“A book is a loaded gun in the house next door… Who knows who might be the target of the well-read man?â€
Ray Bradbury, Fahrenheit 451
La primavera del 2011 en España hubo una revolución, lo leà en el Twitter.
La tele no decÃa nada, pero ya sabemos todos cómo es la tele, y mi barrio estaba muy tranquilo, pero según las redes sociales el centro de la ciudad hervÃa. Cogà la bicicleta y pedaleé hasta la Plaça Catalunya. Efectivamente, aquello parecÃa Fiesta Mayor. HabÃa un montón de gente y se hacÃan muchas fotos y las subÃan a las redes sociales para que el mundo viese lo que estaba sucediendo. Partisanos de todas las edades se abarrotaban, tomaban cervezas, se sentaban en cÃrculos, hablaban, debatÃan respetando los turnos de palabra, montaban tiendas de campaña, levantaban pancartas, carteles, escenarios, pintaban consignas en el suelo, organizaban manifestaciones, recogÃan firmas. HabÃa tantas cosas por hacer, tanto futuro por construir, que uno no sabÃa por dónde empezar. Estuve un rato paseando por la plaza y los alrededores, leyendo pancartas, carteles, manifiestos, escuchando fragmentos de debates y proclamas, y el corazón se me iba ensanchando. El pueblo unido no iba a ser vencido.
Encontré un pequeño stand improvisado en el que se acumulaban algunos libros y que parecÃa hacer las funciones de biblioteca.
Madre mÃa, pensé, ya tenemos hasta una biblioteca, los cimientos de la revolución son sólidos, la victoria debe ser inminente.
La cantidad de tiempo y dinero que se requiere para construir bibliotecas municipales por la vÃa convencional, y aquella parecÃa haberse levantado en una tarde. TenÃa un aspecto muy provisional, sÃ, con pinta de venirse abajo con el primer golpe de viento, pero ya contenÃa por lo menos un centenar de libros. Pregunté de dónde habÃan salido. «La gente los trae», me dijo el bibliotecario. Acostumbrados al toma y daca de los intercambios capitalistas tendemos a olvidarnos de lo buena que es la gente buena, y de lo fuertes que son las ganas de hacer proselitismo que emanan de algunos textos.
Ahà estaban por ejemplo Noam Chomsky, Hans M. Enzensberger, George Orwell, Aldous Huxley, Arcadi Oliveres, Saul Alinsky. Predominaban los libros que trataban de analizar en qué nos estábamos equivocando y sugerÃan alternativas de mejora, pero también era posible encontrar cosas de Mario Vargas Llosa, Eduardo Mendoza, Gabriel GarcÃa Márquez. No vi ninguno de los grandes éxitos de Karl Marx ni de Lev Trotski ni de Piotr Kropotkin, pero supuse que es que ya los habrÃa cogido alguien en préstamo. Y no tenÃan tampoco muchas revistas pero sà que tenÃan algunos ejemplares de El Jueves, que poca broma con El Jueves, parecÃa estar haciendo una labor de seguimiento y análisis de la actualidad mucho más digna que la de la prensa convencional.
El bibliotecario permanecÃa ahà de pie, con discreción, mirando a la gente que miraba los libros. No llevaba el look pordiosero con el que los medios de derechas trataron de identificar a los ocupantes de la plaza, pero tampoco parecÃa el tÃpico bibliotecario que ponen en las bibliotecas de las pelÃculas. Ni muy joven ni muy viejo, ni muy gordo ni muy delgado, con sus pantalones y su camiseta, sin más señas identificativas, ni siquiera llevaba gafas. ParecÃa un tipo normal, como usted o como yo, un héroe anónimo. PodrÃa pasar por bibliotecario en una biblioteca de verdad.
