Samanta Schweblin | Foto: Alejandra López

Mirar o ser mirados

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Samanta Schweblin | Foto: Alejandra López

Samanta Schweblin (Buenos Aires, 1978) culmina una trayectoria narrativa ascendente con Kentukis, una novela que radiografía como ninguna las pulsiones y enfermedades morales del individuo contemporáneo. Aquello que tienen en común sus distintas peripecias y situaciones, lo que las articula, es la presencia del fetiche tecnológico que da título a la obra y que, bajo una engañosa apariencia de mascota-electrodoméstico, tensiona al límite la pulsión escópica.

La escritora argentina se dio a conocer con El núcleo del disturbio (Destino, 2002), un volumen de cuentos premiado por el Fondo Nacional de las Artes y en el Concurso Haroldo Conti. Su segundo libro, Pájaros en la boca (Almadía, 2009), obtuvo el premio Casa de las Américas. Distancia de rescate, nouvelle o cuento extenso publicado por primera vez en 2014, finalista del Man Booker International Prize en 2017 y ganador del premio Shirley Jackson de Novela, formaliza de manera única y magistral el terror de una madre ante una amenaza exterior cada vez menos identificable y, por eso mismo, infinitamente más temible. Su compilación de relatos Siete casas vacías (2015) viene a confirmar que el cuento es el medio natural de esta autora, que, desde una cotidianidad extrañada, excava en las fronteras de la “normalidad”. El fantástico que le interesa a Schweblin es el rioplatense, donde opera un desplazamiento de la realidad que permite que aflore lo anómalo, lo ominoso y lo imprevisible.

Sin duda, el hecho de que lleve años viviendo en Berlín, y de que haya pasado temporadas en países tan distintos como México, Italia o China, explica en buena medida la vocación global y el alcance universalista de Kentukis (Random House, 2018). Esta novela coral, que sigue a diversos personajes radicados en puntos muy distantes del planeta que se conectan a través de unos peluches con cámaras, micrófono, ruedecitas y un precario programa de traducción —“el kentuki no era más que un cruce entre un peluche articulado y un teléfono”—, practica una ciencia ficción del presente o un realismo distópico, a partir de elementos tecnológicos de los que disponemos ya en nuestra sociedad de la sobreexposición mediática, pero maléficamente aliados en un artilugio aparentemente inofensivo que puede adquirirse en cualquier tienda de electrodomésticos.

Un azar comprado media en la relación kentuki, que establece una división fundamental entre amos —los poseedores del fetiche tecnológico— y peluches-esclavos. El usuario u operador del kentuki puede espiar —para eso paga— y moverse físicamente en el espacio del otro, pero queda reducido a la apariencia y al rol de mascota. Por otro lado, está la esclavitud del “amo”, que decide comprar el electrodoméstico y experimenta cómo su propia libertad mengua, sometida al escrutinio de un extraño con un potencial ignoto y, por eso mismo, feroz. En realidad, se trata de una relación radicalmente asimétrica. Ambos realizan una conexión a ciegas, pero uno de ellos le ofrenda, por así decirlo, su privacidad al otro. La relación puede ser de por vida, mientras se vaya recargando la batería; si el aparato se apaga, no hay posibilidad de reconexión. Schweblin describe con gran acierto el arrobo que produce en los compradores la acción de desenvolver el producto y presenciar cómo el aparato baja del cargador y avanza sobre sus ruedas.

“El frente de la caja era casi todo de celofán transparente, podía verse que estaba vacía, y en los lados había fotos de perfil, de frente y de espaldas de un peluche rosa y negro, un conejo rosa y negro que se parecía más a una sandía que a un conejo.”

“Pasaron unos segundos, y entonces el kentuki avanzó hasta ella. Qué tontería, pensó, pero en el fondo le daba mucha curiosidad”.

