«Actualmente todos ilustramos juntos, de un modo frÃvolo o como una vasta y monótona masa, nuestra época y régimen maravillosos. Eso y nada más. Por lo cual la imaginación histórica, con su punzante necesidad de mirar hacia atrás, camina a tientas en estos tiempos entre vanos gestos, incapaz de toparse con el otro, siempre otro, espécimen concreto que, allà donde las habladurÃas sólo dan fragmentos, éste nos ofrece volúmenes enteros.»
En el mes de marzo de 1870 Henry James desembarca en Londres procedente de norteamérica… El consecuente choque cultural, que el propio James ejemplifica en este texto en el anecdótico y peculiar modo en que se sirven las magdalenas en el hotel donde desayuna -¿les parece irrelevante el detalle? No olviden, es Henry James- ha sido tratado, personalmente o mediante narrador interpuesto -de hecho, una gran parte de la obra del norteamericano tiene, como mecanismo disparador o, directamente, como tema central este tema- en varias ocasiones. El comienzo de la madurez (The Middle Years, 1917), un texto autobiográfico inacabado publicado póstumamente en 1917 es, simultáneamente, una ampliación, un comentario y una reformulación, ya que no resumen, no existe este concepto en la poética jamesiana, de este conjunto disperso de escritos referidos al tema en cuestión. Es desde la madurez, ahora sÃ, que James vuelve a esos años y a ese hecho, con la pretensión de que la perspectiva temporal le permita una observación más pura, menos contaminada por la inmediatez, bajo el conocido paradigma, en lo que a literatura autobiográfica se refiere, del recuerdo como una red de la que es imposible escapar.
La obra cierra, en cierto modo -o intentaba cerrar, pues se trata de un texto inacabado de cuya longitud final el texto existente no facilita ningún indicio-, el cÃrculo del recuerdo, es la frase final del largo párrafo cuya oración principal, esa llegada a Londres, se ha visto complementada con interminables, apriorÃsticas y vacilantes subordinaciones que han llegado incluso a modificar el sentido de lo escrito, el agua de este estanque que se enturbió de tanto agitarla que queda, finalmente, lÃmpida de nuevo, después de transcurrido el tiempo suficiente para que el lodo vuelva a posarse en el fondo, reposo que facilita una visión inédita, por inusual ya que no por nueva, del estanque en todo su esplendor.
Uno de los leit motiv de las páginas autobiográficas de Henry James, recreados en algunas de sus más celebradas obras de ficción, en Retrato de una dama (The Portrait of a Lady, 1881) como ejemplo sublime, es la extrañeza del americano trasplantado a Inglaterra -otra soledad, otras gentes, otras costumbres…- al mismo tiempo que un extenuante complejo de inferioridad, el mismo que el nuevo rico padece ante la burguesÃa adinerada y no digamos ya por la aristocracia -las «alturas olÃmpicas apenas discernibles»-, compuesto por el sentimiento de envidia por aquella clase que el dinero no puede comprar y por el miedo al ridÃculo de mostrar conductas no adecuadas, fuera del consenso tácito -y de ahÃ, algunas veces, la imposibilidad de decodificación- acordado por sus miembros, por no hablar de las miradas, entre curiosas y expectantes, de que es objeto un individuo de una especie desconocida, hacia el cual la condescendencia no evita la piedad. Todo ello, en el caso que nos ocupa, agravado por un hecho determinante: todo lo asimilado como americano en América no sirve para ser inglés en Inglaterra, pero tampoco para ser americano aquà porque no cumple con los prejuicios que los ingleses tienen de los americanos.
«Caballeros eminentes como los demás, ay de mÃ, insistÃan en interrogarme, pues vÃvida persiste en mi asombrada memoria la extrañeza al hallar que yo podÃa resultar interesante a sus ojos: sobra decir que ese interés supuso la probada humillación de mi impotencia. Mi identidad, creÃa yo, estaba toda en mi sensibilidad hacia el despliegue de estos hombres, sensibilidad de la que no quedaba ni una migaja para ensayar una exhibición personal. Todo lo cual hacÃa inoportuno, además de extraño, que me trataran como un espécimen y que me viera obligado de la manera más inesperada a demostrar que era uno de los buenos.»