Le pregunté si podÃa ayudarle en algo. Me dijo que no, que estaba bien. InsistÃ. QuerÃa ser útil, habÃa sido un placer pasear arriba y abajo y hojear libros, pero quizá habÃa llegado la hora de poner mis brazos al servicio del levantamiento. QuerÃa poder explicarles a mis nietos que habÃa participado en algo importante, que habÃa trabajado con mis propias manos para construirles un mundo mejor. El bibliotecario me dijo que fuese a preguntar en el stand de allà enfrente, y en el stand de enfrente tampoco supieron encargarme ninguna tarea pero me redirigieron a una comisión de información que estaba en la otra punta de la plaza y que quizá sà que podrÃa ayudarme a ayudarles.
Era todo muy lioso porque no habÃa allà ninguna jerarquÃa, el follón habÃa ido creciendo de forma orgánica y las decisiones se tomaban todas o espontáneamente o de forma asamblearia. Tras preguntar a una persona tras otra fui a parar a la comisión de aprovisionamiento, que era como una cocina de campaña de la Primera Guerra Mundial. Una docena de voluntarios estaban preparando la cena, cortando cebollas, pelando patatas, cosas asÃ. Se ve que muchos vecinos iban al supermercado, llenaban bolsas de alimentos, arroz, harina, galletas, sal, azúcar, garbanzos, y las llevaban a la plaza a cambio de nada. Yo llegué allà con las manos vacÃas pero me traÃa a mà mismo como fuerza productiva al servicio de la Revolución. Me dieron un par de bolsas de basura inmensas y me dijeron que si querÃa ayudar que por favor las llevase a algún contenedor. Las agarré con firmeza. No todos podemos ser Robert Jordan en Por quién doblan las campanas. Acepté la responsabilidad que el destino habÃa puesto sobre mis espaldas y traté de llevar a cabo mi misión con toda mi hombrÃa y dignidad. Era una misión más compleja de lo que aparentaba, pues los contenedores más cercanos estaban ya todos hasta los topes y empezar a construir barricadas de residuos orgánicos no parecÃa una buena estrategia desde un punto de vista propagandÃstico. Tuve que arrastrar las bolsas hasta los contenedores de la Plaça Urquinaona.
Si algún dÃa mis nietos me preguntan quién bajó la basura de la revolución española de 2011 podré decir que yo lo hice, y lo diré con la frente bien alta. HabÃa colaborado en la gestión civilizada de los residuos generados por el pueblo. Ese pueblo que, inspirado por los aparentes logros de la Primavera Ãrabe, habÃa salido a la calle y habÃa exigido cambios. Ese pueblo que, harto del saqueo de lo público por parte de lo privado, habÃa dejado de confiar en unos polÃticos corruptos que incumplÃan sistemáticamente sus programas electorales, desmantelaban el Estado del Bienestar que tanto habÃa costado construir, rescataban bancos y desahuciaban familias. Me hubiese gustado que esa basura hubiese sido una metáfora del sistema caduco que dejábamos atrás, pero creo que era basura normal y envidié un poco al bibliotecario, que parecÃa haber sabido ser proactivo y en lugar de esperar órdenes de un mando inexistente se habÃa fabricado su propia función en el engranaje de la locomotora del progreso, poniendo un granito de arena que consistÃa en algo tan bonito como recolectar libros, ordenarlos, compartirlos, fomentar su lectura. Su tarea parecÃa mucho más épica y largoplacista que la mÃa, y el olor que le quedaba en los dedos seguramente no hacÃa tan urgente pasarse por Canaletas a lavarse las manos.
Empezaba a oscurecer y todavÃa no habÃa tenido que apartar los pies para que pasase rodando la cabeza de ningún sátrapa. El cambio de régimen parecÃa estar llevándose a cabo con sutileza. Muchas pancartas, muchos libros, muchas firmas, pocas barricadas y pocas guillotinas. ParecÃa haber cierto consenso en que la esencia del asunto era mantener la plaza llena de gente hasta que los poderosos escuchasen nuestras demandas, pero no habÃa tanto consenso sobre cuáles eran esas demandas.
