Autores del nouveau roman | Foto: WikiMedia Commons

El arte del vacío

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Autores del Teatro del absurdo y el Nouveau Roman | Foto: WikiMedia Commons

A mitad del siglo XX, tiempo de guerras y ausencia de dioses y esperanza, siglo extraño, cambiante y vertiginoso, cristalizaron algunas de las vanguardias más inesperadas. Para inventar una voz distinta que superase el relato clásico, para poner nombre a lo inenarrable, para desactivar la tradición,  para auscultar la tragedia humana que las grandes catástrofes bélicas ocasionaron. Por todos esos motivos y por ninguno. Aparecerían el Existencialismo, el Teatro del Absurdo y el Nouveau Roman. Aproximadamente, todas estas vanguardias y movimientos nacen entre los albores y el ecuador del siglo XX. En el seno del arte también florecerán algunas corrientes que muestran el hartazgo de una razón inoperante y la toma de conciencia de la inutilidad del contenido (nacería el Surrealismo, el Cubismo, Dadaísmo, el arte abstracto). Se percibe el descontento social pero también el cansancio de la forma, la percepción de que la palabra está hueca o es insuficiente, la imagen no es capaz de relatar con rigor la realidad; los mensajes son fútiles y remiten más a su indecibilidad que a la propia dialéctica productiva que parecía prometer en sus orígenes toda expresión artística. Zizek ha dicho que “los sujetos son literalmente agujeros”. La historia no hace sino constatar que el arte es el mecanismo mediante el cual los hombres tratamos de rellenarnos, de construirnos, de evadir la nada. Pero, ¿qué sucede cuando el arte salvífico no es más que una gran cantidad de vacío carente de la voluntad suficiente para emancipar al ser de su propia materialidad?

Empezando por la literatura, en Francia Alain Robbe-Grillet, novelista, cineasta y teórico principal del Nouveau Roman, o nueva novelística, sería de los primeros en admitir que ya no se podían seguir escribiendo novelas al estilo decimonónico, con argumentos y personajes que tratan de emular la propia realidad. La Realidad es más compleja que la mera realidad exterior. Las tranches de vie son insuficientes. El arte literario ya no busca una mímesis del mundo objetivo, sino que se adentra en él, en sus detalles, en la descripción de objetos mínimos, en el flujo de pensamiento interior de sus personajes, en sí mismo, en la nada. En definitiva, hay un hueco, un vacío que viene a convertirse en el protagonista de la narración, en el objeto de deseo del artista moderno. Joyce o Virginia Woolf ya previeron la imposibilidad de un discurso mimético y adaptar sus obras a una estética de lo efímero y banal, el irlandés, y a lo interior y lírico, la escritora inglesa.

Desde premisas análogas, pero quizá de un modo más evidente, se puede analizar el Teatro del Absurdo. Un teatro en el que los personajes dialogan en discursos incomprensibles, la trama es inocua y la lógica ha sido reemplazada por una serie de acciones inútiles que vienen a resignificar el sinsentido y la futilidad de la existencia. No hay respuestas, todo es vacío. El lector (o el espectador) ha de asirse a ese agujero que la vida y el arte nos dibujan, ha de sujetarse con fuerza porque de otro modo acabará perdido para siempre en la gramática delirante de lo absurdo.

No parece casual que en estos mismos años apareció, tras la Segunda Guerra, el expresionismo abstracto. En esta corriente, destaca un pintor cuya obra buscaba el vacío cromático más absoluto. Me refiero a  Mark Rothko, nacido en Letonia en 1903. Actor de teatro frustrado, comenzó a dedicarse a la pintura, mostrando una vocación medianamente tardía. Sus telas se caracterizan por su exhaustiva falta de figuración, son abstractas hasta un grado máximo. Rojos, verdes, naranjas. Colores sin formas ni figuras. Solo la presencia imponente del color. El vacío visual, de la figura, de la imagen. Quizá, esa orfandad que el deseo del teatro dejó en él, se materializase en un escenario mental vacío, ausente de voces que expresen formas y objetos.

