Detalle cubierta 'La muerte de mi hermano Abel' | Sexto Piso

La muerte de mi hermano Abel

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Detalle cubierta 'La muerte de mi hermano Abel' | Sexto Piso
Detalle cubierta ‘La muerte de mi hermano Abel’ | Sexto Piso

“Espero que no le moleste, mi estimado mister Yéi Yí Brodny, que yo, en mi esfuerzo por desvelarle las distintas capas paleontológicas que han formado mi persona, no vaya desenredando de forma cronológica el hilo de mi relato, sino que tire de él a veces de un lado, otras veces del otro, a fin de revivir aquí o allá algún que otro instante significativo, alguna que otra situación o episodio reveladores, y, de ese modo, ilustrar lo que, por alguna razón determinada, a mí me parezca digno de ser narrado: un yo que, en una continua regeneración, se reproduce a sí mismo como un equiseto, pero que en esa fase de crecimiento segmentada en fases se va volviendo cada vez más ajeno e insondable para sí mismo, de modo que al final el tiempo vivido, el mundo experimentado le parecen el proscenio de continuos cambios, con infinidad de escenas y bastidores, en una pieza teatral cuyo autor no se ha atenido a la clásica regla de una unidad de tiempo y lugar -y donde, naturalmente, el protagonista de la tragicomedia es siempre alguien distinto, aunque en cierto modo siga siendo él mismo, un fantasma de sí mismo-.”

Aristides Subicz es un guionista de cine centroeuropeo, gentleman, irreverente, mujeriego y vividor a partes iguales -hijo de una mujer de dudosa reputación y criado por unos tíos: el tío Helmuth, un ingeniero con ínfulas de alta sociedad y convencido espiritista; la tía Hertha, sufrida ama de casa; la tía Selma, hermana de Hertha, solterona; y el primo Wolfgang, incipiente nazi-, a medias sentimental a medias descreído, siempre cínico, que, con el fin de escribir la Gran Novela Europea del siglo XX -y hacerse merecedor del Premio Nobel de Literatura-, ha acumulado durante diecinueve años ingentes cantidades de material en cuatro carpetas, Pneuma, A, B y C, referente a su vida, transcurrida entre el fin de la I Guerra Mundial y los años 1960. Todo este material, expuesto de forma desordenada y desigual, caótica como la misma Historia del siglo XX, es presentado ante la petición de un afamado agente literario norteamericano, “el más grande agente literario internacional”, que le ha pedido que lo resuma “en tres frases” -¿por qué escribir una novela de 600 páginas? ¿Se puede resumir una novela “en tres frases”? ¿Merece la pena leer una novela que podría explicarse en tres frases?- para valorar su publicación, es La muerte de mi hermano Abel.

“El libro que dé testimonio del hombre en la segunda mitad del siglo xx, de su heroico esfuerzo para salvarse de sí mismo.”

Formalmente, el agente es caracterizado en ausencia, pues no hace ninguna intervención directa en el texto, pero queda perfectamente personificado por las intervenciones de Aristide; se trata de una arriesgada vuelta de tuerca a la literatura epistolar, la forma clásica y de referencia en que el narrador se dirige a un tú no presente.

El libro que resultaría de la elaboración de estos materiales jamás verá la luz, pero la narración subyace entre los documentos transcritos con una triple función que intenta responder a la pregunta de para qué se escribe:

1.- La narración crea el mundo. La palabra escrita no es sólo un baluarte tras el que uno se escuda; el mundo necesita ser contado para que se convierta en real, el pasado no existe sin relato que lo invoque; la narración no es una distracción del dilettante, ni se relata para conseguir escalar socialmente: la narración crea un mundo, y las metáforas lo multiplican hasta que se manifiesta este multiverso en el que se desenvuelve la acción.

“Para gente como nosotros, una conciencia tranquila es un atraco a la propia obra. La ligereza es malversación. El trabajar de buen ánimo, a fin de acabar rápido, es un sabotaje. Usted (como la bella Maud) podría responderme que el arte de vivir consiste en saber solucionar constantemente las nuevas tensiones que se crean antes de que se conviertan en auténtica crispación. Pues el arte de la escritura es lo mismo. Palabras de oro, presuponiendo que uno viva su vida con autodeterminación y que ésta, en su mayor parte, no es vivida. No soy yo el que escribe, mi adorado Brodny, eso escribe desde mí.”

En esta situación el narrador es Dios, creando desde la nada y separando la luz de las tinieblas, y siempre con implicación moral: la narración no es un hecho neutro; ni siquiera,  si tiene intenciones de ser verdad, debería ser interpretable; del mismo modo, el propio narrador no puede tomar la distancia requerida para no verse envuelto en el conflicto: su  intervención no debe limitarse a reproducir los hechos -“la realidad no está constituida de procesos. Está hecha de existencias […]: No se trata de contar cualquier historia irrelevante con estilo literario, sino de crear una realidad a partir de ciertas existencias, una realidad en la que se refleje -casi hasta provocar miedo- la realidad que hemos vivido y experimentado”-, sino también, y sobre todo, a reflexionar sobre el propio arte de narrar.