Literatura Random House

El primer capítulo, narrado con muy buen pulso, expone una de las situaciones más angustiosas del volumen, relativa al chantaje y a la extorsión a partir de registros videográficos. Aunque la novela promete grandes tensiones, lo que sigue es más pausado y está más medido o dosificado; jamás se vuelve al postulado del episodio inicial, ni falta que hace. La apuesta narrativa pasa por ofrecer una suerte de inventario de vínculos creados y sus evoluciones —mecanismos sutiles de sometimiento o dominación, amistades interesadas, ridículas e innecesarias humillaciones— en diversas latitudes, culturas y clases sociales. Todo ello ocurre a escala mundial y los interlocutores se localizan en distintos puntos del planeta. Eso sí, hay cinco personajes —Emilia, Marvin, Grigor, Enzo y Alina— en torno a cuyas historias se organiza el entramado.

Emilia es una anciana peruana que a través de su kentuki asiste a la cotidianidad de una joven alemana de Erfurt; sus avances en esta tecnología del fisgoneo acaban siendo el único modo de interesar a su propio hijo, de acercarse a él. Este ingenuo personaje, desarmado frente a su nueva relación a distancia, por su incapacidad manifiesta de calibrar el temible potencial, enteramente humano, que se agazapa tras la mascota, da la medida de la enajenación que aqueja a nuestra sociedad.

“Tenía dos vidas y eso era mejor que tener apenas media y cojear en picada. Y al final, qué importaba hacer el ridículo en Erfurt, nadie la estaba mirando y bien valía el cariño que obtenía a cambio.”

Enzo, recién separado, se encapricha con su kentuki y trata infructuosamente de establecer contacto con la persona que hay al otro lado; lo peor, con todo, es que le asigna o atribuye a la mascota tecnológica funciones de copaternidad y acaba dejando a su propio hijo a merced de una mirada pedófila.

Marvin, un adolescente guatemalteco abismado en su vida virtual —hasta el punto de que “ya no era un chico que tenía un dragón, sino que era un dragón que llevaba dentro a un chico”—, se transporta desde su ordenador al norte de Europa y vive la gran aventura de su vida; hasta le parece que dejar la marca del kentuki sobre un montículo de nieve es “como tocar con tus propios dedos la otra punta del mundo.”

“Podía comer y dormir en Antigua atendiendo cada tanto su cuerpo, mientras en Noruega los días pasarían tranquilamente, cargándose de base en base, sin añorar ni un pedazo de chocolate, ni una manta para pasar la noche. No necesitar nada de eso para vivir tenía algo de superhéroe, y si al fin lograba encontrar la nieve, podía vivir el resto de su vida en ella sin que siquiera le diera un poquito de frío”.

Grigor es un joven croata de familia muy humilde que, aprovechando la falta de regulación del fenómeno kentuki, se las ingenia para vender conexiones ya establecidas, esto es, experiencias a la carta para gente que no quiere dejar en manos del azar su futuro como mascota teledirigida. Así pues, se dedica a explorar con varios dispositivos a la vez hasta que tiene claro en qué términos puede vender cada una de las conexiones y encuentra un comprador interesado. El acceso simultáneo e intensivo a distintas experiencias acaba generándole una mezcla de embelesada ofuscación y de hartazgo.

“Había gente dispuesta a pagar una fortuna por vivir en la pobreza unas horas al día, y estaban los que pagaban por hacer turismo sin moverse de sus casas, por pasear por la India sin una sola diarrea, o conocer el invierno polar descalzos y en pijama.”

Sin duda, la historia más fascinante es la de Alina, una joven argentina que acompaña a su novio, un artista plástico, a un stage becado en Vista Hermosa, México. Los celos y el fastidio de su condición de subalterna, frente a la supuesta superioridad del creador, así como el hecho de sentir que todos sus planes son de contingencia, la arrojan a la experiencia kentuki, que en el fondo aborrece. El maltrato que termina infligiéndole al artilugio interpuesto, que tunea y boicotea de mil maneras, no deja de ser un mensaje subliminal para su pareja. Lo peor de todo es que, tras volcar toda su frustración en el bicho tecnológico, Alina será juzgada —en una sobreexposición indecente e ilegítima— por una comunidad hipócrita y éticamente aberrante. Se da, así, la terrible paradoja de que el personaje que mejor comprende y sondea la perversidad de este Gran Hermano disfrazado de otra cosa, el personaje que mejor podría desenmascarar todo el tinglado, acaba siendo su más cumplida víctima.

