El capÃtulo de esto que llamamos vida, la propia, la que apenas ocupa unos años y este puñado de átomos que compone cada uno de los seres humanos, se cierra con una clara conclusión, la de elegir entre la muerte o la demencia. Existen muchas formas de morir y muchas más de demencia. Y existe, incluso, la demencia como muerte, que no es lo mismo que la demencia mortal o fallecer por culpa de la locura. La demencia como muerte, como renuncia a estar presente en el universo, es la elección de Sophie, la protagonista de la novela más popular de William Styron (Newport News, Virginia, 1925 – Martha’s Vineyard, Massachusets, 2006). Hacia la mitad de la voluminosa, Sophie, una polaca no judÃa interna en un campo de concentración, planifica cómo escapar de la sangre y el densÃsimo humo de los hornos de Auswitchz. Su posición le permite una proximidad con un oficial nazi al que se impone la obligación de seducir. Tiene que intentar parecer más sexy, dar la impresión de que está dispuesta a fornicar, provocar que el oficial le propusiese precisamente eso. Sophie se da cuenta de que lo más complicado será ocultar los ojos enrojecidos de tanto llorar y secarse las lágrimas. Entonces, para animarse, se vuelve hacia una ventana y contempla la belleza de los bosques y le parece oÃr la música de Haydn. Pero de pronto cambia la dirección del viento y puede ver cómo el humo del horno crematorio de Birkenau se extiende por los campos y las arboledas.
Ese es el momento de inflexión de la novela, el instante en que la demencia comienza a significar lo mismo que la muerte. Ya nada tendrá otro sentido, ya no importará el dolor, ni siquiera el fÃsico. Qué más dará que a una le claven un punzón entre las costillas si ya ha fallecido por demencia.
Pero antes de conocer los hechos que llevan a Sophie a su culpa, a su parálisis emocional disfrazada de hipersensibilidad por la culpa de sobrevivir al horror de la solución definitiva, ya hemos asistido al espectáculo de la locura. El narrador, un joven sureño con ansias de convertirse en escritor, recién llegado a Brooklyn y hasta cierto punto un alter ego de Styron, se hospeda en la habitación de una casa en la que encuentra a Sophie y a su amante. El narrador mantendrá a lo largo de toda la novela, contra viento y marea, la ilusión del romántico patoso y una dignidad que no se vende ni cuando está muerto de hambre. Tal vez sea el personaje más logrado de la obra, el más complejo. Y es que Styron fue mejor escritor testimonial, como prueba su Esa visible oscuridad, que novelista. De Sophie sabemos que es una mujer convencida de no merecerse nada bueno, de ahà que acepte los episodios de maltrato, al tiempo que cree que el amor que vierte hacia su amante, Nathan, conseguirá que este cambie, que este se centre. Pues Nathan es un hombre vehemente y bipolar, un lÃder temperamental que dirigirá los destinos de los tres durante la etapa de convivencia: culto, ingenioso, con una extremada confianza en sà mismo que no deja de ser sospechosa, y sádico. Mientras que el narrador admira, de entrada, a Nathan, se enamora de Sophie sin dejar de sentirse inoportuno al ser consciente de lo que ella ha vivido y su consecuente sentimiento de culpa, al que se veÃa obligada cada vez que revisitaba su pasado. Sophie ve su historia a través de un filtro de autorrepulsión, como reconoce la persona a quien elige como terapeuta, que no es otro que el narrador.
Por otra parte, el narrador, a su vez, se psicoanaliza con el lector. Tal vez eso sea lo que entorpezca el espÃritu de la novela, esa impresión de que se pretende algo más que una narración de la que deducir la facilidad de equivocar la compasión y el enamoramiento, ese imperativo de sobreponerse que, por otra parte, es lo que diferencia a La decisión de Sophie de otras obras sobre la consecuencia del peor episodio de la historia de la humanidad. En buena medida, es un tratado sobre la autoestima pero no la de Sophie, demasiado mellada como para sanar, sino del narrador. Presa del amor platónico y del amour fou, no esconde el deseo sexual. Mientras Sophie le utiliza para intentar reconciliarse con el relato de su pasado, regresa una y otra vez a los brazos de un amante cuya locura no aparece en su pasado durante buena parte de la obra. Por lo que cabe deducir que solo puede tratarse de una patologÃa genética. Y es esa patologÃa la que adora Sophie a la hora de meterse en la cama con él. En tanto que al narrador le adora por su ingenuidad, de ahà que sea su confesor, pues no será capaz de volver su conocimiento contra ella. Más bien al contrario: saber el sufrimiento salvaje que tuvo que soportar durante la Segunda Guerra Mundial, el desgarro elevado a la máxima potencia, provoca un mayor enamoramiento. Y es que la piedad es un sentimiento peligroso.
Una buena parte de la novela está dedicada al relato de supervivencia en Auscwitz, en el que cabe de todo y en el que el lector acepta cualquier invento del autor. Pues allà debió ser posible lo inimaginable. Pero la novela está en Nueva York y en las relaciones entre los tres personajes. Unas relaciones en las que el hecho de que una sea vÃctima de Auschwitz, sin ser judÃa, condiciona las reacciones de espanto. O al menos parece condicionarlas. Mientras tanto, el paisaje de Nueva York también es protagonista, con sus personajes secundarios, unos arquetipos que podrÃan ser dibujos de Norman Rockwell si no estuviéramos tratando con un tema tan serio. De ahà esos estratos sociales impermeables, que son necesidad del realismo, como lo es el sexo explÃcito en una ciudad nerviosa que ya nos resulta muy familiar, demasiado familiar. También por eso conviene revisar obras como La decisión de Sophie, para saber de dónde vienen los autores que pintan sus novelas sobre la ciudad más quemada. Por eso y por el trabajo puro de novelista de Styron, que no es el del lenguaje, si no el de la estructura de una novela bien trabada, una estructura perfectamente planificada para que vayamos conociendo los sucesos contemporáneos y el pasado de Sophie sin que se vean las costuras de las dos lÃneas temporales.