“Nadie dice que las novelas tengan que ser forzosamente autobiográficas. Por el contrario: muy difundido está el criterio de que no existe una autobiografía en sentido estricto.”

El libro no puede traspasar en ningún caso los límites del yo que se narra a sí mismo, ni éste transgredir los límites del libro: esta es la decisión de tipo moral -cuya justificación plantea la cita de Wittgenstein en uno de los epígrafes de un capítulo: “Todo lo que vemos podría ser de otra manera. Todo lo que podemos describir podría ser de otra manera”- que guía la búsqueda del personaje y limita las opciones, pero asegura en mayor medida que cualquier otra opción la fiabilidad del texto.

“Añádale a ese yo, ahora, un libro (o el libro en torno a ese yo), y podrá crear usted una secuencia mucho más simple, pero más endiablada: un hombre que quiere escribir un libro sobre un hombre que, a su vez, quiere escribir un libro sobre un hombre que quiere escribir un libro… Y precisamente ese círculo diabólico es el que representa mejor nuestro caso, estimado amigo: corremos en él, en círculos, como ratas en una trampa, sin poder alcanzarnos nunca. Y cuando empezamos a hacer preguntas sobre el propósito y el sentido de todo ese empeño, sobre lo que nos motiva a preguntar por un propósito y un sentido, todo se convierte en un auténtico torbellino. Ahora bien, sea como fuere, yo no soy más que mi historia. Y esa historia es, a su vez, mi libro.”

2.- El relato revela la identidad. La exposición, aunque desordenada, rastrea en los diversos individuos que han protagonizado cada episodio e indaga en los elementos comunes persiguiendo e identificando los trazos que conforman una sola identidad.

“Porque escriba lo que escriba, siempre, a la larga, me escribo a mí. Cualquier cosa que narro, siempre, a la larga, me narro a mí. En otras palabras: no soy yo quien vive mi vida, mi libro me vive. Y lo que vivo, cómo lo vivo, queda determinado por el éxito o el fracaso de mi libro.”

El tiempo afecta de tal manera a la memoria que su transcurso borra los detalles de lo vivido; la conciencia escamotea las malas experiencias -el cerebro debe considerarlo una cuestión de supervivencia- y provoca un inversión de los valores existentes en su día, desconsiderando parte de la experiencia como “sobrante”, y quedándose con aquello que habla de un nosotros afectado y manipulado, en definitiva, haciendo pasos graduales para modificar nuestra identidad y convertirnos no en aquello que somos sino en aquello que queremos ser; la única forma de recuperar nuestra identidad real es el relato veraz de la totalidad de experiencias que nos han sucedido, una narración en la que el narrador se pliegue a la verdad olvidando (lo que él cree, a cada momento que es) la realidad.

“El tío Ferdinand inmortaliza el mundo en el que ha vivido. Y como ve que ese mundo amenaza con perder su conciencia de sí (y que, aunque continúe existiendo, ya no será nunca más lo que fue), hace el inventario de su momento de mayor esplendor y lo transfiere de la fugacidad de lo temporal a la atemporalidad de los mitos. Con ello se inmortaliza él mismo: deviene artista, reinventor de su propia época. Él no hubiera ni siquiera existido, si no existiera ahora en su crónica.”

El desarraigo, físico, tras catorce años de exilio, y mental, porque la pertenencia se pierde con el desuso, contribuyen a diluir esa identidad; si se quiere recuperar hay que inventarla de nuevo con el relato, integrando las ruinas de la antigua y la argamasa del mito que debe erigirse en lugar de esa memoria que o se ha perdido involuntariamente o se ha rechazado porque estaba marcada por el dolor y la pérdida. La escritura tiene un primer objeto inaplazable: la autobiografía es la escritura en estado puro, un sujeto que escribe sobre sí mismo y desde sí mismo es la única forma de salida que precisa de todas las formas estilísticas disponibles, un muestrario de estilos, cada uno distinto y utilizado para cada una de las fases de la autobiografía.

Este proceso de búsqueda de la identidad concluye en la transformación de un personaje real en el personaje narrado, el protagonista de la autobiografía, sucediéndose un intercambio de cualidades para limar las diferencias que existen entre ellos y que podrían dar lugar a una especie de disonancia cognitiva: así, el personaje real copia, adapta y modifica al personaje literario hasta que éste se convierte en irreconocible, e incluso, en el caso extremo, puede autonomizarse del modelo y adquirir vida propia -es decir, una nueva identidad-. Dado el ansia de independencia de los personajes, incluso de los que aparecen en las autobiografías, ¿hasta qué punto no es posible que el protagonista de éstas, es decir, el autobiografiado, vaya independizándose también del autor y convirtiéndose en un personaje autónomo que va alejándose de él: un personaje “legendario”?

