Rictus de un luctus, por Cristina Juárez

“El presente es insoportable para el ansioso, tolerable o trivial para el mediocre,
suficiente para el estoico, y exiguo para quien alberga la fortuitidad de su muerte”.
C.J.Ga.

“Consejo” (2008) © Bayrol Jiménez

Una mente llena de momentos, es menos funesta que la que retumba en sus huecos. Porque “somos la memoria que tenemos y la responsabilidad que asumimos…” (José Saramago). Y en la adición de nuestros ordinarios bemoles, “se vive con la esperanza de llegar a ser un recuerdo” (Antonio Porchia).

La vida y la muerte se abastecen de tal evocación, el luto de la lágrima y la inmortalidad del pensamiento que les sobrevive. Para el momento en que la reminiscencia se hace “un invernadero de las alegrías pasadas” (Lucian Blaga), existe el riesgo de tornarse en variable pesimismo para las hilaridades futuras. La aseveración responde a que todo lo preciado que se tiene, genera gran dolor en el instante en que se pierde.

De ahí que si “el olvido es una forma de libertad” (Khalil Gibran), el duelo es un modo ininteligible de prisión -y le refiero a la privación en su falta de hábitos amnésicos-, ya que “tratar de olvidar a alguien es querer recordarlo para siempre” (Anónimo). La elaboración del suscitado lance “significa ponerse en contacto con el vacío que ha dejado la pérdida de lo que no está, valorar su importancia y soportar el sufrimiento y la frustración que comporta su ausencia” (Jorge Bucay).

Tras la vivencia de las lamentables exequias, el espejismo del presente novicio consiste en hallar “un punto entre la ilusión y la añoranza” (Llorenç Villalonga); encontrar de pronto un paraje que contribuya a restaurar el temperamento -reanudando así la acción de los engranajes previos-. El proceso es tal que consuela y atormenta, porque la ausencia es una cruenta paradoja.

“Memoria y olvido son como la vida y la muerte. Vivir es recordar y recordar es vivir. Morir es olvidar y olvidar es morir” (Samuel Butler). Y bajo el mismo paralelismo de lo ilógico, “la muerte es algo que no debemos temer porque, mientras somos, la muerte no es y cuando la muerte es, nosotros no somos” (Antonio Machado).

¿Tiene por tanto un sentido el recitar sobre fallecimientos? La teorización resulta a veces tan vana como el quedarse enfrascado en remordimientos. Después de todo, “lo que pensamos de la muerte sólo tiene importancia por lo que la muerte nos hace pensar de la vida” (Charles de Gaulle) -fuerte razón para adherirnos a su reino-.

Lo singular del quebranto por deceso es que “sucumbimos menos por los efectos de una pérdida cierta que por los de una esperanza fallida” (Honoré de Balzac). De ahí que sea vuestro menester el creer en el descanso de los cielos, alentarnos con las ánimas acompañantes y con el pensamiento de la temporalidad de los cuerpos.

Frente a la irreversibilidad de lo inteligible, en donde la tumba representa a una tragedia a la que quisiéramos volver quimérica, toda vaina inhumada representa un adiós sin rumbo; un viaje sin ruta conocida en el que la espera se hace tolerable mediante las imágenes cautivas -algunas de estas formas persisten perennes, y otras cuantas se tornan transitorias-.

Las “estatuas” briosas e inanimadas, como figurillas tales que en la existencia y en la desaparición se exaltan, coinciden con la erección de monumentos fundados en la meritocracia -siendo curioso que resaltan raramente los honores objetivos de su gracia-. En la esencialidad de no dejar morir a nuestros “héroes”, se disgrega la fidelidad sensorial de sus semblantes; a la vez que se perpetúan los actos que nos impulsan a admirar el fino rostro de sus vaivenes.

Por ello es sabio expresar que “una imagen vale más que mil palabras… Pero ocupa mucho más memoria” (Anónimo). Y al no cabernos con coherencia en las concepciones, requerimos de un homenaje perpetuo y quijotesco, quizás para instituir un anecdotario que reduzca la volatilidad de las impredecibles biografías.

Surgen así las historias vistas y narradas -con suave corte en las personificaciones-. Nacen en contraparte las hazañas idealistas y recreadas -convirtiéndose en soberbias hagiografías o en herejías de horrores-. Y como instrumento perdurable, la esencia del difunto queda impresa para siempre; sea en la vida de aquél otro al que le hace falta o en el objeto que consigue retenerle.

De este modo, del más hondo calvario brota la más sincera inventiva: la sinfonía luctuosa y la talla esculpida; el retrato brioso y la lírica enternecida. Y aunque en el momento de mirarle, leerle o escucharle , “la tristeza se extiende como una mancha de aceite, lenta e imborrable” (Fernando Sanmartín), la evocación ofrece a la razón el impulso de curarse.