En música, el artista vanguardista John Cage compuso, más bien ideó, la obra 4’ 33’’, pieza controvertida de 1952 en la que el intérprete ha de permanecer en silencio durante cuatro minutos y treinta  tres segundos. Una abstracción, una idea genial o una excentricidad que al menos radiografía una sensación contemporánea, una visión del vacío en el que se halla estancado el hombre sin horizonte. Algunos expertos consideran –según leo en Wikipedia– que la verdadera melodía de esta singular pieza se produce a través de los sonidos que se escuchan mientras esta es “ejecutada”. Vacío, más vacío. La nada como representación, como esqueleto mudo sobre el que se articula el mundo.

Quizá el nombre de Gordon Matta-Clark no les suene si no están familiarizados con la arquitectura. Este neoyorquino, considerado por algunos como el único arquitecto deconstructivista, fue el pionero de un movimiento llamado Anarquitectura. En un intento de socavar las premisas de una sociedad perturbada por el consumismo y la alienante estructura urbana, quiso desmantelar el mismo artefacto de la vivienda. En su movimiento se ‘plantean cuestiones históricas y filosóficas de amplio alcance sobre la naturaleza del espacio social y de la propiedad’, sostiene Pamela M. Lee en su ensayo Objetos impropios de modernidad. Con una visión muy transgresora y agresiva, se dedicó a agujerear edificios, a deconstruirlos, a forjar la nada a través de sus arquitecturas de belleza convulsa, que como fósiles mutilados, venían a representar el viejo mundo. Otra vez, la nada. Agujeros.

Este movimiento tuvo lugar en los 70, un poco más distante que el resto de los otros artistas del vacío antes mencionados. Quizá porque la arquitectura tuvo un más lento devenir cultural en las conciencias de Occidente.

En 1963 Andy Warhol filmaría la película Sleep. Una cinta en la que durante más de cinco horas se puede observar a un hombre (su amigo John Giorno) durmiendo. Más de 130 minutos de nada, de soledad, de inconsciencia de un hombre que está ausente. Pienso que la verdadera obra está escondida en las imágenes de sus sueños.

En todo caso hay un año que se repite con denudada insistencia: 1952. Tras la Segunda Guerra. Durante este año se estrenó la etérea pieza de John Cage: cuatro minutos y pico de silencio y quimera. También se publicaría Esperando a Godot, de Samuel Beckett, pope del movimiento teatral del Absurdo. Ese mismo año, Mark Rothko pintaba sus telas monocromáticas y abstractas. Telas que reflejaban su alma, y que al final de su vida, depresivo y cansado, se volvieron oscuras y melancólicas. En el año 52 produciría algunas telas que incluso carecen de título.

El negro de las últimas de sus pinturas, anuncio de la depresión y la muerte, sirve quizá como telón simbólico para un período de tiempo en el que de un modo regenerativo la vida y el arte habrían de volver a nacer de sus propias cenizas.

Quizá la nada siempre ha estado ahí y tan solo durante aquellos años se erigió como símbolo contrapuntístico de la plenitud de la vida.

Pedro Pujante

Pedro Pujante (Murcia, 1976) es profesor de inglés en Primaria y Máster en Literatura Comparada Europea. Sus relatos han aparecido en diversas antologías y revistas. Es autor de los libros de cuentos ‘Espejos y otras orillas’,'Déjà-vu’ (Premio Internacional Latin Heritage Foundation) e ‘Hijos de un dios extraño’. Su novela ‘El absurdo fin de la realidad’ le valió el I Premio 451 de Ciencia Ficción de Ediciones Irreverentes. Actualmente ejerce la crítica literaria en diversos medios, y es colaborador habitual en el suplemento Libros, del periódico 'La Opinión de Murcia'.

3 Comentarios

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