3.- La narración como venganza. Aunque los vencedores tienen a la Historia a su favor y han podido imponer la realidad, su realidad, de la victoria, a los vencidos les queda aún la posibilidad de armar con el relato la venganza por su derrota. Este no es un proceso directo ni la escritura se relaciona con la venganza de forma causal: el trayecto incluye, como estación intermedia entre el pasado que se pretende vengar y el propio acto, a una reacción instintiva enormemente adaptativa -es decir, favorecedora de la supervivencia-: el miedo, esa reacción que puede paralizar e inutilizar -en cuyo caso el individuo sucumbre a su propia reacción-, pero que también facilita, con unas respuestas orgánicas específicas y direccionales, la perduración del sujeto. Es este proceso «hecho-recuerdo-miedo-defensa» en su conjunto, implantado en la conciencia y diferido hasta que las condiciones sean favorables, el que desencadena la venganza, que, ante la ausencia probable del enemigo, tiene en la narración su materialización más efectiva. Aristides teme no poder escribir su libro, y la razón última que le hace capaz de escribirlo es la venganza.

«Cierto: como narración tenía una fuerza aplastante […]. Gracias a ello tampoco me harté yo de contarla… Quiero decir, de vengarme, porque de eso se trataba en realidad en cada ocasión: un acto de venganza. Venganza por la traición al sueño de nuestras vidas, por nuestras expectativas abrigadas en vano, por nuestra juventud desperdiciada, por nuestra vida vacía y abstracta; venganza por la pérdida de la realidad, por nuestra inocencia vital perdida, por el humillante juego del demiurgo al imponernos una existencia en circunstancias ridículas: el juego de situarnos en medio de la vida para luego robárnosla… «

Venganza por lo perdido, venganza por lo que no sucederá; venganza por el perjuicio, venganza por la prescripción de la esperanza; “venganza por nuestra culpa en todo ello, y venganza contra mí mismo por su muerte”. La venganza persistente es la venganza escrita, escribirla es el único cuestionamiento a los vencedores.

Aristides, un individuo que ha puesto precio a su libertad, precio que nadie ha satisfecho, es un apátrida voluntario, un hombre que ha renunciado a sus raíces en beneficio de su independencia -cuando, es cierto, ninguna patria se ha hecho merecedora de su adscripción-.

“Hay demasiadas patrias para mí como para poder decidirme por una.”

Ello no obsta, sin embargo, para que se vea afectado por el extrañamiento del refugiado, del emigrante: extraviada la patria, perdido en el exilio; perdidas las referencias, siendo tan imposible como es adquirir las nuevas, siempre será un extranjero donde vaya desde el punto de vista de los aborígenes, pero también desde el suyo propio, olvidado el sentido de pertenencia. ¿Cuál es la razón, entonces, de que Aristides haya establecido su residencia en París, la capital del país más nacionalista de Europa?

“Así y todo, a estos náufragos de la vida, lanzados hacia ella y luego expulsados por ella misma, les ha ocurrido algo maravilloso: algo ha sucedido que los conforta, los refuerza y los eleva. Los desechos se han convertido en franceses, hijos de la nación con conciencia de sí, donde vivirán hasta la ancianidad, dignamente envueltos en la bandera de las frases hechas, arrebujados en ella como momias, aislados hasta la neurosis obsesiva, rígidos y llenos de orgullo: orgullo de conformar, con otros millones de seres aislados, el colectivo que lleva el glorioso nombre de La Nation Française, el cual, de un modo ciertamente abstracto, pero eficaz, añade a su existencia, por mísera que sea, una dimensión que la hace invulnerable, ordenada, probada y gloriosamente transfigurada de una vez y para siempre: y cada individuo es un bocado exquisito, tricolor, inmerso en la gelatina de su cultura nacional.”

Es posible que existan razones históricas, por un pasado brillante, o políticas, por su forma de gobierno, aunque la razón principal parece ser que París, y Francia por extensión, sea el único lugar donde siga vivo el antiguo espíritu de Europa. París que no es lo que parece ni pertenece realmente a los franceses, es un decorado de cartón-piedra construido para dar una ilusión de realidad de modo que cualquier no-francés que la visite encuentre exactamente aquello que espera encontrar, aunque vaya francamente en su contra. No es que en París un extranjero se sienta extraño debido a la identidad de la ciudad, es que la ciudad está “preparada” para provocar esa sensación, que es la que espera sentir todo extranjero que la visita. Esta puede ser una de las razones para que la ciudad se convirtiera en el destino favorito -ya desde los años 20, con la Generación Perdida norteamericana- de los extranjeros ilustrados: París, la ciudad que garantiza que te sientas siempre extranjero. Se ha tendido a considerar al período de entreguerras como una época floreciente para la europeidad con su intento de recuperar el esplendor de la belle époque, pero lo que sucedió realmente es que la Europa occidental periférica vendió su alma a América, convirtiéndose, a la vez, en su sucursal y en su colonia. El verdadero sprit européen sólo se conservó, inalterado, en centroeuropa.

“Quiero decir que sería un error que se llevara usted la impresión de que esto que vemos es un mundo estable y cerrado, un mundo de franceses -por así decir- al que no pueda entrar porque, según los clichés, es usted un alemán demasiado amorfo, demasiado desprovisto de peso y demasiado nebuloso. Todo lo contrario: no tendrá más remedio que reconocer que aquí, más allá de ese decorado de cartón que es la París que se agita delante de sus narices, se ha dado un paso evolutivo hacia otro estado de transformación que no le permite identificarse con él, ya que usted -¡sí, usted!- posee una forma demasiado estable, es aún demasiada materia: carne, piernas, jersey-de-cuello-alto-de-intelectuales, pantalón de pana; en fin, que está usted demasiado vivo. Aquí se ha producido un acto de desmaterialización que está reservado aún a hombres como nosotros. Una reducción de la materia semejante a la que se produce cuando el agua se transforma en vapor. Un desplazamiento centrífugo de las moléculas que imposibilita el contacto y la comunicación, no por motivos psíquicos, sino meramente físicos.”