Cavilando por tanto entre las citadas disciplinas, en las que se hace un gesto venerable a la vida inevitablemente perdida, la construcción escrita es la única moción que ofrece un fiel acercamiento a las alucinaciones ambiguas. Por ello cuando se dice que “la eternidad es una de las raras virtudes de la literatura” (Adolfo Bioy Casares), probablemente sea porque nos permite la disposición de ser gratos a la pluma.

De las letras heredamos la bifurcación de los rasgos: la revelación del hombre denodado y el ente amilanado; la separación entre la probidad espléndida y la tropelía mezquina. En base a estos legados, “el recuerdo que deja un libro es más importante que el libro mismo” (Gustavo Adolfo Bécquer), de igual manera en que la efigie de un fallecido es más trascendente que la crónica legítima de sus líos. Después de todo, “una historia no es sólo verdad cuando se narra cómo ha sucedido, sino también cuando relata cómo hubiera podido acontecer” (J. Mario Simmel).

A manera consecuente, si partimos del hecho de que “una imagen es un acto y no una cosa” (Jean Paul Sartre), podemos extrañar su espectro sin nunca verle. Se puede litigar entonces en contra de aquella enunciación parisina que define: “no hay melancolía sin memoria ni memoria sin melancolía” (Marcel Proust), ya que una muerte prematura, carente del cúmulo pletórico de sus trances removidos, no es menos dolorosa que la de un luto tardío.

Primera crónica : Duelo  de un deceso inopinado.

“Sin esperanza se encuentra lo inesperado”.
Heráclito de Efeso, filósofo griego
(Éfeso, 540 a.C.-470 a.C.)

A diario te veo morir, incluso en la sombra del periódico, en donde al pasar los días se me desborda el quicio por creer mirar tu esquela. Y caes a cada minuto, porque eres lo que más extraño, lo que más recuerdo, y de quien gradualmente sin querer me olvido.

Voy perdiendo el hilo de tu lexia, la sensibilidad de tus contactos, la fragancia de tu esencia. Memoro así que adquiero preterición ante tus rasgos -como si fuera un alma vetusta con inevitable amnesia-.

Sabrás que de preverlo todo hubiera querido congelar tu voz, tu sonrisa, y llanto, quizás para mentirme y pretender que sigues igual de vivo. Aunque fuera en la versión de santo o en la villanía de tu lado pícaro.

Y  es que han pasado tantos años desde tu fallecimiento, que sin embargo no doy gran paso hacia el discernimiento de una continuidad igual de plena. Repito a todos las mismas objeciones que de inicio, incluso cuando han dejado de escucharme -qué rápidamente cambiaron el tono de ropaje con el que te rendimos despido-.

¿Porqué te fuiste de pronto? ¿Y porqué tan pronto? De verdad que nunca estaré de acuerdo con el desenlace de tu cuento trágico. Jamás creí que llegaría algún día en el que esta película a la cual llamaba vida, o bien, que esta existencia que antes me era un escenario de virtud protagonística, tuviera que darme la espalda con el dolor inesperado de tu ausencia.

Quién adivinaría que ahora soy capaz de postrarme horas frente a tu tumba, sobre todo cuando en vida no podíamos estar más tiempo juntos que el de una fogosa tarde de compañía. Quién diría que de pronto decidí creer que existe un cielo, siendo que anteriormente nuestro paraíso era el abrazo, reponer el ánimo con el roce sutil de un tierno beso…

Siempre me consideré tan fuerte, inmune a la mayor parte de las preocupaciones. Pero te fuiste tan puntual y de espontáneo, que desde entonces me quedé sin brío. Ahora eres tú quien usurpa mi descanso, quien me aborta las risas en medio de la gente que antes nos conocía. Eres tú quien genera el estallido de mi repentino llanto, con lágrimas fortuitas en medio de un recorrido dado en el pavimento ensombrecido -justo cuando escucho la sirena de aquel auto que te llevó de viaje en el último respiro-.

Y aunque la mayor parte de la gente opina que soy yo quien te impide lograr alivio, existen veces en que siento que enfadarías tan solo por regocijarme en los ratos en que te olvido. Dicen que entre más te evoco más te inquieto, que por eso tengo a tu alma en pena. Lo que pienso es que si fueras un ánima en espera, desde hace tiempo ya habrías venido a tocar el marco de mi puerta.

Debiera pedirte perdón por enfantasmarte, pero creo que ya tengo indulgencia suficiente por el simple hecho de pensarte. Meditemos que si la vida en lo cotidiano se hace más difícil para quien se queda ¿será una experiencia fácil para quien se ausenta? Dime tú si hay penitencia en el transcurso, cuando el corazón late la última gota bermeja de aquel pulso que se va.

