– Mira hacia atrás y rÃete de los peligros pasados.
Esta frase de Walter Scott, autor de novelas como Waverley o Ivanhoe, resuena con toda la fuerza cuando observamos, desde Calton Hill, la calma glauca de Edimburgo. Un parque público levanta el cuello en lo que un dÃa fue un volcán, coronado por una extraña combinación de monumentos neoclásicos que nos podrÃa hacer creer que estamos en Grecia. Aquà la ciudad se pone de perfil para nosotros. Rodeamos la colina a través del camino de Hume, filósofo por excelencia de la capital escocesa. El empirismo se comprende mejor cuando se pisa tierra mojada.
Desde Calton Hill lo observamos todo: el castillo, enfilado en su fábula gótica, corazón que levita sobre la piedra negra. Y los jardines de la princesa, o el monumento al propio Scott, “ardiente patriota†que vigila, como un Gran Hermano, que la urbe no pierda su fuerte identidad.
Otro de los grandes poetas escoceses, Robert Burns, canta La lágrima:
“Abajo en el arroyo joven, en el cansado castillo verde /
Pues allà deambula entre melodÃas permanentesâ€.
Pronto nos acercaremos a Leith, el verdadero músculo de Edimburgo (aunque hasta 1920 no pasó a formar parte de la ciudad), donde los habitantes no son de cuento de hadas, ni magos gafotas. El rostro marcado de los viejos estibadores, su temperamento únicamente sosegado a base de barriles de cerveza, se puede apreciar en locales como el The foot of the walk, un lugar en el que aún radiografÃan con la mirada al foráneo. Simple curiosidad. Aquà no hay parque temático que valga. Las familias se sientan, beben pintas, y comen pescado y patatas fritas. Las gruesas risas estremecen en una comunidad que, lejos de la postal, sortea como puede la crisis que todavÃa le acecha.
Es en este puerto, que algunos quieren poner de moda, donde encontraremos iglesias en venta, centros religiosos a los que les han arrancado hasta el reloj. Pero el paso del tiempo es innegociable, y las gaviotas gritan frente a las cruceros que han decidido que esto es la verja de Harry Potter.
Subiremos de nuevo a Old Town para recordar que Edimburgo es, también, misterio, lluvia y niebla, y esos closes en los que Stevenson pretende ocultar a su doctor Jekyll convertido, ya, en mister Hyde. Si ParÃs nos ofrece sus galerÃas para escapar de la farándula de las franquicias, la condición de posibilidad de la urbe escocesa se forma con adoquÃn, escalera mordida, y musgo en la pared. Advocate’s close es uno de esos callizos oscuros que conectan las grandes avenidas. El verdadero placer de la ciudad es perderse por ese asombroso arsenal de caminos entrecortados y enigmáticos.
Algunos gaiteros van entreteniendo al turista. Dice cualquier guÃa oficial que para ser un visitante realmente disciplinado tendrÃamos que comenzar nuestra ruta por el castillo. Bien. Desde allà recorreremos la Royal Mile (en su mercado, ubicado en una antigua iglesia, veremos la desacralización en forma de mantas de colores y bufandas a juego) hasta el Parlamento Escocés. El edificio, valiente y arriesgado, es obra del arquitecto barcelonés Enric Miralles. Justo enfrente está situado el palacio de Holyrood (donde Isabel II pasa parte del verano). Lo que hay al lado, donde las rocas acarician sus flores amarillas, nos hará cambiar para siempre la concepción que tenÃamos de lo que es un parque. Su ladera nos permite contemplar otra perspectiva de una ciudad que es Patrimonio de la Humanidad desde 1995.
La Atenas del norte, como algunos aún la llaman, tiene inscrito en su escudo el lema “Nisi Dominus Frustraâ€. Se trata de una alusión bÃblica. El salmo dice en realidad: “Si Dios no construye la casa, en vano trabajan los que la construyen. Si Dios no guarda la ciudad, el centinela se desvela en vanoâ€. Otra vez, desde esta colina casi salvaje, deberemos reÃrnos, como nos pide Scott, de los peligros pasados. Seamos, pues, centinelas despreocupados.
Toda la ciudad es una invitación a la lectura. De nuevo en el centro, en St Andrew Square, será casi imposible no sentarse, simplemente, a respirar. Allà empieza una suerte de cuadrÃcula en la que se conectan cuatro calles paralelas. En la más interesante, Rose Street, podemos encontrar el pub The Kenilworth, tÃtulo de otra de las novelas de Sir Walter Scott.
El tren que sale de la estación central, Waverly, divide Edimburgo en dos. La National Gallery nos acoge (entrada gratuita a la exposición permanente). Desprevenidos, nos asaltará una pintura del Greco, aproximadamente de 1590, titulada Una alegorÃa. Dos jóvenes, acompañados por un mono, descubren la pasión. La mujer (¿o es un hombre?) sopla la candela, pero ni ella misma sabe si es para rebajar el fuego o para que la llama invente todos sus efectos. Bufamos con ellos. A ver qué pasa.
El omnipresente Scott, quién sabe si desde esa misma tela, nos habla de nuevo al oÃdo:
“Oh! what a tangled web we weave
When first we practice to deceive!â€.
Qué enmarañada red es Edimburgo. Qué arrebatos, verdes y áureos, ocultan sus angostos secretos. Ahora sÃ. Miremos hacia atrás. Sin miedo.