Sin embargo, mantenerse en la capital francesa puede plantear problemas logísticos de supervivencia, sobre todo si se lleva una vida de gran señor, se hospeda en un hotel de primera categoría y se relaciona con supuestas princesas de la Europa Oriental -y con coristas del Folies, diamonds are the girl’s best friend-, se conduce un Ferrari y se es invitado a las fiestas de la alta sociedad, y todo eso sin dinero -pero con un amigo, su hermano Schwab, su hermano Abel (aunque esta denominación bíblica es una manera de nombrar también a todos los muertos, todos hermanos, todos inocentes como el hijo de Adán y Eva), que paga sus gastos con placer a cambio de ser introducido en ese ghetto-. ¿Qué se busca en París?  Los americanos -ese tópico-, la historia, la belleza y el tipismo, aquello de lo que carecen en su inmenso y homogéneo país, buscan la ciudad como un todo, miran la ciudad desde su posición dominante. Los europeos, en cambio, que proceden de sociedades ahítas de todo esto, se decantan por el lado oscuro, el fragmento y la incoherencia, buscando diluirse en la ciudad, hacerse invisible, ser asimilado. Es el mundo de las apariencias por encima del mundo real, en el que nadie es quien dice ser ni nadie dice quién es; como diría Aristide, una completa inmersión en el Zeitgeist.

“En nuestros días, tan agitados, uno no es tan sencilla y decididamente una cosa o la otra. Sucede que a veces uno es ambas cosas al mismo tiempo y, simultáneamente, no es ninguna de las dos: una mezcla de nada y de todo, como, por ejemplo, nosotros. Destino de refugiados. Suerte de emigrantes. Hemos perdido nuestras patrias verdaderas y luego, con los lotófagos o en otra parte, las hemos olvidado. En algún sitio, por el camino.”

Sexto Piso
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Y es que la Europa en la que ha vivido Aristides ha acabado siendo un constructo teórico -ni siquiera geográfico- al que la carencia de definición ha llevado al caos, al menos dos veces a lo largo del período que comprende el libro -y aún habría una tercera confrontación, al finalizar el siglo, también en centroeuropa-. En este Certificado de Defunción de Europa que representa La muerte de mi hermano Abel adquiere notoriedad, por su carácter iniciático, el Anschluss, la incorporación voluntaria e incruenta de Austria, el último vestigio del Imperio Austro-húngaro y, por defecto, último reducto de la Gran Europa -aunque sólo sea conceptualmente- con su malhadado Canciller Seyss-Inquart al frente, al III Reich; esta situación se prolongó hasta el 5 de mayo de 1945, cuando la ciudad fue ocupada por los aliados, y revertió en 1955 cuando el gobierno militar aliado terminó y se constituyó el nuevo Estado de Austria, pero ni la Viena de Aristide regresó jamás ni el recuerdo de la asimilación, un verdadero e incorregible cambio de época, abandonó su memoria: las hordas de austríacos en la calle, ondeando banderitas nazis y gritando las consignas correspondientes, ataviados con sus trajes regionales, y las mareas de vieneses apartándose coreográficamente al paso de la comitiva como las aguas del Mar Rojo se separaron para permitir el paso a pie seco de Moisés y del pueblo judío en su huida de Egipto.

“El viejo Ayuntamiento de estilo neogótico alemán, con el caballero de hierro fundido en la punta de la torre de la que ahora pendía una larga bandera roja con la negra cruz gamada dentro de un circulo blanco, semejante a una lengua diabólica con una pequeña píldora venenosa encima.”

De hecho, la descripción de la llegada de Hitler a Viena en marzo de 1938 es uno de los fragmentos relativos a la Historia más lúcidos de todo el texto. Ya no hay lugar para la ironía ni la broma, sólo para el estremecimiento que precede al más puro miedo: el mismo que se sufre en la devastada ciudad de Berlín en llamas en 1944, después de una noche de crudos bombardeos aliados. Y como característica común, el color -o su ausencia- del cielo.

“Lo que yo busco en mi mitad vital perdida no es mi yo de entonces, sino lo que de él pudiera ponerme en contacto, de algún modo, con mi yo de hoy. De un modo que me haga creer que ese yo ha existido, que no fue sólo una leyenda, una invención literaria, una ficción dentro de mí.”

Esta búsqueda es la tarea de una vida, un trabajo de Hércules que Aristide ha ejercido mediante la confección de sus papeles, un intento de exponer literariamente su proyecto de acerca de cómo debe uno buscarse en un lugar al que no ha pertenecido nunca ni jamás ha visitado, pero que supone que algo de él mismo debe haber cuando esos lugares encarnan su ideal de ciudadano. Pero siempre buscando en esos lugares concretos que no se han globalizado, que mantienen, en espíritu, el legado europeo que quedó interrumpido con la II Guerra Mundial y definitivamente desaparecido con el desembarco, figurado y real, de los americanos. Realmente, el III Reich fue aplastado e, inmediatamente, se instauró el IV Reich, “sólo que esta vez era un reino llegado de ultramar”.