¿Lo doloroso es marcharse de improvisto? o morir sin arreglar los yerros… ¿Se padece más por enfrentarse a los despidos? o por hallarse en medio de una ruta anónima a la que no se le mira destino. Dime tú, ahora que estás muerto; dime tú, dulce tortura extinta. Hazlo como el alma que habla en psicofonías, o como el vaho que apadrina los sueños.

Respóndeme de noche, mientras esté es este cuarto oscuro en el cuál aguardo en silencio para oírte. Háblame en esta estancia neblinosa, en la que mi ánimo desea no volver a despertar y otra vez escabullirse.

Y no tengas miedo de aterrarme, porque lo peor de este triste pesar sigue ocurriendo. Al final de cuentas a diario mueres, desde la mariposa cuyas alas se deshacen en cenizas frente a mi ventana, o desde aquel niño alegre que en su delicada infancia deja los juguetes para siempre.

No temas en enloquecerme, porque ya me sucumbes de mil maneras, matándome lentamente con los suspiros que te dedico para dejar de enternecerme. Consuélame con una memoria lo suficientemente clara para retenerte, pero con un corazón lo necesariamente oscuro para ignorarte en el lapso en que no te rece.

Entérate que el único consuelo que me resta es pensar y no pensar; meditar que  “la muerte se lleva todo lo que no fue, pero nosotros nos quedamos con lo que tuvimos” (Mario Rojzman) -encontrando inspiración en lo que imaginamos compartir-. Cierto es que “en toda pérdida hay la añoranza de un pasado que fue y pudo ser más pleno, pero también la intuición o el recuerdo vago de otra pérdida, más antigua, fundamental… ¿no sería acaso la libertad?” (Jesús Ramírez-Bermúdez). 1

A veces  pienso que la mayor cárcel de un hombre vivo, son los barrotes impuestos por el dolor de un extravío, la vejación de seguir el paso de sus muertos. ¿Y qué te diría de dicha sumisión incontrolable? -mi querido ente perdido-. Te diría que “ni es tan buena, ni es tan mala, si digo ser tu esclava, no te marches, si te espanto con ello, no te alejes y menos si te asusta, no me abandones, porque prefiero estar en tus manos que en las de la maldita tempestad” (Anónimo).

En tanto lo aceptemos, no nos equivoquemos en demandarle tiempo a las emociones. La única verdad que coincidimos entre los que hablamos de tu partida es que “la muerte para los jóvenes es naufragio y para los viejos es llegar a puerto” (Baltasar Gracián). Lo claro es que “la naturaleza, buscando una fórmula que pudiera satisfacer a todo el mundo, escogió finalmente la muerte, la cual, como era de esperar, no ha satisfecho a nadie” (Emil Cioran).

Y es que toda despedida nos parece siempre tan prematura. Reclamamos la puntualidad de la afrenta y el incumplimiento de una pronta sanación. Arraigamos consonancia en alegatos y evitamos quiebre en la deprecación.

Sepan que al que le toma de improvisto, reconoce al arrebato mortuorio como una calamidad que vaporiza los consuelos dados en las palabras. Siendo que las fotografías que le cruzan el entrecejo se adhieren firmemente en el crescendo de nostalgia.

¿Será que “la muerte sólo será triste para los que no han pensado en ella” (Fénelon)? A lo mejor si dejáramos de mirarle como un brote calamitoso, pudiéramos acatarle en la naturalidad de su usanza…¡Pero qué escarnio de porte! El deceso estremece la razón, dejando su aroma en la verja sin cortesía de salutación.

Segunda crónica: Duelo de un deceso concebido.

“…Esta vez no voy a recuperarme. Empiezo a oír voces y no puedo concentrarme. Así que estoy haciendo lo que me parece mejor. Me has dado la mayor felicidad posible. Has sido en todos los aspectos todo lo que se puede ser. No creo que dos personas puedan haber sido más felices hasta que esta terrible enfermedad apareció…”.
Virginia Woolf, escritora y editora inglesa.
(Londres, 1882-Rodemell, Inglaterra, 1941)

“Envejecer es como escalar una gran montaña: mientras se sube las fuerzas disminuyen, pero la mirada es más libre, la vista más amplia y serena” (Ingmar Bergman). De la misma manera, al estar a  unos cuantos pasos del vacío, temblando de temor por las ráfagas eólicas que golpean los nidos, es cuando mejor se observa el amanecer y la pequeñez de nuestra frágil prosapia…

Hace unas semanas que han venido a despedirme -siendo que me explican que sencillamente son reuniones de saludo-. En el fondo sé que han venido a acompañarme antes de que entre en trance agudo, antes de que sea incapaz de recordar los rostros y los nombres de estos seres condolidos.

