Molière mostró, en El burgués gentilhombre, a su petulante protagonista, Monsieur Jourdain, sorprendiéndose ante la aparente (pero en realidad dudosa) obviedad de que hablamos en prosa. Tal vez Antonio Soler, un buen dÃa, se planteó si eso era cierto y se rebeló contra la prepotente limpidez de esa evidencia, enfrentándola a una pregunta: si hablamos en prosa al hablar con los demás (o sobre un escenario), cuando hablamos para nosotros mismos, al pensar, ¿cómo lo hacemos? Ya sea el anónimo testigo de El camino de los Ingleses, el viejo antifranquista de El sueño del caimán o la mujer en el tren de Lausana (por limitarme, de sus diez novelas, a las que he leÃdo), sus textos están narrados desde el interior de un sujeto que recuerda, que duda, que más que narrar los hechos les da vueltas, les interroga como si quisiera arrancarles un secreto; incluso en la primera de las obras citadas, donde el relato en primera persona se ramificaba en varios puntos de vista, excediendo el del narrador, la ruptura se suturaba gracias a un estilo prodigioso, de una riqueza rÃtmica e imaginativa que nos permite aventurar cual fue, si algún dÃa la pregunta que imaginábamos tuvo lugar, la respuesta de Soler.
Una historia violenta, su último libro, es el retorno del autor, después del paréntesis histórico de Boabdil, al escenario que ya prácticamente lleva su nombre: el territorio Soler, la Málaga suburbial de su niñez y adolescencia. Y es, una vez más, un relato de recuerdos, de argumento superficialmente mÃnimo: un par de peleas infantiles, una epidemia de ratas, una tragedia final. Alrededor de ello, Soler crea al más misterioso de sus narradores: alguien de quién no sabemos su nombre, ni el de sus familiares, ni cómo es el presente desde el que evoca sus recuerdos infantiles. Ni siquiera hay la más mÃnima paralepsis (esa transgresión en la que El camino… incurrÃa alegremente): Soler nos encierra en la mirada de ese niño, o tal vez en la mirada de ese adulto que recuerda su mirada de niño, y aparenta no dejarnos ver nada más que lo que él ve. Incluso juguetea con ello: después de la playa, la hermana del narrador y su novio dejan al chico esperando en un comedor mientras se duchan.
“La ducha debÃa de ser algo muy complicado. Algo verdaderamente complicadoâ€, dice él, y tal vez jamás sabremos si es el narrador adulto, o el novelista, o nosotros mismos, quien introduce ahà una insinuación procaz.
Igualmente, en la televisión (hablamos, naturalmente, de los tiempos en que solo la tenÃan las casas acomodadas): “Siempre ponÃan lo mejor cuando yo no estabaâ€. Y, en el momento de alternarse las visitas a la playa: “A mà siempre me tocaba el peor dÃaâ€. Como con la institutriz de Henry James, no tenemos ninguna seguridad de que los fantasmas fueran reales: el relato se bifurca en múltiples posibilidades, justo porque el narrador no parece de fiar.
Sea quien sea, el narrador vive en una casa sin azotea de la calle Lanuza, en Málaga; un detalle significativo porque él, a diferencia de sus vecinos, Mauri y Ernestito Galiana, en cuyas casas sà que hay azotea, no puede observar a los demás desde allÃ. Sólo puede hacerlo desde la casa de los otros:
“Era exactamente igual que encontrarme fuera del mundo. Como si me hubieran sacado de mi vida y la viese después de muerto o siendo yo otra persona. SentÃa algo parecido a eso. Al verla desde arriba, mi casa era un escenario, una mentira. Igual que si nos hubieran robado el almaâ€.
Más adelante se preguntará qué se ve desde un avión, “el desarraigo con el que desde esa altura podÃa verse el mundoâ€. Y ahà se halla, tal vez, la clave del punto de vista elegido por Soler: la visión cenital, la omnisciencia divina, no puede ver la verdad que se agazapa debajo de las azoteas. No sólo eso: a la vez que el avión, el narrador descubre la verdad sobre su familia (que ocupan un escalafón social inferior al de la familia de Ernestito): “PertenecÃamos al bando del infortunioâ€. Y eso, ese descubrimiento que es casi una sÃntesis del discurso del Babirusa en El camino de los Ingleses (“Es lo que nos toca. Las piedras, al final, siempre se hunden en el agua…â€) es lo que le dará también la perspectiva. Porque él sólo puede hablar desde el lado de los subalternos.