La II Guerra Mundial mató el sueño europeo; todos los conflictos que han tenido lugar en terreno europeo continental han conllevado un movimiento centrípeto de dispersión provocado por el individualismo europeo y la prevalencia de los estados-nación sobre el bien común; el último, el conflicto de los Balcanes. El resultado de este tipo de conflictos, aunque ellos solamente tuvieran uno -resultado de su forma de encararlos y de darles solución- en norteamérica hubiera sido el opuesto, un viaje hacia la unificación, que no homogeneización, que hubiese hecho más fuerte a las partes y reforzado al conjunto.

Hasta llegar a París, huyendo de la Viena “reconquistada” por el III Reich, Aristide ha residido en Berlín, el omphalos del pecado, donde ha vivido los últimos estertores del nazismo y padecido los bombardeos de los aliados. Antes de establecerse en la ciudad francesa, acude a Núremberg para declarar como testigo en el Proceso a los jerarcas nazis, unas vistas que parodia presentándola como una moderna Última Cena, mezclando elementos esotéricos y mágicos, y describiendo a los representantes de los diferentes países vencedores según el estereotipo nacional; parece que es allí donde se da cuenta de la verdadera tragedia que ha supuesto la guerra, no sólo personal por los muertos, los heridos, los desheredados y los refugiados,

«El viaje dura días. Soy testigo de masivos asaltos a trenes en marcha, oleadas de personas que rompen contra las paredes de los vagones y que luego, como la espuma, ascienden hasta los techos, donde permanecen bien agarradas. Todos los trenes llevan esa costra humana, como el casco de un viejo barco lleva su costra de conchas y caracoles. Cuando parten, se llevan consigo ese limo humano, esas algas humanas…»

Sino también porque teme ser testigo del fin del sueño europeo, evidenciado por la sórdida visión del Proceso, desde la perspectiva del testigo de cargo, situado entre los acusadores sedientos de venganza y los nazis que, bien, gracias, parecen no entender qué es lo que se está juzgando. Y fuera de las salas donde tienen lugar los juicios está Núremberg destruido por las bombas aliadas, están los habitantes heridos en el alma, hambrientos, sedientos, observando los pantagruélicos manjares a disposición de los intervinientes. No se ahorra Aristide su opinión acerca del Proceso, y explicita la paradoja de que estando clara la responsabilidad de los jerarcas nazis, a los que se está juzgando, existe también una responsabilidad de la gente común, aunque sea mucho más confusa, no como ejecutores del plan criminal de los nazis sino como actores pasivos, por omisión; realmente, su responsabilidad o inocencia depende más de la predisposición de los acusadores que de su participación o no en la Solución Final y en las políticas asociadas al exterminio.

Los efectos de la II Guerra Mundial sobre la sociedad fueron evidentes, y von Rezzori los incluye, a menudo, sin describirlos directamente, sino reflejando la atmósfera en la que se desenvuelven la mayor parte de los supervivientes; y contrastándolos con los efectos, que quizás no lo sean tanto,  que afectaron a la humanidad, al ser humano que, después del conflicto, ya no volverá a ser el mismo, excepto para el beau monde, los asquerosamente ricos, para quienes el conflicto apenas fue un pequeño y leve contratiempo. Las consecuencias de la gran tragedia afectan tanto al presente como al futuro, lo modifican por anticipado; esta es una de las razones por las que nada será igual, ni como fue algún día ni como pudo ser si todo hubiera seguido su curso natural.

“Todos lo sabían: nunca más —aunque ocurriera un milagro y de los escombros volvieran a alzarse las casas, aunque las calles se animaran de nuevo con gente laboriosa y ocupada y hubiera de nuevo toda suerte de comodidades, de abundancia, de variedad, aunque los cielos fueran veraniegos y predominasen el calor y la luz, no sólo hielo y preocupaciones y miseria gris bajo las montañas de escombros; aunque hubiera todo eso, el mundo jamás sería el mismo que fue alguna vez, tiempo atrás, un tiempo inmemorial (ayer, apenas, antes de su último gran hundimiento).”

En una visita al castillo, que domina desde su otero todo el contorno de la ciudad, Aristide sufre una epifanía que le sume en una profunda tristeza, y que es uno de los momentos emocionalmente álgidos del texto; disculpen la longitud de la cita, pero el tono que alcanza es representativo del estilo con que Aristides, habitualmente afectado por un brillante buen humor, se enfrenta a la mayor de las tragedias:

«Me había sentado ahí arriba, en los bastiones de la fortaleza, con las piernas colgando hacia las profundidades […]. Era un día espléndido, uno de esos días de principios del otoño, lleno de una luz brumosa, y a mis pies yacía la destruida ciudad de Núremberg, aplastada a pisotones hasta quedar reducida a su trazado original: aquel pintoresco mundo medieval, rectangular y estrecho, ahora completamente vacío, sólo delineado en su topografía, abstracta figura dibujada sobre una superficie semejante a una copia cianográfica; y sólo junto a las raíces de la fortaleza se alzaban todavía tres o cuatro espectros de casas parecidas a un bizcocho de especias, alcanzadas por el hechizo en plena huida… […] las había visto alguna vez en alguna parte. Conocía esos contornos bien definidos que parecían dibujados a punta de plata, ese colorido edematoso, la acuarela del polvoriento amarillo de los muros y el antiguo rojo de las tejas despedazadas […] Cuando lo recordé, el asunto me afectó tanto que estuve a punto de caerme de mi aireado asiento sobre el muro. Eran los mismos contornos, dibujados con lápiz de punta dura con la minuciosidad del diletante, la misma acuarela edematosa de los chapuceros estudios que el cabo Adolf Hitler (por entonces más comprometido con el arte que con la política) había estampado en su libro de bocetos durante la Primera Guerra Mundial en Francia: granjas tiroteadas bajo la luz de septiembre…»

Ni el equilibrio entre las naciones más poderosas ni el pleno sometimiento de las más débiles pudo mantenerse por períodos muy largos, y el virus del nacionalismo, de los nacionalismos, mutante e insistente, acabó por infectar gravemente al organismo. Esa diversidad típicamente europea, de la que todos los ciudadanos del continente nos mostramos tan orgullosos -y que, acaso, no sea más que otro constructo teórico, una hipótesis que se ha desvanecido cuando se ha intentado poner a prueba-, que da grandeza a sus habitantes, también ha sido la fuente de los mayores conflictos; a pesar del detalle con el que Aristides informa a su interlocutor, no es extraño el pasmo que éste muestra debido a la dificultad con que puede hacerse una idea acertada un norteamericano, perteneciente a un país políticamente tan diverso con su federalismo, pero con una sociedad mucho más homogénea; el sentimiento de nación que tienen los americanos es más fuerte que los de los habitantes de cualquier pequeña república europea independiente o con aspiraciones a la independencia. Ese nacionalismo no-nacionalista ni proselitista de los americanos debe ser el responsable pasivo del fenómeno de la americanización -“busco una Europa que todavía era europea” es una de las tesis principales de la novela- posterior a la II Guerra Mundial, con una excepción: mientras todas las naciones sucumben a él, Francia es la única que se permite ser nacionalista. De hecho, y visto con la perspectiva de los años, la americanización fue la primera globalización, y la excusa fue el proceso de reconstrucción: el milagro alemán sólo fue un milagro económico, en el que hubo individuos avispados que ganaron mucho dinero con la especulación y la corrupción. Lo mejor de las guerras -pregunten si no a los americanos- son las reconstrucciones, uno diría que son la razón principal de que se entablen, y la ventaja del vencedor no está en la satisfacción moral que conllevaría la victoria sino en el hecho de que el que vence es el encargado de reconstruir; la segunda, la actual, derivó de ella.

“Los españoles, los suecos, los japoneses se van convirtiendo, a ojos vista, en americanos mascachicles y devotos de los ordenadores. Los franceses, en cambio, nunca fueron más intensamente franceses que a día de hoy.”

Parece pues que las periódicas aspiraciones nacionalistas son inversamente proporcionales a la existencia de un carácter nacional definitorio: las razones del nacionalismo siempre son distintas de las que aducen; y todo esto teniendo en cuenta que, en los tiempos desde los que habla el narrador, el fenómeno de la globalización ni siquiera tenía nombre.

Von Rezzori marca otra tesis –La muerte de mi hermano Abel, aunque a primera vista no lo parezca, es una “novela de tesis”- mediante dos distinciones fundamentales, la diferencia entre los acontecimientos y la historia de una época; y, por otra parte, la distinción entre el estilo y el espíritu de la misma, el Zeitgeist.

Por lo que se refiere a la primera distinción, sostiene que los acontecimientos marcan una época por acumulación, por simple adición, pero esa suma no sirve ni para caracterizarla ni para distinguirla de otra, pues estos hechos suelen ser aleatorios, con poca o sin ninguna correspondencia entre ellos, suceden de modo aislado, sin relación de causalidad, sin “intención”; pueden coincidir, además, con hechos sucedidos en otras épocas alejadas de la que está en cuestión tanto en el tiempo como en la naturaleza, y su valoración es inmediata, en el doble sentido de instantánea y no mediatizada. La historia de la época, en cambio, es fruto de la valoración de esa época en sentido propositivo; Aristides dice que “requiere de mi participación activa”, es decir, precisa de alguien que investigue la relación que pueda existir entre los acontecimientos acaecidos en un intervalo determinado de tiempo -y que quedarán acotados por su mayor o menos implicación- como síntomas; es decir, requiere una valoración a posteriori, ejecutada con los instrumentos con que se dotan las ciencias sociales pero, por encima de todo, precisa de la participación activa del individuo para certificar la realidad.