De verdad que he sido prudente en no estallar en pesimismos, aún cuando reconozco que no existe esperanza en la espera de milagros concedidos. Y es que es ahora que comprendo que “si fuésemos capaces de saber cuándo y dónde volveremos a encontrarnos de nuevo, nuestra despedida sería más tierna” (Anónimo).

Jamás nos iríamos a dormir con el reclamo refrenado. Y quizás nunca gastaríamos la potencia de la voz con palabras lascivas para solapar desmaños. Nos quitaríamos la máscara polveada con rubor para declarar amor o confesar engaños. Todo a tiempo, nada con retrasos.

Posiblemente nuestro último mimo sería una caricia aplazada en el cuerpo, y nuestra última charla un grato intercambio de perdones y olvidos. Doy gracias al tiempo que al saber de mi padecimiento desahuciado, me ha sido posible realizar tales anhelos.

En estos rasguños de existencia, he dicho a todos los presentes que no tengo miedo de partir, pero que sin embargo me aterra dejar a un corazón marchito. He exclamado que tiemblo al pensar que puedo comportarme como un cruel asesino, siendo que mi fallecimiento sea un silencioso fraticida de templanzas. ¿Por qué temerlo? Entenderán que  “no son los males violentos los que nos marcan, sino los males sordos, los insistentes, los tolerables, aquellos qué forman parte de nuestra rutina y nos minan meticulosamente como el tiempo” (Emil Cioran) -tal como lo haría la falta de resignación frente a un duelo tormentosamente eterno-.

Por tanto me inquieto por los efectos de la carestía y por el dolor insoportable del vacío. Pues “a menudo el sepulcro encierra, sin saberlo, dos corazones en un mismo ataúd” (Alphonse de Lamartine). Porque sin desearlo se sufre “la ausencia y el espacio duro”… Porque “la pena es un muro” (Marguerite Yourcenar) -una especie de pared sellada por la cual ya no entra luz-.

Añado a la turbación, de este padecimiento que carcome lentamente a mi vitalidad, aquella angustiosa sensación de haber aprendido a destiempo. Lo infausto es que al empezar a morir, es cuando se va encontrando un profundo significado a los minutos ahogados en la espera. Ahí es cuando nos percatamos que hay días que valen el peso de todas las horas muertas. Días en los que la duda deja de perseguir tu calma, arrojando por fin una respuesta. Por esas contadas horas, benditas balsas en medio de naufragios, es que vale la pena adherirse a la existencia.

Y es que “al ser humano le parece tan extraño existir que las preguntas filosóficas surgen por sí solas” (Jostein Gaarder) -incluso cuando ya no hay tiempo para responderlas-. Sin lugar a titubeos, “vivir es lo más raro de este mundo, pues la mayor parte de los hombres no hacemos otra cosa que existir” (Oscar Wilde).

De ahí que la única certeza que guarde de la vida es que es el mejor pretexto de la muerte. Y que si no existiera el tiempo o el espacio, las personas jamás se extrañarían. Reafirmo entonces con descaro que no tengo miedo a la desaparición, sino pavor a repasar unciones en una vida inútil carente de  su profundo significado.

Por eso es que cuando los ojos tristes de mi ser amado se perturban, digo aquella frase con la que gustaría que me despidiera: “Este día que tanto temes por ser el último, es la aurora del día eterno” (Séneca). Porque “perdemos el miedo a la muerte cuando sabemos que valió la pena vivir” (Anónimo). Porque “cuando el sol se eclipsa para desaparecer se ve mejor su grandeza” (Séneca). De igual manera que “así como una jornada bien empleada produce un dulce sueño, así una vida bien usada causa una dulce muerte” (Leonardo Da Vinci).

Piensen queridos míos, que no tiene mayor relevancia cómo y dónde depositen los huesos. Pues como bien decían los griegos, “los hombres ilustres tienen toda la tierra por tumba” (Pericles) -razón sabia por la cual desearía no ameritar un entierro-.

Y no me culpen por ser incrédulo, pues la mayor nobleza de un no creyente es obrar con bondad cual si no hubiese cielo. Piensen que “se ha llegado a decir que la más alta alabanza de Dios está en la negación del ateo, que encuentra la Creación lo bastante perfecta como para poder prescindir de un Creador” (Marcel Proust).

Ante esto, sé que escucharé como respuesta que “si la muerte no fuera el preludio a otra vida, la vida presente sería una burla cruel” (Mahatma Gandhi). ¿Y qué le hacemos a la incertidumbre? Si lo que vemos con los ojos es la caprichosa realidad que nos pertenece; si la recompensa en espera no es más que un pretexto hipócrita para no arderse…Valdrá más no hacer el bien si lo que se espera es guarecerse.