Periodistas y tertulianos llegaron a acusarnos de no demandar nada, pero en realidad demandábamos muchas cosas y no todas eran compatibles entre ellas. El espectro ideológico del levantamiento era, disculpen el eufemismo, plural. HabÃa algunos anarquistas. HabÃa algunos comunistas. HabÃa algunos que me ponÃan de los nervios afirmando no ser ni de derechas ni de izquierdas. HabÃa algunos veteranos que parecÃan haber agotado sus reservas de paciencia esperando el advenimiento de la República. HabÃa feministas que apostaban por reorganizar la gramática del idioma para que el género neutro fuese el femenino, como hacÃa Ãngel Pavlovsky en sus espectáculos. HabÃa internacionalistas reivindicando la abolición de las fronteras. HabÃa independentistas reivindicando el derecho de autodeterminación de los pueblos oprimidos. Cuanto más se debatÃa más lejano parecÃa el acuerdo. Algunos grupos trabajaban en unas propuestas de mÃnimos tan mÃnimas que caÃan por ahà en algún lugar entre el programa electoral de Izquierda Unida y el programa electoral del PSOE. Algunos querÃamos por lo menos recuperar el Estado del Bienestar de antes del saqueo, querÃamos educación y sanidad públicas y de calidad, querÃamos jubilarnos con pensiones dignas, querÃamos justicia, y querÃamos que todos los votos contasen por igual.
Muchos valientes durmieron al raso y soñaron con que todo ello era posible. Sintiéndome ya un poco treintagenario, yo cedà el honor de pernoctar en el suelo a los más jóvenes y fui a dormir a mi casa, con mi colchón y mi almohadita, y volvà al dÃa siguiente, fresco como una rosa. Ya puestos, como los poderosos estaban tratando de vincular el levantamiento con las tribus urbanas de los pies negros, traté de contrarrestrar este arquetipo con mi mejor camisa y mi mejor loción de afeitado, como si fuese a una entrevista de trabajo.
Cuando llegué a la plaza, reluciente y perfumado, la dictadura de los poderes financieros permanecÃa inamovible, pero todo lo demás estaba muy cambiado. El campamento seguÃa creciendo como una barrera de coral, los stands eran construcciones cada vez más sólidas, las zonas estaban delimitadas según temáticas y actividades, las charlas se organizaban según horarios, los protocolos de las asambleas habÃan sido perfeccionados. Y habÃa un sitio en el que hacÃan reiki o yoga o algo asà y otro sitio en el que daban masajes. Eran formas muy tentadoras de luchar contra el sistema, pero fui primero a lo de la biblioteca porque en mi alma todavÃa debÃa haber trazas de moral burguesa y me daba un poco de vergüenza manosearme con desconocidos a plena luz del dÃa.
La biblioteca habÃa duplicado sus fondos. En sus rebosantes estanterÃas seguÃan predominando los ensayos y la crÃtica social, pero habÃa de todo y cada vez más. Me llamó la atención el Fans, bloggers y videojuegos: La cultura de la colaboración, de Henry Jenkins, y el Leyes del mercado de Richard Morgan. Pregunté al bibliotecario si me los podÃa llevar. Me dijo que sÃ. Como no expedÃan carnets ni tampoco reconocÃan el carné de la red de bibliotecas municipales, lo que hizo fue pedirme que apuntase mi nombre, mi número de DNI y el tÃtulo del libro en una hoja de papel. Yo era consciente de que si se nos colaba por ahà un quintacolumnista lo tendrÃa muy fácil para averiguar qué nombres, qué documentos de identidad y qué gustos literarios tenÃan los intelectuales que simpatizaban con la causa, pero últimamente ya me habÃan pedido mi firma y mi número de DNI para apoyar tantas movidas que hubiese sido absurdo negarse a darlo una vez más. Pregunté cuando tenÃa que devolver los libros y el bibliotecario puso cara de estar sorprendido por la pregunta. Me dio a entender que los podÃa devolver en una semana o dos o cuando terminase de leerlos.
