Robert Walser | Foto cedida por Siruela

Tras los pasos de Walser

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Robert Walser | Foto cedida por Siruela
Robert Walser | Foto cedida por Siruela

Si me dieran a elegir una forma breve, bella y concisa para responder a la pregunta de: ¿quién fue Robert Walser?, probablemente escogería la descripción de la primera impresión que tuvo Carl Seelig al conocerlo, anotada en su libro Paseos con Robert Walser:

“Me sorprendió su aspecto. Un rostro redondo de niño como alcanzado por un rayo, con un resoplo de rojo en las mejillas, ojos azules y un corto bigote dorado”.

Si tuviera que escoger un fragmento que diera cuenta de su obra me quedaría con el siguiente de Vila-Matas en Dr. Pasovento:

“Me gustan de Robert Walser su ironía secreta y su prematura intuición de que la estupidez iba a ir avanzando ya imparable en el mundo occidental. En este sentido yo creo que él, tal vez sin saberlo, dio un paso más, facilitó a Kafka la descripción del núcleo del problema, que no es otro que la situación de absoluta imposibilidad del individuo frente a la máquina devastadora del poder”.

Y añade:

“Me gusta en Walser, por otra parte, su heroico afán de librarse de la conciencia, de Dios, del pensamiento, de sí mismo”.

A partir de ahí, el resto vendría a ser, como se dice, literatura.

Siruela
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Robert Walser (Biel, 1878 – Erisau, 1956) resulta ser un caso sumamente singular dentro de los escritores europeos de la 1ª mitad del siglo XX. Un escritor que hasta hace pocos años era prácticamente desconocido y que va camino de convertirse en icono, que hizo del arte de pasar de puntillas y de la tentación del fracaso su deporte favorito. Aun así, el afán que hoy denominamos por desaparecer, el mito de la desaparición en la escritura, en Walser parecería ser más bien la simple intuición atemporal del escritor que quiere comprender la vida o, como mínimo, apresarla en su marco personal. Digamos, para resumir, que Walser fue un pionero, aunque probablemente lo fuera a su pesar. Aún faltaban años para que apareciese el ensayo La muerte del autor de Roland Barthes, donde ya el mismo autor es considerado un personaje moderno, fruto de la ideología capitalista. Esta idea por sí sola ya explicaría el porqué de la importancia del autor de Jakob Von Gunten. Walser, que rehusaba el elogio como la peste, era sin embargo admirado por autores que han sido mucho más celebres que él. Contemporáneos suyos como: Musil, Benjamin, incluso Kafka; más tarde Bernhard, Canetti, y que mostraron, eso sí, un aprecio elegante, eludiendo el siempre sospechoso elogio. También entre los contemporáneos más cercanos a nosotros, gente como: Julio Ramón Ribeyro, Fleur Jaeggy, Christian Morgenstern o el ya citado Enrique Vila-Matas.

Heredero (por no decir esclavo) de los últimos ecos del romanticismo alemán y del ocaso de toda una cultura, su escritura evolucionó hacia una desnudez que queda patente en sus últimas obras, los llamados Microgramas; un conjunto de textos escritos poco antes de entrar en el sanatorio –ese convento de la modernidad, dirá Canetti–, donde permanecería, parece ser que voluntariamente, hasta el fin de sus días. Unos textos escritos a lápiz en tamaño minúsculo y aprovechando todos los rincones del papel, fuera del tipo que sea (tanto es así que sus primeros editores, Jochen Greven y Martin Jürgens, tardaron cerca de 30 años en descifrarlos). Una obra que, en su digresión constante, fragmentada y carente de forma, resulta a su vez autónoma y, justamente por la falta de una voz o hilo argumental y formativo claro, posibilita la confluencia de diferentes voces (es decir esto y venirme a la cabeza el término ‘novela polifónica’ acuñado por Mijaíl Bajtín, aunque con comillas, y sin entrelazamientos ni más centro que el que se da, por defecto, en el lector). Una miscelánea de distintos géneros y estilos orquestado desde una apariencia de juego: reflexiones o máximas, relatos breves, fragmentos varios, impresiones, el simple ejercicio o divagación a modo de redacción, la poesía, así como también un diario personal con disertaciones variadas sobre su tiempo.

Siruela
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Miscelánea de un desorden descarado y caótico pero con gran habilidad discursiva e imaginativa, sin, aparentemente, otra meta que llenar el tiempo a través del discurso por el discurso, siempre inconcluso. Un maestro del flanêur en su propio cuarto, aireado tan solo por los paseos. Robert Walser convierte la divagación y todo aquello fragmentario, todos los detalles aparentemente insignificantes, en virtud que trazará la columna vertebral de su obra. Todo en su escritura parece fresco y nuevo, ocioso, pero llevando consigo un aire cargado de fina ironía que esconde un proceso de descarnado feroz, como remitiendo al instante en que, en palabras de Claudio Magris,

«se debilitan las conexiones de su totalidad [y en donde] esa naturaleza revela «una última e intocable belleza», como en muy pocos poetas modernos «.