En sentido práctico, el dolor de un hígado bendito no es más celestial o menos nocivo que el de un cuerpo pagano. Después de todo, es más grata la palpitación de aquel corazón arrepentido, que la sonrisa falsa de aquél que se aferra premeditamente a la promesa de escribano. La intención de revelar pecados debe buscar el propósito de reparar estropicios, sin ser la condición de palmada que se dé por lo divino.

Y a ti que me amas tanto, mitad de mi azucarado cítrico, se que tardarás en sobreponerte durante largo lapso. Pero cuando finalmente se paralicen mis huellas, recuerda que “la muerte no existe, la gente sólo muere cuando la olvidan…” (Isabel Allende). Ten presente que si tu cielo es verdadero, desde su balcón habré de enviarte los lazos. Desde lo alto mandaré las cuerdas que te sostengan el cuello. Y si nada de ese paraíso fuera cierto, no habré de preocuparme por tus pasos. Conozco el tesoro de tus brazos y la fuerza de tu pensamiento nada lívido.

Descansaré en paz, sin el pendiente de visitarte el lecho cuando me halla ido. Confío en que desafiarás el dolor de mi duelo. Pues “aquél que tiene un porqué para vivir se puede enfrentar a todos los ‘cómos’” (Friedrich Nietzsche).

Tercera crónica: Duelo sin deceso

“Veo sin timidez que se puede agonizar en la melancolía -la observación del alma envuelta en negaciones me contestó alguna vez tal interrogación-. Sin embargo, esta multitud que me conduce no ha descartado la probabilidad de extrañar los periodos tibios. Mucho menos me ha evitado la evocación de intervalos imposibles para el ímpetu. Porque toda escena de duelo surge en el tierno parlo con ese alguien que murió antes de conocer mi voz”.
C.J.Ga.

Anteriormente creía con vehemencia que la cavilación solamente florece en aquellos que ganan o pierden la razón de sus recuerdos. No empero he pernoctado en la propia mundología, que la ausencia también genera peso en la reflexión de aquellos que jamás le extraviaron. Ya que los que solo le anhelaron -pero nunca le tuvieron- carecen del resguardo de una memoria que sea capaz de llenar la vacuidad de innumerables añoranzas.

Pienso así en el duelo sin deceso, en el efluvio inesperado de las carestías que faltan a deshora. Cavilo en la brevedad del gimoteo, en el gesto en desatino a las reacciones que debieran sernos lógicas… ¿Y cuán posible es sentir en el ahora el desconcierto de un irónico extravío? Si poco importa fijar conteo a los lustros que suman el retraso -ya que lo vital es reconocer efectos de una lágrima en aplazo-.

Confieso entonces que se guarda novatez en el toque juvenil: carecer de palabras claras y abundar en tono vodevil. Por ello entero al otro que la muerte guarece el fino oreo de la mordacidad. Porque por una parte se mofa de la inexperiencia, y por el otro, del exceso de realidad.

¡Qué engañoso es suponer que sean extremidades únicas las que cuelgan la señal en vela! Ficticia es la exclusividad de dolencia y la nostalgia inmediata que devela. Pues la mano que avienta las flores sobre el féretro ebanístico, despide algo más que la imagen promisoria del eterno dormitar. Recordemos que la muerte no solo entierra en el cofre al difunto, sino al entretelo de quien llora ambigüedad.

Por ello creo en los suspiros de aquél que cruza su camino sin ser tocado por el estilete. Porque si la tragedia existe en la vivencia necrológica, mayor catástrofe persiste en la bisoñez escatológica. Porque si lo insensato del luto intempestivo es portar el velo bruno frente a un cuerpo imaginado, lo más doloroso de la muerte que conozco, es llorar la idea de pena a la luz del día ordinario.

Sea por causticidad, que con la falta de experiencia lúcida, nada evita que se quiebre el límite de la marginación. Puesto que no solo sufre el que se ha quedado solo, sino aquél que en su soledad, la ausencia sintió…

¡He aquí lo incongruente del duelo extemporáneo! Los habitantes del pórtico, de cuyo margen penden atezados moños, a veces logran gozar la felicidad del olvido y atemperar con el tiempo la aflicción. No empero, la sombra de quien obsequia las coronas floreadas del mausoleo, no es la única que espera el calor del roce consolador.

Mirar que los pétalos regados en el mármol gris de un cenotafio, son de ramos abrazados a una biografía que se comparte -o bien, de almas deseosas de encontrar algún sentido para el duelo repentino-. De aquél de quien destilan los humores tardíos, inspirados en relatos e imágenes de archivos heredados, la evocación deja de ser aliento y se torna en amargo desafío.