Pero el regreso de una y otra vez sobre el recuerdo no contiene en sà mismo únicamente el efecto de reformularlo, como si cada vez que recordamos un episodio de nuestra vida de aplicáramos un conjunto de cambios imperceptibles conservando la naturaleza del recuerdo original pero modificando lo que podrÃa denominarse accidentes, sino que también la vuelta al estado consciente de las circunstancias que complementaron el episodio puede materializar un conjunto de sensaciones que no experimentamos en el transcurso del propio suceso por falta de atención, por ignorancia o por inadvertencia.
«No consigo pensar en nada, entre las cosas que pasé por alto, que no me dolerÃa volver a perderme ahora.»
Tal vez no es posible aislar el recuerdo de las experiencias del recuerdo de las expectativas de un determinado hecho en una determinada situación, como fue la llegada a Londres de Henry James, y las que fueron adivinándose a medida en que pasaban los dÃas, conocÃa a los individuos más diversos y se pasaba una etapa de cierta aclimatación, de tal manera que éstas intervinieron sobre aquéllas, contaminándolas y relegándolas al lugar que ocupan las cosas de poca importancia, aun siendo las únicas verificables, porque incluso en el terreno del recuerdo aquello que esperábamos arrastra más placer que los hechos que se limitaron a suceder. De este modo, a medida en que los dÃas desde la llegada iban sucediéndose con la alegrÃa del descubrimiento, se dirÃa que lo que alimentaba la capacidad de admiración del recién llegado no eran las experiencias que vivÃa tanto como la creación de una sucesión creciente de expectativas estimuladas por la nueva situación.
«Â¿Por qué, sin embargo, opté por tan pequeño mendrugo en la primera y breve entrada de un banquete de iniciación que no harÃa más que prolongarse a o largo de los anos? A menos, claro, que se tratara de un fragmento, elegido al azar, de toda la urgente actividad de un proceso mediante el cual mi inteligencia se alimentarÃa sin cesar en el futuro, creo yo, mucho más de lo que le serÃa posible hacerlo en otra fuente o, como era el caso, en todas las otras fuentes reunidas. Cien modestos recuerdos más de esta especie respiran junto a mÃ, cada uno con su propia y leve exhortación, según los traigo a la memoria, pero mi idea es abordar de la mejor manera posible la totalidad reunida de mis impresiones subsiguientes, unos frutos que creo haberme limitado a almacenar en abundancia.»
El recuerdo, ¿es una entidad estática, un repositorio al que volvemos cuando deseamos evocar unos momentos o unas sensaciones, independientemente del fin con el que queramos traerlos, o un proceso dinámico que hay que cultivar a lo largo de la vida para que esa evocación trascienda de su primera naturaleza y nos permita reformular el presente?
Si algo debe deducirse de este cuaderno de notas es la existencia de una diferencia abismal, y ése es tal vez el motivo pòr el que James las escribe, esa reescritura, que no ampliación, de sus propias memorias, entre las expectativas que le acompañaban desde el otro lado del Atlántico y la realidad, o su percepción de ella, con la que se encontró en Gran Bretaña, décalage que él mismo recrea, como ha quedado precisado con anterioridad, en algunas de sus novelas. Aunque miembro de buena familia, James llega a Europa con la sensación Ãntima de no pertenecer a este mundo pero con la intención de un cierto regreso a sus orÃgenes; pero, a pesar de ese extrañamiento, su convicción personal es de cierta igualdad con la sociedad con la que piensa relacionarse. Incluso sus primeros contactos después de la llegada, por fuerza meramente instrumentales, le hacen ver situado en un estrato superior. Sin embargo, cuando de veras empieza a relacionarse con «sus semejantes», se le manifiesta fehacientemente ese intuido sentimiento de inferioridad -teniendo en cuenta que, aspirante a escritor, conocer a George Eliot, a Alfred Tennyson y a James Russell Lowell es una prueba difÃcilmente superable incluso para autoestimas bien cimentadas- con que atraviesan el Atlántico algunos de sus personajes. James viaja a Inglaterra con una previsora modestia en su equipaje, pero cuando abre éste lo que se encuentra son los ropajes de los «neciamente afortunados».
Pocos autores requieren del lector una disposición de ánimo tan particular para enfrentar sus textos como Henry James. La cualidad hipnótica de su prosa y su enrevesada sintaxis, pleonásmicamente eficiente, requieren una atención que, obviando -aunque disfrutando- la forma, permite descifrar un mensaje, entre el cúmulo de elisiones, sobreentendidos y ocultamientos, que deja atónito al lector desprevenido. Asà que busquen un entorno apropiado y tomen, al menos, una dosis anual de Henry James; su inteligencia se lo agradecerá.