De modo parecido, esta distinción conlleva, en forma derivativa, a la citada anteriormente: las épocas culturalmente pobres o irrelevantes, los paréntesis vacíos en la historia de la cultura, los pozos en los que es imposible hallar, ni aunque sea en el fondo, ninguna contribución de provecho para la especie humana, es decir, las épocas en que predominan los acontecimientos, solamente pueden analizarse investigando acerca de su estilo, es decir, de los elementos materiales comunes a los distintos estratos sociales y a las diversas orientaciones que toman los intentos de interpretación; la historia como disciplina académica y la tecnología serían dos formas de acercamiento especialmente indicadas para esta investigación. Como en el caso de la distinción entre acontecimientos e historia, la participación humana es puramente anecdótica y se limita al registro de datos y a la especulación sobre los resultados, pero es una presencia que puede ser obviada. El espíritu de la época, ese concepto cuya denominación en alemán, Zeitgeist, ha adquirido el carácter de categoría, a diferencia del estilo, que se limita a caracterizar la época, estructura al período desde un punto de vista éticamente superior; es la historia la que se impone sobre los individuos y determina todas las manifestaciones culturales y artísticas, así como las propias relaciones personales, ofreciendo un campo común y claramente identificable en el que estos adquieren determinados y graduales estadios de desarrollo, ofreciendo, al mismo tiempo, las claves para su interpretación. Si el estilo de la época se basa en acontecimientos, el espíritu lo hace en ideas, y el acercamiento debería hacerse desde la filosofía y la ciencia.

No obstante esta actitud tan crítica -o tal vez esto sea la consecuencia lógica de lo que va a continuación- contra las naciones y el nacionalismo, una de las principales tesis del texto es el sentido lamento por una idea de Europa perdida entre 1914 y 1945, cuya cuna y tal vez último refugio fue precisamente la zona en la que estalló la primera carga. Unos valores sentimentales que han perdido su vigencia porque han sido abatidos por dos intentos imperialistas nacidos en el propio seno del continente, y que han acabado transformándose en un tipismo vacuo y anecdótico, sólo ha sobrevivido el concepto aunque vaciado de contenido, una anécdota que pervive gracias al esplendor pasado; en definitiva, un museo en el que se exponen los logros de tres mil años de cultura -para que los propios puedan hacer alarde de lo que fueron, como si eso tuviera alguna posibilidad de recuperación y los foráneos admiren su propio pasado; ambos, recreándose en un pasado mítico re-creado- como quien admira la belleza de un animal embalsamado. Una visión hipercrítica de Europa -que lleva implícita, no obstante, por reducción al absurdo, una inquebrantable declaración de amor- que coincidiría, aproximadamente, con la que percibe el americano medio que la visita.

“Nosotros, los sensibles, sufrimos porque nuestra historia avanza en contra de nuestra cultura. Vea usted la diferencia entre los americanos y nosotros: me refiero a esa diferencia de categoría que en su momento dio derecho a cualquier soldado mascador de chicles a propinarnos una patada en el trasero con el tacón de la bota cuando nos agachábamos a recoger su colilla. ¿Se da cuenta? Y no porque fuéramos inferiores, sino porque habíamos renunciado a ser nosotros mismos.”

Europa, desaparecida en el marasmo de los hechos, ha rechazado la muerte con honor, la que hubiera padecido si hubiese tenido el valor de enfrentarse a los que, desde su propio seno, buscaban su perdición, y ha escogido el suicidio, la muerte más deshonrosa. Y lo peor no es que haya muerto solamente una concepción geográfica o incluso cultural, es que su fallecimiento ha hecho desaparecer también su idea, que solamente permanece, por el tiempo limitado de su vida, en la mente de aquellos que la conocieron, y que desaparecerá con su eclipse. Cualquier modo alternativo de supervivencia con el que pueda especularse es una ilusión, y pretender recuperarla una endeble utopía. Sólo queda, para los tiempos futuros, la posibilidad del testimonio que representa el relato, del mismo modo en que lo hicieron los clásicos con Grecia o Roma.

“… Habría sido pedir demasiado que yo, con el fin del mito geográfico (un mito ya expirado hacía veinte años, pero arrastrado todavía con nosotros en nuestra memoria), el mito que había visto el Ortles reflejarse en el mar Adriático y el mundo abrirse detrás de Fischamend hasta más allá de los boscosos Cárpatos, hasta las rutas de muleros de Macedonia, Bohemia y Moravia, con sus oscuros bosques y sus campos de maíz rebosantes, con el brumoso croar de las ranas en los estanques de la Galitzia polaca, rodeados todavía por los mismos vallados de estacas negras y amarillas…; habría sido, repito, pedir demasiado que yo, en el fin de esa idea de un Reino del Medio austriaco, viera también el fin de Europa: esa Europa de tantas caras y tensiones dialécticas que decía adiós a Guermantes en Occidente, mientras en su región suroriental tomaba sangrienta venganza por el mero robo de un carnero, y que ahora, desde Brest hasta Braila, de Königsberg a Brindisi, a pesar de toda la variedad de trajes típicos y de la multiplicidad de costumbres y hábitos, era el producto de una misma cultura. Un mundo con los mismos sueños, los mismos ideales, los mismos preceptos y tabúes. Paisaje patrio de una humanidad que, a pesar de todas las diferencias de culto y de credos, adoraba al mismo Dios y Lo seguía aquí y ahora, en todas partes y casi del mismo modo, haciéndose tararear al mismo tiempo la melodía de la última opereta de moda.”