Y es que nunca conocerá el olvido aquél que sin quererlo fue recreado en algo más sublime que el recuerdo. Queda concebido que en el íntimo invento de las ilusiones, esa nave etérea en la que se evocan pláticas y gestos que jamás existieron, se aprieta la mano de los que aún seguimos vivos.

No cabe duda que hay vidas que han sembrado una flor que dejará de estar marchita, porque desde hoy sus hojas tienen en el tallo a una prosa poética perennemente inscrita. Hay efigies que portan una clorofila surgida por mérito de inspiración, adheridas a una melancolía que aparentemente reflejan el sin sentido.

Vasto sea nuestro huroneo frente al arcano,  sobre espectros ondulantes y pavoroso quebranto cedido en la mención. Y es que no me cabe en retentivas la imagen pura de la muerte, puesto que no puedo elucubrarle en exaltaciones más ardientes. Solo en el pasmo alucinado que flota lo bastante anejo a la vibración de una mirada -esa vista que es puesta en la imaginación sobre la superficie de restos osteógenos delirados-.

Sea en tristeza o desamparo, sea en vacío o denegación, con la ausencia de reparo… ¿El origen de un fiambre adolorido se mantiene al margen de ficciones? Decir al que llora sin un luto fidedigno que no tiene exclusivismo de paranoia. Porque este drama que se avitualla con las remembranzas de la gente -con anales de quienes compartieron la  fogosidad de las carnes- me parece un absurdo verdadero.

Y es que es curioso que en ocasiones la cavilación sucumbe a los achares del sufrimiento ajeno, refiriendo a esas personas que legítimamente han rezumado la vorágine de las pérdidas. Verán que con esto no me nace entender el rumbo del deceso, tan solo cavilar para comprender el porqué de la tempestiva capacidad para padecerle.

“Dance” (2008) © Bayrol Jiménez

Sé que escribo de la muerte como si yaciera en experiencias, pero lo cierto es que la letra muestra una mayor realidad que la que se vive. En estos veinticuatro años de vida jamás he estado en un velorio;  nunca he presenciado la calina de la cremación ni el declive de un ataúd dentro de la greda. Tampoco he empalmado las manos para recitar los rezos junto a un torso mortecino. La única lápida que he visitado en la necrópolis ha sido la de mi difunto abuelo, padre de mi padre y mi más símil ancestro.

La primera vez que contemplé el nacer y  el fenecer de los cuerpos, los actos y los pensamientos  tuvieron pronto que asignarse a variadas encomiendas.  Si en absoluto salió al encuentro el duelo, creo que fue por motivos de advenidad o por necesidades de regulaciones médicas.

El repasar contrastes de existencias, a pocos meses de su trecho -con el cruce de silogismos dados en rostros totalmente ajenos- pudieron conformar una experiencia desconcertante que paralizara mis vuelcos. Comprenderán todos, que como centinelas de una aparente sanidad, a los médicos se nos enseña a desarrollar un abatimiento controlado. Quizás para poder continuar con las tareas del diario, probablemente para lograr hacernos paso en entornos parvamente solemnes.

Disculpo en tales carestías vivenciales, que en pocas ocasiones me caiga en el rostro el lagrimeo fontanal. Reconozco que en gran parte de las reacciones aparezco como un seco abrevadero. ¿Será que este mundo no me ha capacitado en la etiqueta de los duelos? Parecería una imprudencia innecesaria justificar el origen de los personales fallos. Pero es necesario comprender que si la muerte en su finalidad es la misma, la diferencia previa de su discernimiento le sobrevive en los impactos.

De esta manera el tiempo de arribo, de las tristes experiencias en las que perdemos a un ser querido, funge como elemento clavicordio para el entendimiento y la vivencia de los duelos -o al menos eso se adopta como esperanzador precepto-. Pensemos que el condimento primordial de un luto padecido es la nostalgia por los momentos albergados o por los instantes abolidos.

¿Y dónde nos quedaría por tanto la pretensión del anhelo por ese alguien que sin tenerle le quisimos? ¿Dónde se expresaría la lógica o la autenticidad de aquel intempestivo llanto en medio de un contexto idílico?

¿Platonismo? ¿Ruin locura?… ¡Un deseo!… Véase cómo tiembla el cemento ante el pavor de lo irremediable, ante lo ilógico de un dolor inexplicable. Porque los fantasmas que se ven en lo nocturno no son tan inexistentes como nuestras mentes recordando o apeteciendo.  Porque es menos duro querer manifestar espectros en las ruinas de un hogar abandonado, que en el tránsito de carreteras trocadas por actuales espejismos.