Sin embargo, Walser, siempre pendiente de convertirse en un cero a la izquierda, se inclina a despreciar todo lo que tiene que ver con su obra y con él mismo. Así, le leemos cosas como:

“Algo se cierne sobre mis labios, que en general no se debe dejar salir, con lo que reconozco que pertenezco al nutrido grupo de charlatanes que aseguran de viva voz o per escrito que son discretos. La auténtica discreción, sin embargo, no permite esta aseveración, sino que prescribe que hay que decir hasta el final aquello de lo que se ha comenzado a hablar”.

Un despreciar no exento de cierta sorna y una actitud concienzudamente crítica frente la propia obra que no puedo evitar relacionar, si se me permite, con la de nuestro poeta Francesc Garriga.

Por otro lado, ¿qué cabe decir del mito de la desaparición en la escritura que no verse sobre el acto mismo de la escritura? O es que “escribir para desaparecer no es en realidad un querer ser encontrado?”, nos dice Vila-Matas. En este sentido, uno se encomienda a las palabras de Maurice Blanchot:

“La obra escrita produce y demuestra al escritor, pero una vez hecha no da testimonio sino de su disolución, su desaparición, su defección y, para decirlo brutalmente, su muerte, de la que por otro lado nunca queda una constancia definitiva”.

Al fin y al cabo la literatura permite dotar a la vida de un sentido que no tiene, que es otro modo de decir aquello de Wittgenstein: “Los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo”. En fin.

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El mismo periplo en el que se sumió el escritor suizo nos conduce a aceptar que en las partes más bajas de la existencia puede resonar una música bella pero inaudible para el oído común, una música que parece brotar de haber palpado su propia existencia una vez cruzado el limbo de la identidad impuesta –aunque no se pueda tener la certeza de haberse cruzado, sino más bien de permanecer en él–, de la terrible ambigüedad de todo cuanto acontece en un mundo donde su propia apariencia deviene tan solo una posibilidad más. Una existencia solitaria pero siempre nueva, que tiende al instante y por tanto descansada del lastre de los recuerdos, una música de la que se desprende una “bella desdicha”. Por ejemplo, en su libro El bandido el autor afirma:

«Los hay inmaduros más maduros que los maduros, e inútiles a menudo más útiles que los útiles; además, no veo por qué todo tiene que estar dispuesto para su utilización inmediata o a corto plazo. ¡Alegría!».

Incluso en el caso de Hölderlin, con similitudes al suyo y que cita a menudo, como haciendo elusión de sí mismo, Walser insinuará que las nieblas y entenebrecimiento que se le otorgaba no resultaban ser tales si éstas se palpaban desde la proximidad adecuada. Lo podemos leer en las conversaciones con Carl Seelig: “Estoy convencido de que en los últimos treinta años de su vida Hölderlin no fue tan desdichado como lo pintan los profesores de literatura. Poder soñar en un inmodesto rincón, sin tener que responder a continuas pretensiones, no es ningún martirio. ¡Sólo la gente hace que lo sea!”.

Por otro lado, la obra de Walser nos permite también adentrarnos en la relaciones de poder, y ver como se insiere –a su modo peculiar– en la dialéctica criado-amo que, de Diderot a Hegel, ha ido practicando la literatura occidental y que no es sino la representación del modelo ilustrado en la carrera del Hombre que se pretende emancipado y libre. Pero si bien en el caso de dicha dialéctica la figura del amo era la que vencía al otro por imposición, deviniendo el criado un mero objeto, en el caso que nos ocupa el rol de los personajes se intercambia para contarnos como, poco a poco, el dueño terminará por necesitar el criado al que le ha delegado todo el trabajo y, por lo tanto, todo el contacto con la realidad. Lo vemos por ejemplo en Jacques el Fatalista, donde Diderot nos cuenta magistralmente una historia en la que el dueño termina existiendo en tanto que dueño del criado, es decir: ya no tiene identidad, su identidad ha sido transferida al criado que se convierte en la verdad de dueño y, por lo tanto, en el dueño real. Se invierte la dialéctica amo-criado y el criado termina por suplantar al amo. Del mismo modo Walser practica una actitud vital dedicada al servicio y al olvido personal que vemos reflejada en sus obras: «Sólo en las regiones inferiores consigo respirar» escribe en Jakob von Gunten. Para Claudio Magris:

«servir significa liberarse del peso de la libertad y de la esclavitud íntima de la responsabilidad, que fuerza participar culpable y activamente en el engranaje monstruoso». No sólo se invierten los términos sino que el criado decidirá permanecer criado desde donde liberarse de la prisión social, o como dice Magris: «desvanecerse de las apariencias de lo múltiple, evitando así ser aprehendido y hecho prisionero por la religión social«. Para el siempre virgen Walser «la falta de pretensiones es una arma, quizá de las mejores de la existencia».

En lo que se refiere a vida y obra de Robert Walser resulta difícil saber dónde termina la escritura y empieza el escritor, y viceversa (aclarar que tomo aquí la palabra Escritura en un sentido más bien poético; quizá debería referirme a estado de consciencia para nombrar el flujo que se movía dentro del escritor suizo y que vemos plasmado en sus libros pero también en su vida). En este sentido, veamos la transcripción de una conversación que tuvo con Carl Seelig durante uno de los paseos. Dice:

“-Las nubes son mis favoritas. Parecen tan sociables como buenos y callados compañeros. Hacen el cielo más agitado…, más humano”.

