Las hadas de Dickens

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Charles Dickens | Foto: Jeremiah Gurney | WikiMedia Commons

Como es costumbre en Dickens, La casa lúgubre presenta un espléndido desfile de caricaturas divertidas. Una manía incorregible, una petulancia, una exageración constituye todo el personaje. La presencia y el Príncipe son todo Mr. Turveydrop; la ligereza y la indecisión son todo Richard; Ada es todo amor; la despreocupación es todo Mr. Skimpole; la prudencia es toda Esther. Y la novela trata sobre en qué consistiría hacer realmente el bien.

El bien no es lo que hace el filántropo, quien por mor de la humanidad descuida y arruina a los hombres concretos que tiene cerca. El bien no se hace con discursos ni con prédicas sino con actos. El bien pasa desapercibido y desconocido; desprecia los platillos, los tributos y los homenajes. Pero junto a la denuncia de los muchos fariseos que configuran la sociedad inglesa, la novela pone en su centro la crítica a los tribunales y la administración de la justicia. También los tribunales pretenden hacer el bien, no el bien en un sentido moral, evidentemente, sino esa clase especial de bien que consiste en la equidad y en la justa resolución de los conflictos, si bien, tal como son las cosas, no conducen sino a la locura y la destrucción de cuantos se confían ingenuamente a ellos. Y esto Dickens nos lo muestra a una escala gigantesca.

Dickens es un gigante. Vemos demasiado claramente qué nos quiere decir. Nos pone delante de los ojos hombres y mujeres que se entregan apasionadamente a causas y misiones que, en nombre de un presunto bien remoto –la lejanía de África–, dañan y destruyen el bienestar de los más próximos (el padre de Caddy se ha quedado sin habla). Y esto nos lo dice en voz muy alta una y otra vez: la misión de X consistía en admirar las misiones de A y de Z. Las misiones de A y de Z, por su parte, eran una fuente de complacencia para A y Z mismos, y causaron horribles estragos entre cuantos dependían de ellos (Mrs. Jellyby escribe cartas de la mañana a la noche para lograr la instrucción de los indígenas de Borrioboola-Gha, mientras sus hijos pequeños carecen de los cuidados más elementales). Hay una crítica, pero crítica que se confunde fácilmente con el sermón. En lugar de mantenerse en los límites y el comedimiento de lo negativo, el escritor propugna algo, defiende un modo de vida o un conjunto de virtudes que, a través de las excelencias del artista, revelan el credo del hombre victoriano. El grillo del hogar debe seguir cantando a pesar de África. La mujer se realiza a sí misma llevando las riendas de su casa y protegiéndolos a todos. La esposa del capitán es una leona que defiende a ultranza su cubil, y eso es lo virtuoso. Un llavero y un libro de cuentas bastan para encumbrar la existencia femenina; esto es lo que nos dice. Mientras, el pobre Jo (apostrofado enfáticamente por el narrador como tantos otros personajes desvalidos) desaparece de la escena en un estado febril. Ha sido destrozado no por las fiebres africanas, sino por las fiebres inglesas, y de esas los filántropos de Inglaterra hacen poco o ningún caso. Richard se ha enmarañado en un pleito y ya arde en sus ojos el mismo brillo de demencia que distingue entre todas las demás la mirada de Miss Flite. El pasante de abogado descubre de qué pasta está hecho cuando Esther levanta el velo que le cubre el rostro. Ella no le parte la cara de un puñetazo, no lo cubre de insultos e injurias, sino que mantiene la impecable compostura dándose cuenta de todo. Esther habrá perdido su belleza, pero no, desde luego, sus virtudes. Está dispuesta a renunciar a todo y sacrificarlo todo, la felicidad del amor y los placeres de la vida, y precisamente por eso es recompensada. Incluso Lady Dedlock, esa belleza revestida de una orgullosa indiferencia, pues ha enterrado sus sentimientos bajo una dura capa de hielo, desprecio y desdén hacia lo que la rodea, tiene que ser buena en el fondo. Dickens no puede concebir una heroína desalmada, y también Lady Dedlock –chivo expiatorio de la aristocracia inglesa– tiene que albergar buenos sentimientos, aun cuando se vea obligada a reprimirlos.

