Foto: Pexels | Jamie McInall

Ludum, ergo sum

La quinta edición del congreso de Periodismo Cultural, organizado por la Fundación Santillana y el Centro Botín de Santander, se ha dedicado a la industria de los videojuegos

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Foto: Pexels | Jamie McInall

¿Qué nos hace humanos? Esa ha sido una pregunta que, desde hace siglos, ha afectado la manera de relacionarnos con nuestro entorno y con nuestra propia historia. Hemos aceptado, desde 1758, gracias al trabajo de Carl von Linné, que somos Homo sapiens. El conocimiento, y cómo accedemos a él, suele ser una seña de identidad de la civilización. Pero, frente a a la terminología biológica, Henri Bergson, en 1907, propone autodefinirnos como Homo faber, por nuestras capacidades de fabricación desde tiempos inmemorables. La persona que sabe y que fabrica, sin embargo, no aún no es un ser humano completo. Johan Huizinga escribe un ensayo, en 1938, donde reivindica la función social del juego. Alguien podrá decir, con razón, que los animales también juegan. Pero el Homo ludens, tal y como lo defiende el filósofo holandés, se caracteriza porque sabe interpretar los límites del juego. Somos humanos porque sabemos cuándo estamos, o no, jugando. Esa frontera, que otros llamarán “pacto de ficción”, es la que realmente nos permite imaginar y encarnar todos los mundos posibles. Desde la ética de la representación.

Basilio Baltasar en el Centro Botín

Basilio Baltasar, director de la Fundación Santillana Cultura, abrió la quinta edición del Congreso de Periodismo Cultural, que tuvo lugar en el Centro Botín de Santander, recordando que “el periodismo afronta el origen y las causas de los conflictos”. Y que los organizadores del encuentro acertaron al escoger el tema lo demostró el debate abierto entre periodistas especializados y periodistas generalistas. Más allá del existente conflicto generacional, lo cierto es que el asunto tiene tantas capas que cualquier posición cerrada, fuese apocalíptica o panegírica, quedaba rebatida por una nueva perspectiva. Porque el videojuego, como se pudo ver, puede analizarse tanto desde su dimensión artística, como desde un análisis del volumen de negocio, desde sus posibilidades terapéuticas, desde los riegos de adicción que comporta en los más jóvenes, desde una posible apología de la violencia en algunos productos, o, incluso, desde el entretenimiento como acto de voluntad libre del individuo.

Es por eso que el congreso, bautizado en esta ocasión como Game Over, supo poner sobre la mesa un conflicto que no se deja domesticar por la lógica de la causa y el efecto. Los conflictos complejos son calidoscopios para el periodismo. Y cada punto de vista funciona como un espejo que refleja muchas más cuestiones que las que esconde la afirmación aparentemente neutra.

Gregorio Luri en Santander

Fue el pensador Gregorio Luri, presentado por Sergio Vila-Sanjuán, quien se adentró en la constancia antropológica del juego. Acudiendo a Melville, el pedagogo recordó que el niño necesita desde muy temprano otear lo posible, y que lo hace a través de las “experiencias audaces”. “Renunciar al azar es renunciar al lance”, sostiene, aunque reconoce que existe un paso muy débil entre estar absorto y caer en la adicción. Pero es la expectación lúdica, una atención sin necesidad de voluntad, lo que caracteriza el juego. En el juego, como en la caza, nadie se distrae. Solo el que no sabe jugar.

El niño (también el adulto) busca su propia autonomía en el juego. En el juego, o en la lectura, ni la familia ni la escuela protagonizan cada uno de sus movimientos. Es la transgresión de lo real, y esa zona fronteriza con lo virtual, cuando el campo en el que nos movemos aún tiene forma de osmosis, lo que nos permite protagonizar la aventura. El juego, y la lectura, nos dan acceso, también, a los mitos fundacionales del ser humano. Poder decir en alto “me han matado”, desde la vida, es lo que mejor nos adentra en el territorio de la dramatización lúdica.

No son pocas las voces que acusan al videojuego de banalizar la violencia, de insensibilizar a los adolescentes, y de potenciar el odio hacia los más vulnerables. Incluso algunos hablan de “apropiación cultural” en algunos productos. Lo cierto es que podríamos decir exactamente lo mismo de la literatura. Pocas cosas hay más sanguinarias que el retorno de Ulises a su amada Ítaca. Pocas cosas hay más imprudentes que el viaje onírico y salvaje que emprende Don Quijote de la Mancha. Pocas cosas hay más crueles que las derivas vengativas de los grandes arquetipos de Shakespeare. Lo que nos permite el juego (y la literatura es un sistema complejo de juego) es acentuar la tensión entre acción y significado.

El mundo sufre su propia aceleración. Y claro que los videojuegos pueden abrir todas las cajas de Pandora en una sociedad que confunde una tira cómica con un atentado contra el derecho al honor, un sketch satírico con un delito de odio, o la letra de una canción con la apología del terrorismo. Sin juego no hay cultura. Sin pacto de ficción no hay comunidad. Necesitamos códigos compartidos para saber cuándo estamos en el territorio de la representación y cuándo en el territorio de la literalidad. Algo así es lo que intentaba explicar Umberto Eco cuando proponía reemplazar la idea de diccionario por la de enciclopedia, el modelo capaz “de expresar la complejidad de la semiosis en el plano teórico, y también como hipótesis reguladora en los procesos concretos de interpretación”.

En esa línea, en la de nombrar un mundo en común, Basilio Baltasar propone llamar “videojuego” al ejercicio de habilidades diversas que conservan el sentido lúdico del juego y desarrollan su propia narrativa. Y llamar, por el contrario, “tecnogame” al producto “ludópata” que promueve el sadismo y que “aniquila la dimensión espiritual” del ser humano. Wittgenstein ya nos advirtió de la importancia de convertirnos en creadores de nuestros propios juegos de lenguaje, recordando que el artefacto comunicativo pertenece, siempre, a una colectividad y nunca a un individuo aislado.

Enseñar a jugar es enseñar a leer. A identificar los códigos compartidos y a distinguir, en todo momento, las hipótesis de sus metáforas. Por eso el mayor reto educativo de nuestros días no es prohibir los juegos violentos, sino enseñar a identificar cuándo habitamos (como personajes de ficción) la dramaturgia de un mundo imaginado y, a la vez, ayudar a combatir un mundo analógico que se nos presenta (con demasiada frecuencia) como el frágil teatro formado por simples espectadores. En esa aventura, un desafío sin tregua, el ser humano se verá a sí mismo como una mujer y un hombre que, al mismo tiempo, conoce, fabrica y juega.


Foto: Pexels | Raw Pixels

Albert Lladó

Albert Lladó (Barcelona, 1980) es editor de Revista de Letras y escribe en La Vanguardia. Es autor, entre otros títulos, de 'Malpaís' y 'La travesía de las anguilas' (Galaxia Gutenberg, 2022 y 2020) y 'La mirada lúcida' (Anagrama, 2019).

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