“¿De qué se trataba esa estúpida idea de los kentukis? ¿Qué hacía toda esa gente circulando por pisos de casas ajenas, mirando cómo la otra mitad de la humanidad se cepillaba los dientes? […] ¿Por qué nadie confabulaba con los kentukis tramas realmente brutales? […] ¿Por qué las historias eran tan pequeñas, tan minuciosamente íntimas, mezquinas y previsibles? Tan desesperadamente humanas.”

Estas cinco tramas principales vienen acompañadas de muchos otros episodios intercalados, con personajes que jamás se retoman y casos que son presentados como breves apuntes o esbozos. Esta acumulación de anécdotas y peripecias sueltas tiene como finalidad describir y sentenciar un mundo enloquecido, éticamente descarriado, en el que el potencial más temible de la tecnología se inserta con estremecedora naturalidad en contextos domésticos de lo más anodinos, condicionándolos hasta extremos insospechados. Los aparatitos asisten a sus “amos” en la compra del supermercado, participan en los juegos de cartas en el bar del pueblo, tienen parafilias varias y hasta se suicidan si consideran que el entorno que les ha sido asignado no es digno de ellos. Las noticias sobre kentukis invaden los medios, y se difunden infinidad de estrategias para lucrarse con ellos, o sencillamente para facilitarse la vida y adornarla con mil fruslerías idiotizantes.

“Estaban en las noticias a cada rato, con sus notas de color o sus historias de robos, estafas y extorsiones. Los usuarios compartían sus videos en todas las redes sociales, con sus inventos caseros de kentukis atados a drones, montando patinetes o pasando la aspiradora por casa. Tutoriales decorativos, consejos personales, milagros de supervivencia frente a accidentes insólitos.”

Estamos ante una novela que tematiza la pulsión escópica y evidencia hasta qué punto dos móviles tan aparentemente incompatibles como pueden ser el afán de notoriedad o visibilidad —la exposición en redes parece la única condición de existencia hoy en día— y el deseo de anonimato, que avala la impunidad, coexisten en la mayoría de nosotros. La ética es el centro de esta interrogación en torno a la pulsión narcisista, de suyo exhibicionista e incauta, y el voyeurismo como forma de violencia. Cabe preguntarse qué sinsentido, qué profunda enajenación puede llevar a alguien a someterse a la mirada escrutadora de un completo desconocido, o, en el otro lado, a quererse ver reducido a un bicho tecnológico. Y es que, si ya resulta inquietante la necesidad que tienen los personajes de enlatar al otro, de reducirlo a un objeto o mascota inofensiva, más terrorífico aún es el anhelo de “mascotizarse” que acusan algunos personajes de la novela.

Samanta Schweblin, con su habitual maestría y su absoluto dominio del impacto emocional, nos obliga empatizar con los personajes, a fin de que nos demos cuenta de hasta qué punto se nos parecen. La pregunta final, sublime, ilumina el mundo contemporáneo.

Ana Prieto Nadal

Ana Prieto Nadal es licenciada en Filología Clásica (UB) y Doctora en Filología Hispánica (UNED), y está especializada en el estudio del teatro contemporáneo. Como escritora, obtuvo el premio Ojo Crítico por su novela 'La matriz y la sombra' (Acantilado, 2002) y tiene relatos publicados en la revista 'Granta en español', 'El silencio en boca de todos' (Emecé Editores, 2004) y en la antología 'Todo un placer' (Berenice, 2005); también participó en el proyecto europeo Scritture Giovani 2006. En la actualidad, es miembro del Grupo de Investigación del SELITEN@T y compagina la investigación literaria y teatral con la docencia de lenguas clásicas. Ha colaborado en revistas especializadas como 'Acotaciones', 'Anagnórisis', 'Don Galán', 'Pasavento', 'Signa' y 'Tropelías', entre otras, y ejerce la crítica literaria en 'Quimera' y 'Revista de Letras'.

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