Me alegró que no me metiesen prisas, pero más me hubiese alegrado percibir algún indicio de que el viejo régimen fuese a ser derrocado antes de la llegada del verano, para poder empezar ya las vacaciones con una preocupación menos en la cabeza. Pero no. Quizá las soflamas en las redes sociales nos estaban dando una idea demasiado optimista del asunto. Quizá las revoluciones no se hacÃan en un pispás y todavÃa menos las revoluciones pacÃficas. Quizá las revoluciones pacÃficas no eran siquiera revoluciones en el sentido tradicional del término. Quizá estábamos viviendo el despertar polÃtico de una generación. Quizá estábamos plantando las semillas de un árbol que tardarÃa unas cuantas primaveras en dar sus frutos. Tú te parabas a leer tres o cuatro pancartas y, sÃ, empezabas a caminar con la espalda más recta y el pecho más hinchado, pero el paro seguÃa subiendo y las polÃticas económicas de la escuela de Chicago seguÃan aplicándose como inclementes mazazos de neoliberalismo sobre los magullados cascos del proletariado.
Volvà al dÃa siguiente y lo primero que hice fue acercarme a la biblioteca. TenÃan más libros que nunca, pero ya no vi al bibliotecario que yo conocÃa. Lo que al principio parecÃa el proyecto personal de un iluminado autosuficiente ahora parecÃa estar ya llevándose a cabo de forma mucho más ambiciosa y eficiente gracias al trabajo en equipo. Seguramente el bibliotecario con el que hablé el primer dÃa habÃa terminado aceptando la ayuda de otros voluntarios desinteresados y ya habÃan montado hasta una comisión, la comisión de la biblioteca, que lo coordinaba todo con sus asambleas y sus protocolos. Le dije al que parecÃa el nuevo encargado del chiringuito que si todavÃa aceptaban donaciones me harÃa mucha ilusión que tuviesen un ejemplar de El Listo y uno de El gran libro de la cinefilia y se los di. Se los miró, los hojeó y les buscó un sitio.
Me dio mucho gustirrinÃn pensar que mis libros estaban ahÃ, al alcance de los héroes del momento. Quizá serÃan leÃdos y quizá ayudarÃan a guiar sus pensamientos mientras construÃan una sociedad más justa o al menos les proporcionarÃan unos ratitos de alivio y distracción tras tantas horas de debatir estrategias sentados por el suelo, y me imaginé volviendo al cabo de unos dÃas y encontrándomelos todavÃa allÃ, mis hijos, manoseados, leÃdos y releÃdos, habiendo cumplido su cometido, pero eso nunca llegó a suceder. No volvà a verlos, no supe nada más de ellos. Desaparecieron sin dejar ni rastro.
Según los valientes que resistieron hasta el último momento en la plaza, vinieron los mossos d’esquadra como una horda de hunos saqueando un pequeño poblado agrÃcola y lo que no robaron lo rompieron. Según la prensa oficial del viejo régimen, sin embargo, se trató de una intervención razonable y proporcionada, porque daban un partido de fútbol muy importante y habÃa que limpiar la plaza de objetos peligrosos. Entre los cuales, por supuesto, todos los libros.
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Cuando piensas en el brutal desalojo de esta acampada, tienes otra prueba más del sincero menosprecio -y siempre bien pero inútilmente disimulado- que tiene el poder polÃtico local por el debate libre democrático, por la investigación humanÃstica y por la alta cultura. Y van sumando pruebas…¿queréis más pruebas?, ¡buscad!, con afinado sentido crÃtico son fáciles de encontrar incluso entre las instituciones culturales y las leyes de promoción de la cultura. Gracias.
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