La escritura es, de hecho, una forma de suicidio incruento: el escritor no hecha mano de la pistola porque no se atreve, porque la única libertad de la que osa hacer gala es la libertad del bufón. Sin embargo, ese suicidio incruento es, paradójicamente, su única tabla de salvación.

Rezzori despliega, a lo largo del texto, un exuberante barroquismo descriptivo que combina con el uso de símiles que merodean los límites, largos períodos que se enroscan sobre sí mismos y se deshacen como por arte de magia; las tremendas descripciones, nunca apabullantes, siempre completas, reproducen las imágenes con la precisión de una fotografía, aunque el mérito es, precisamente, la profundidad de campo;

“Cuando la enorme sombra del tío Ferdinand cae sobre la mesilla del té, desaparece por un instante el firmamento de reflejos solares sobre la plata del samovar, de la azucarera, de las bandejitas para la mantequilla y las tostadas, del bote de miel y de los distintos rechauds que mantienen calientes las pastas y las tortitas; mi madre se maneja con ello con movimientos muy ágiles; está sentada, muy erguida, y lleva una flor del invernadero en el cabello: una intérprete de gamelán balinés.”

Hay que tener mucho dominio del ritmo y de la proporción para no tropezar en esas descripciones o para que no se queden en simple parodia del vacuo estilo preciosista y amanerado.

“La ironía no es agresiva. Es la forma de expresión natural de los perros tristes, no de los mordaces.”

El recuerdo -“¡El recuerdo es pecado, entiéndalo!”-, inventado o sugerido por los retratos, los papeles y los testimonios que han sobrevivido, no son solamente testigos mudos de una época que no se llegó a conocer, sino también la evocación fiel de un tiempo cuyo recuerdo es erróneo porque es prestado. Para el yo de ahora, el yo de antes pasa a ser un desconocido que le persigue, intentando imponérsele con su constante presencia.

«Lo que contemplo es el Eros de una época, y el yo -o mejor dicho, ese estrato de mi existencia que antes he sentido como mío (y que hoy sólo siento como mi yo de entonces: lejano y abstracto […]-, ese yo es un hijo de la otra época y pertenece más a ella que a mi yo de hoy… Al mismo tiempo, ese yo ya no es sólo el eco de un sonido hace tiempo extinguido: y lo mismo sucederá mañana, cuando mi yo de ahora pertenecerá al eco de 1940 y con él se dispersará, se extinguirá, a menos que se desligue de mí y continúe viviendo como imagen y como mito.»

Mención aparte, en cuanto al estilo, merece la inclusión estratégicamente situada de largos períodos sin puntos, con descripciones se despliegan, avanzan, anotan, retroceden, saltan, digresionan, se desvían, se expanden y, finalmente, se concentran, para volver al tema principal. Es una forma de incluir en una sola frase un mundo de percepciones y de recuerdos muy parecida a la forma en que trabaja el pensamiento, y al alcance de muy pocos escritores (y de cada vez menos lectores, para quienes 140 caracteres es el tope que puede alcanzar su concentración). Una frase -menudo reto para la traducción- en la que “a fuerza de rodar, todo acaba encajando”.

Alejada del vacuo efectismo estilístico y profundamente arraigada en la tradición filosófica centroeuropea, La muerte de mi hermano Abel es la constatación del terreno que queda por labrar en el campo de la novela culta, exigente, solemne, reflexiva y literariamente virtuosa. No existe literatura más europea que la literatura centroeuropea; la literatura francesa es, desde el siglo XIX,  más “universal”, sin que esto sea un elogio ni una censura; la británica, tal vez debido a la colonización cultural que regresó del continente al que la isla facilitó su idioma, es más americana que europea; la española ha padecido demasiadas vicisitudes y se ha encerrado demasiado en sí misma para tener un corpus coherente que pueda traspasar las fronteras; la rusa está falta de universalización, excepción hecha de los grandes escritores, que pertenecen plenamente al siglo XIX, y siempre se ha colocado en los márgenes de Europa. Teniendo en cuenta estas limitaciones y por una cuestión de desarrollo, político y económico, y de extensión geográfica que trasciende las fronteras de la República Federal, la lengua dominante es el alemán. Si, tal como existe la Gran Novela Americana, como tradición, no como una obra concreta, algún día existiera ese ente llamado Gran Novela Europea, tendría su origen en los bosques de la convulsa Mitteleuropa y, a pesar de su infinita diversidad, estaría escrita, indudablemente, en alemán.

“Yo quiero decirlo todo en ese libro, todo lo que sé, lo que supongo y creo, lo que reconozco y percibo, todo lo que he vivido y experimentado; de la manera en que lo he vivido y experimentado, y, de ser posible, por qué y con qué fin pude haberlo experimentado o vivido.”

Joan Flores Constans

Joan Flores Constans nació y vive en Calella. Cursó estudios de Psicologia Clínica, Filosofía y Gestión de Empresas. Desde el año 1992 trabaja como librero, actualmente en La Central del Raval. Lector vocacional, se resiste a escribir creativamente para re-crearse con notas a pie de página, conferencias, críticas y reseñas en la web 2.0, y apariciones ocasionales en otros medios de comunicación.

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