¿Qué he aprendido de escribir por meses de la muerte? ¿Qué he logrado después de verme en su nostalgia o posterior a simularle como alguien que le presiente? Lo extraño de todo este transcurso literario, es que cuando me consideré un definitivo caso perdido, incapaz de recrear la autenticidad de un sufrimiento tan trágico, ocurrió de pronto el milagro de un suceso incomprendido… Me envolvió la vacuidad de sentir la falta de un cariño. Y eché de menos a esa vida que de haber permanecido en la mía me hubiera cambiado tanto.

En una tarde cualquiera por fin me vestí de negro. Y en la reminiscencia de esa única tumba  que llegó a mi vista -la de mi abuelo paterno- surgió el deseo de llorarle desde aquella infancia en la que me fue imposible conocerlo. Fue así que pasado varios años, decayó en mi rostro la congoja de su entierro.  Hubo rabia y desconcierto,  porque por primera vez sentí en el pecho el vacío de aquel cadáver exigido en la soledad.

Envidié en instantes a quiénes le vivieron el luto en lo legítimo, porque fueron ellos quienes tuvieron sus palabras. Los miré de afortunados porque en todos ellos reposará la historia de ese alguien especial, de ese ser que expresaba una frase exacta para cada situación;  de ese hombre fuerte, prudente y decidido; de ese abuelo que por evitar disgustos se adelantó a su fin en el accidente que cubrió el efecto de su ignota enfermedad.

Mirar que su muerte fue un deceso inopinado, y al mismo tiempo un fallecimiento concebido en la privacidad de su reserva -mientras que con mi dolor se convirtió de pronto en un duelo dilatado-. Observar con pasmo que no solamente yo le he llorado, sino usted que en la casualidad me ha leído.

Y desde el día hoy, aunque sea por breves segundos, sé que le brotarán las lágrimas en los luceros extranjeros. Ya que cualquiera extrañaría la figura tierna de un abuelo mediador calma. Porque quien fuera echaría de menos entrar a su biblioteca provenzal, ver una cara sonriente y escuchar de fondo la música de Glenn Miller o Frank Sinatra.

Porque sé que sería imposible el olvidar los recuentos de sus viajes continuos, o las crónicas de novelas policíacas que tanto disfrutaba en las horas de retiro. Porque cualquiera reconocería la serenidad de su alma; y porque sin saberlo amaría igual que yo a aquella magia dada en la literatura popular o en las narraciones enigmáticas.

Confieso que aparte de extrañarlo me gusta imaginarlo entre sus libros, con las páginas de Juan Rulfo en el regazo; con la portada de Ivanhoe adornando el buró de su despacho. Me llena de emoción escucharle en la narración de la historia mexicana, verle enseñarme el texto de Quo vadis o las películas de épocas románicas.  Recreo las escenas en que le comparto de mis sueños, de mis dudas y logros, de fracasos y aciertos.

Y aunque en vida siempre ha habido un oído presto para escucharme, cavilo que en las frases de mi abuelo se revelaría algo diferente a lo que de antemano sobresale.  Presiento que compartiríamos el anecdotario de nuestras vivencias clínicas, a la vez que debatiríamos sobre esa vocación literaria que tanto me fustiga. Imagino que quedaría empapada de bastas influencias potosinas. Y que seríamos como dos niños pequeños,  conjuntando gustos simples en la admiración de arquitecturas parisinas.

¡Vuelve lágrima! volviendo a expirarse un suspiro… Expreso que sobre la añoranza de mi abuelo, lo que más pienso y lo que más lloro en medio de este duelo tardío, es meditar en lo diferente que con él hubiera sido mi infancia. Creo que de haber estado aún vivo, jamás hubiera permitido que aquellos a quienes amaba tanto permanecieran por largo tiempo divididos. Confío en que un buen día hubiera tocado la puerta y estrechado las manos. Porque para él la existencia no era un conflicto, sino un lapso empático. Porque por voz de los que afortunadamente le tuvieron, conozco que la nobleza y la quietud siempre fueron su legado…

Llorar e imaginar en mutismo no me ha sido suficiente, porque la imposibilidad de un pasado deseado es de pronto un calvario estéril. Hoy extraño a mi abuelo, como cualquiera hubiera podido extrañar al hijo que jamás arrulló -o al padre y madre que en sueños le ha mecido-.

En este atardecer soy nostalgia, y un rostro duro y melancólico. Soy faz férrea para tolerar la ausencia y extremidad taciturna para hacerme sierva. Soy esclava de las falsas efemérides y portadora de veraces emociones líricas.

Hoy “escribo para que la muerte no tenga la última palabra” (Octave Uzanne). Para que en la posteridad incierta o en el presente vacilante, mi alma u otra mente condolida encuentre  sedación en medio de necrologías solemnes.