El narrador se identifica una y otra vez con un indio (su juguete favorito) que otea el horizonte; su actividad principal es ese vigilar, ese observar los movimientos de los demás. Los de los niños de los bloques, los de sus padres, los de la familia de Mauri, pero sobre todo los de la familia Galiana: un microcosmos que se mueve entre la miseria de los bloques y la relativa prosperidad, el aburguesamiento con televisor y coche del padre de Ernestito, a quien el narrador no se cansa de comparar con el suyo, fantaseando con una suplantación a la vez que descubre el deseo (o bien una madre alternativa) en la figura de Tusa, la tÃa soltera del pequeño Galiana. Pero también nos hace percibir (sin que nos quede muy claro si él lo ve claramente) corrientes de tensión: sentimientos de envidia que, como un virus, circulan por la calle, disfrazadas de desprecio, de resentimiento por la prosperidad (o por la libertad) de los otros. A la vez que las leyes de la economÃa que rigen la mecánica terrestre de ese pequeño universo, el narrador descubre que “las personas -yo incluido- eran siempre extraños, tenÃan una naturaleza oculta y cambiante, al parecer llena de abismosâ€. Por eso mismo, adoptar el punto de vista de otro resultará imposible.
Varias veces el narrador indica que en la calle las cosas se repetÃan muchas veces, cada una de ellas “con nuevos detalles incorporándose en cada una de las vueltas que daba al carrusel de su relatoâ€. Es, de hecho, la forma de avanzar de su propio discurso, un trenzado de motivos que van adhiriéndose, creciendo como una espiral (Soler, en alguna entrevista, ha hablado del Bolero de Ravel), como si el narrador hubiera hecho suya esa forma de narrar. El deseo de Tusa, por otro lado, surge mirando láminas bÃblicas ilustradas: aparece una mujer desnuda de rostro similar al de la vecina y ahà nace la fascinación (que desembocará en una escena, por cierto, que conecta con The tree of life, de Terrence Malick, pelÃcula cuyo tramo central tiene muchos elementos en común con este libro). Y cada noche su padre le explica, una y otra vez, el cuento de Alà Babá, con una insistencia también obsesiva, como si mediante el relato oriental se explicara a sà mismo: al final, sin embargo, será a través del prisma de la cueva de los ladrones por donde el niño se explicará lo que sucede en la calle, como si el cuento, en realidad, sirviera para explicarlo a él.
Imágenes, relatos, cuentos: retazos de lenguaje que no son inofensivos, sino que provocan actos. Soler, con enorme sagacidad, nos muestra como el poder, la dominación de los unos por los otros, circula no sólo a través del dinero, sino también a través de la comunicación verbal, de las historias: como el padre crea la mirada del hijo, como la representación artÃstica crea el deseo, como el lenguaje vehicula el poder. Y como el mismo lenguaje sirve (como en el caso de Scheherezade) a los dominados para resarcirse, para devolver el golpe, transformando la narración en contrapoder; todo relato es impostura, toda historia es violencia; un ejercicio de poder al lÃmite del cual se halla la muerte.
Esa es la violencia de este relato, la violencia de toda historia. La voz que nos habla aquà tiene una percepción extrañada del mundo, tal vez la mirada de un niño que lo ve por primera vez, y esa percepción llena su relato de curiosos vacÃos (nunca sabremos qué enfermedad lleva a su familia al hospital, a qué se debe la aparición de las ratas; un caso diferente es el del personaje inicialmente llamado Amelia, y que en la página 100 se convierte en Adela; nadie es perfecto…); no cuesta reconocer en ella los estilemas habituales de la escritura de Antonio Soler, la comparación del cuerpo con un paisaje geológico, la escritura como flujo y reflujo rÃtmico, de respiración casi musical, el talento para la narración singulativa. Por otro lado, algo en esa voz tiene la habilidad de ver, en la realidad, otra realidad que la hace más perceptible, casi palpable. AsÃ, un pecho maternal es “como una pera hinchadaâ€, los pezones “como el hueso de un melocotónâ€, una cama es “como un barcoâ€, un coche palpita “como un perro muerto de sedâ€. Al final de esta magistral novela no tenemos ninguna duda: tal vez la conversación se exprese en la prosa del mundo, pero sin embargo el pensamiento, como el soldado de Camus, habla poéticamente.
Órale!