nada le afecta que la Presidenta se esté debatiendo con la muerte por su culpa en algún convento remoto, pues el dolor no hace sino engrandecer su condecoración.
El dinero como móvil no aparece en Laclos. Solo asoma la cabeza en las negociaciones comunes y corrientes de los matrimonios ventajosos. Tampoco hay campos ni ciudades ni provincias. ParÃs está ausente en la novela, y las referencias a los interiores de las casas están siempre al servicio de los movimientos de la seducción, la caza y la violación. La estancia que más conviene al Vizconde para tomar por asalto a la Presidenta adquiere relevancia, asà como la ubicación del marido y del amante en las puertas de un mismo pasillo. Es placer, poder, dominio y no dinero lo que desean arrancarles a sus vÃctimas tanto la Marquesa como el Vizconde, y el conflicto lo es entre el no-solo-placer y el placer puro, pues los que buscan solamente su placer saben que el amor arruinarÃa el juego que en verdad interesa. La infidelidad se busca por sà misma, no porque alguien se enamore. Lo que se ama es ese espacio peligroso en el que el hombre y la mujer de mundo son competidores, por eso la venganza recÃproca del final. El Vizconde y la Marquesa se destruyen a sà mismos –el uno es el reverso del otro–: ella asesina maquinando un duelo, él mata haciendo públicas lo que supuestamente eran cartas privadas.
Mucho mejor que Richardson, pensamos al recordar Pamela. La virtud recompensada es complaciente y engañosa. La tesis de la pobreza bondadosa y la veracidad inocente seguramente es falsa. Pamela se hace rica con un matrimonio: muchas lo hicieron antes que ella. Aprende el arte de la estrategia y del disimulo por amor a la virtud, eso se nos dice; pero trama, miente y disimula como nadie. Y sin embargo, la lectura de la novela epistolar de Richardson no deja de resultar sumamente entretenida, quizá como uno de esos viejos cuentos de hadas en los que los buenos son recompensados y los malvados castigados. Fábulas maravillosas a las que más tarde unos y otros han aplicado su arpón, su hacha, su cuchillo o su martillo.