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Ahora bien, incluso ahí donde la denuncia es muy seria (la procrastinación congénita del Tribunal de Cancillería de Inglaterra tiene consecuencias asesinas) tenemos la impresión de estar leyendo un cuento delicioso, pero un cuento de hadas. Dickens no entra en los detalles del proceso que se lleva por delante unas cuantas vidas humanas. Solo dice que las costas superaban ya el valor de la herencia en litigio. Su modo de mostrarnos cómo la justicia inglesa no hace justicia en absoluto, sino que pervierte y acaba con las vidas de muchos inocentes, es en general desdibujada, demasiado para que la consideremos ese diagnóstico perspicaz y penetrante que son, por ejemplo, las novelas de Balzac. Estas entran en el meollo del asunto y levantan todas las alfombras, de modo que, a pesar de que los retratos lo sean de los mismos tipos –pasantes, abogados, procuradores–, nada podría ser más diferente. Los personajes de Dickens son figuras pintadas a grandes trazos y con colores chillones. Balzac radiografía y fotografía y expone sin miramientos los muchos grises de la sociedad moderna. No encontramos aquí nada del ambiente irreal, neblinoso y asfixiante del Londres dickensiano, sino los pequeños entresijos de la gran máquina social –las maniobras dudosas de notarios, ministros, abogados, médicos, burgueses, campesinos y banqueros– expuestos sin tapujos a plena luz del día. Los personajes de Balzac son proporcionados, no son caricaturas. No hay aquí ni Doodles ni Noodles. Balzac no sabe de ningún mundo de hadas; ni conoce ningún sueño que no sea en el fondo pesadilla. En La casa lúgubre, Mr. Jarndyce es el hada que va hilando poco a poco el tejido de toda la novela. Sin sus intervenciones celestiales nada habría pasado, nada sería posible. Es un hada, por eso nos interesa poco. Dickens pasa por alto el amor de Lady Dedlock y el capitán Hadow, cuya historia sí nos interesaría. Pasa de largo ante la muerte del procurador, cuyos detalles oiríamos con gusto. Y hace muy bien en condenar finalmente a Mr. Skimpole, quien pretende prescindir de los míseros detalles de la vida corriente solo porque se los endosa siempre a otros, pues nada resulta más cómodo que ampararse en la ignorancia de tan sórdidos asuntos mientras se saca partido constante de la misma. Así critica Dickens la autoindulgencia del artista, así denuncia la pseudopoesía del vago, el parásito y el carroñero. Pero si Esther ha sido premiada, su felicidad resulta insípida, pues preferimos con mucho el sufrimiento grandioso de su madre suicida, en cuyo largo manto negro arrastrado por las sucias calles de Londres hay más interés que en las «niñas encantadoras» que ha engendrado su hija.

Pero hay que decirlo: Dickens nos divierte como nadie. El terror que al papelero Snagsby le provoca su mujer, a quien cree en posesión del don de la ubicuidad, resulta divertido. El matrimonio del artillero es divertido. Los comentarios que puntúan la novela nos hacen reír (los muertos no protestaron ni un poco por tener que yacer junto a la adúltera Lady Dedlock, transgrediendo así todas las normas de la buena sociedad inglesa). Así que leemos a Dickens con placer, y seguiremos leyéndolo.

Aida Míguez

Aida Míguez Barciela es profesora de Filosofía Antigua en la Universidad de Zaragoza. Es autora de los libros 'La visión de la Odisea' (La Oficina, 2014),' Mortal y fúnebre. Leer la Ilíada' (Dioptrías, 2016), 'Cuando los pájaros cantan en griego' (Punto de Vista Editores, 2017), 'Talar madera. Naturaleza y límite en el pensamiento griego antiguo' (La Oficina, 2017) y 'El llanto y la pólis' (La Oficina, 2019).

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