De este modo, diríamos que es la misma historia literaria la que permitirá completar el proceso de su obra quijotesca. Porque una vez en el sanatorio la escritura ya no será el acto de expresión, sino tan solo un acto más de expresión, de la misma índole que cualquiera de las actividades diarias que acomete ociosamente, de un modo parecido a cómo puede contemplar una flor o tomar una cerveza en una de las tabernas que encuentra entre paseo y paseo. La vida se ha convertido, por así decirlo, en escritura, talmente un niño que en

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cada momento descubre las cosas de un modo nuevo, renovado. Una escritura que no puede concluir nada y que se convierte en su propia expectativa, que parece que se complace en echar de menos para así poder seguir soñando. Una escritura similar al trazo de una goma de borrar que va dejando rastros de migas, una fragmentación continua de recuerdos (imaginados o no) que, usados de un modo casi impresionista, le permite una narración minuciosa, obsesiva, esto es: un acto de escritura pura.

«Su estado ideal es el de la amnesia pura», nos cuenta Sebald en El paseante solitario, para añadir: «Benjamin ha señalado que cada frase de Walser tiene por objeto hacer olvidar la anterior”.

También Claudio Magris lo contextualiza e insiere en el marco de la escritura: «Walser es el poeta de una vida que deja entrever su riqueza sólo antes de que la forma la haya sistematizado». A mi modo de ver, el entrever “antes de que la forma lo haya sistematizado” sintetiza perfectamente el conflicto del choque entre sus miedos, deseos y contradicciones, y nos da una idea de la lucha imposible en la que se sumió el escritor. Por otro lado, me aventuro a decir que, sin pretenderlo, su obra rompe con los estereotipos del malditismo y también nos pone sobre aviso respecto a una fórmula tan aceptada hoy en día como es la de la contracultura. Como si en el fondo tal cosa no existiera más que para poder nombrarse, como si llegados a cierto punto el término fuera ya una contradicción en sí mismo.

En cualquier caso, la suposición de que Walser era plenamente consciente de lo que escribía obliga a hacer una lectura en clave irónica y con mucha prevención. Si hay locura, esta forma parte de cierta beatitud; si hay beatitud, esta proviene de cierto desgarro interior. Nada nuevo. Se trata sin embargo de una locura creativa, incluso necesaria. En este sentido, y aún a peligro de citar en exceso, no puedo evitar añadir el siguiente y esclarecedor pasaje de Sebald, extraído de Un paseante solitaro:

“se dio cuenta con frecuencia de que precisamente el peligro de la enajenación mental le permitía a veces una agudeza de observación y expresión imposible cuando se está plenamente sano”.

Ya hemos comentado que tras sus narraciones extremadamente delicadas, llenas de apuntes costumbristas y a la vez delirantes, se deje entrever una irreparable y extrema soledad, con intuiciones sorprendentes sobre lo que terminaría siendo su propia vida. La contradicción no es sino un mecanismo que deja entrever un movimiento vital singular. Una escritura vestida de buenas maneras y buen gusto que si uno se queda en la apariencia puede incluso resultar frívola, pero que por poco que se hurgue deja entrever una escritura insobornable que consigue transformar todo del peso de la maleta acumulada en algo ingrávido, una escritura que, a mi modo de ver, terminaría por poner nombre a muchas almas venidas y aún por haber a lo largo del siglo XX. Probablemente la escritura se afirme en él como en pocos escritores porque realmente fue uno de los pocos espacios de libertad que conoció, hasta el punto de mostrar-nos una vida que apenas difiere de ella.

Robert Walser, en fin, vivió su vida y nos dejó una obra. Quizá esto debería bastarnos. Al fin y al cabo se deja de escribir del mismo modo a como uno se marcha de verdad: sin decírselo a nadie.

Ramon Boixeda

Ramon Boixeda (1981) ha escrito los libros de poesía ‘La pell fina’ (Viena Edicions, 2013) y ‘El sedàs’ (LaBreu Edicions). Ha colaborado en distintas revistas literarias como ‘Poetari’ o ‘Barcelona Review’, en el digital de cultura ‘Núvol’ y ha ejercido de cronista para el Festival Internacional de Poesia de Barcelona y la Setmana de la poesia de Barcelona.

3 Comentarios

  1. all I can think of now is how disappointed he might be.Oh I don’t know. You can only be disappointed if you were expecting something. And from what we’re hearing today none of them were expecting any of this.huge age difference I must say theT.h.uruogI hope it’ll be! I wish them nothing but the best (:Me too. But apparently not everyone shares our sentiments on this.

  2. Haha, leuk de vergelijking met Bell. Bell heeft ooit (toen hij nog bij het patentbureau werkte) het patent voor de telefoon gejat van Meucci, omdat deze de kosten ervoor niet kon betalen. Vlak voor de rechtszaak overleed Meucci helaas.En Henry Ford was antisemiet….

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