Y es que la literatura nos concede el deseo de lograr cualquier puesta en escena, incluso aquella imposible de creer. Porque la invención de esta clase de crónicas nos permite preguntarnos cuán potente es la incredulidad de nuestros duelos -incluso al negarnos en confiar en la carestía de evidencias palpables-. Porque aún sin la silueta envuelta en ropajes color carbón, el ánimo relatado se viste de ocre para hacer frente a las ausencias, para detenerse a mirar a su alrededor e imaginar lo que sentiría en un futuro en el que ya no tuviera su mundo erigido.

Dejo a vos este sincero extracto, testigo de francos gimoteos. Honro en narraciones el paso evaporado de los muertos, fijando en halo de preguntas a la titubeante marcha del ancestro. Pido ante todo un perdón ingenuo a los amantes de la tinta, porque quizás me he quedado lacónica frente al desconsuelo por el entierro de una vida.

Resta expresar, para consolar al corazón que he dejado llorar con tanto parlo, que “la muerte no nos roba los seres amados. Al contrario, nos los guarda y nos los inmortaliza en el recuerdo. La vida sí que nos los roba muchas veces y definitivamente” (François Mauriac).

Por tanto estimado pensador, “si no queréis perderte en el olvido tan pronto como estés muerto y corrompido”… habrás de escribir “cosas dignas de leerse” y hacer “cosas dignas de escribirse” (Benjamin Franklin). Deberás dormir “con el pensamiento de la muerte” y levantarte “con el pensamiento de que la vida es corta” (proverbio) -tan breve como un parpadeo-.

30 de junio a 2 de noviembre del 2011, Monterrey, Nuevo León /San Juan Bautista Guelache, Oaxaca, México.

(En memoria de las presencias que hoy se nos ausentan. En consuelo de las presencias que  aún sienten las ausencias…).

Cristina Juárez García
http://cristinajuarezgaopusculos.blogspot.com

*Las ilustraciones que acompañan a este texto son obra de Bayrol Jiménez, reproducidas con su autorización.
www.bayroljimenez.com

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ANEXO

1 Jesús Ramírez- Bermúdez, médico neuropsiquiatra y escritor mexicano, aborda la temática luctuosa en uno de los capítulos de su obra titulada Breve diccionario clínico del alma (Duelo, infinitud de la muerte p.p.54), aludiendo la reflexión analógica con la ya conocida fábula “El Perro y el León” del León Tolstoi.  Bermúdez reflexiona sobre la reacción ante la insoportable ausencia, en asociación con la dolorosa dependencia ante el objeto que deja de existir. Cuestiona de ese modo si “¿es suficiente para que uno deserte de su propio lugar en el mundo?”, o bien si “la pérdida tan sólo nos informa que en verdad no teníamos nada”.

Cristina Juárez García

Cristina Juárez García (Oaxaca de Juárez, México, 1987), médico de pregrado y escritora. Estudios cursados en la Escuela de Medicina del Tecnológico de Monterrey (Nuevo León, México) y en la UAB, en prácticas de internado en el departamento de psiquiatría del Hospital Vall d' Hebron (Barcelona). Actualmente colabora en la elaboración de textos del Colectivo de arte contemporáneo mexicano Artecocodrilo.com, trabaja en su primera publicación literaria: “¿Cartas a Suso? Hablaba de ti y no de mí”, recopilación de prosas y versos abordados como profundizaciones de un recuerdo y cotejo analítico de un sentimiento.

4 Comentarios

  1. Hola Cristina; sé que escribiste este texto, esta entrada del blog, hace tiempo; ni siquiera sé si leerás este comentario, pero… ¿Qué es el tiempo? ¿Qué importancia tiene realmente? Así que me animo a escribirte. Quiero alegrarte y asegurarte que ese ‘Cielo’, en el que quieres creer ¡Existe! Está lleno de Amor y lo que quieras que sea, será. No creas que te despides de tus seres queridos para siempre, ellos están esperándote al otro lado del Gran Océano junto al Padre de Todos y de Todo. Búscale en tu interior y luego mira al Universo, Él te ama y ama a los que tú amas. Cualquier cosa que desees se cumplirá si es de corazón; con y por Amor todo es posible. Si tienes que esperar un poco para cumplir tus Sueños es porque todavía te queda algo importante que hacer aquí ¿Qué puede ser? Tus relatos me han impresionado, pero creo que detrás de esa tristeza se esconde una persona maravillosa, con una capacidad para escribir y relatar sobre emociones impresionante; piensa que todo es Luz y que esto que has vivido te ha hecho más grande, más sabia, más resistente a ti, a un ser que es eterno e inmortal; algo que parece imposible pero es. Un fuerte abrazo y que Dios te bendiga. http://elhombrelibre.hazblog.com/La-Verdad-b1/EL-LABERINTO-b1-p8.htm

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