Ese eje, el de que no existen las certezas, es el que da pie a que un novelista como Gerald Murnane (Melbourne, 1939) certifique una novela en la que el extrañamiento arrasa con los tópicos. Las llanuras habrÃa sido imposible de escribirse sin que se hubiera preguntado si es imprescindible confiar para existir. Y para ello es necesario un tipo de extrañamiento que bebe, sin duda, de Kafka, con sus eternas postergaciones de algo que deberÃa haber sucedido. En este caso se trata de un cineasta que se adentra en el interior de Australia con intenciones de filmar una pelÃcula en la que duda constantemente sobre cómo debe ser el principio y, sobre todo, el final, que debe resumir todo lo que representa el interior, la llanura. El narrador aterriza dispuesto a ver, sin prejuicios. En ese sentido, es el trasunto ideal de cualquier autor. Y allà se encuentra con un territorio que se caracteriza por las cualidades propias de lo fronterizo, sin limitar con nada, pero de alguna forma encerrado por la inmensa costa, pobladÃsima, de Australia. Los habitantes se reivindican como los australianos auténticos, constructores de sus propias leyes. Y, más aún, constructores de una pequeña historia que da lo suficiente de sà como para que el narrador se plantee un estudio antropológico sobre una antropologÃa tan reciente que solo cabe calificarla de impostada, acribillada, sin embargo, por una sociologÃa real. Los terratenientes no dejan de dialogar sobre ella en conversaciones sin conversación, con discursos que transcurren en paralelo. Y que reflejan la necesidad de inventarse unas raÃces para poseer una identidad de nación. El lector, por su parte, comprueba que en ese sentido este es un libro sobre la estupidez humana.
Asà pues, el narrador presta atención al paisaje inmenso y se plantea hasta qué punto es el paisaje el que nos construye. Las llanuras son paisajes casi sin horizonte, pero de una inmensidad que transmite detalles como para hacer de ellas un poliedro. Pero llega un momento en que aceptando la invitación de uno de los terratenientes, se hospeda en su casa, donde una inmensa biblioteca servirá para el estudio que el narrador pretende llevar a cabo. De nuevo aparece el tema de la estupidez humana. No se nos pueden ocurrir muchas cosas más estúpidas que pasarse diez años encerrado en una biblioteca para estudiar las caracterÃsticas de los espacios abiertos. En este discurso, la obra pasa a ser algo parecido al flujo de conciencia, a ese ratón que da vueltas en la rueda sin avanzar, con pensamientos paradójicos que proyecta en los pocos contactos humanos que tiene. La postergación, la obsesión, la mudez obligada y el estilo llano pero hipnótico con que escribe Murnane, provocan que las llanuras y la negación de las llanuras se traguen al narrador, al cineasta. Persigue y no persigue su cometido en la vida, porque su proyecto no es solo un proyecto artÃstico. Tal vez debido a que el silencio y el Tiempo, o la ausencia del Tiempo, prevalecen hasta anular cualquier otra capacidad de actuación humana. De esta manera, la obra apunta hacia cierto misticismo, pero truncado como se trunca en cualquier otra obra caracterizada por el extrañamiento que no nos permite ver el cuadro completo. Tampoco el del paisaje interior del protagonista, que pasa a ser un inadaptado dentro de un territorio de inadaptados. Refugiado en su capacidad de observación, innata y perturbadora, el narrador y Murnane nos llevan hasta un territorio improbable, pero no imposible. Para verificar si existe alguna certeza en esa región, deberÃamos viajar hasta allÃ. Y eso, me temo, no está al alcance de la mayorÃa de nosotros. Queda, pues, aceptar el extrañamiento.