Casa de nines | Foto: TNC

Nora y los milagros

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Casa de nines | Foto: TNC

El milagro –“lo más milagroso”, dijo Nora, “el mayor de los milagros”– no era en verdad milagro alguno, sino pura y simple lógica, pura y simple coherencia. El milagro: la exigencia de que no haya contradicción entre lo que se dice y lo que se hace, entre lo que se promulga y lo que se es.

El milagro habría sido que el hombre de principios hubiese actuado según principios. Nora Helmer esperó el milagro (esperó que el abanderado de la responsabilidad masculina asumiese su responsabilidad como hombre). Pero si un milagro es siempre algo que se espera es porque no ocurre nunca. Se espera lentamente, cándidamente, pasivamente.

El milagro, como era natural, no sucedió y Nora despertó (esta es la anagnórisis moderna: “ahora es cuando realmente empiezo a comprender”). Porque, digamos las cosas claramente, si Helmer cree en verdad que la debilidad femenina es ingénita; si está totalmente convencido de que las mujeres necesitan un tutor que las guíe por los arduos senderos de este mundo; si considera, por lo mismo, que no son libres ni, por tanto, responsables; si estas son sus sólidas e inquebrantables convicciones, ¿cómo es que –esto infiere Nora– no habría estado dispuesto a cargar con el delito que ha cometido su mujer? ¿No es acaso su marido? ¿No es precisamente él quien hace suyo el credo de que un marido es un guía y un educador? Vamos a decir las cosas llanamente a fin de que no se produzcan confusiones en un asunto tan sencillo: ¿no es el dueño el responsable de los destrozos que el perro provoca en el jardín del vecino? ¿En qué quedamos? Las mujeres, ¿son adultas o son menores de edad? ¿Son libres o no son libres? ¿Son responsables o no son responsables? ¿Son sujetos o son muñecas? ¿No estarán acaso tomándonos el pelo?

Nora Helmer esperaba no un milagro, sino consecuencia lógica. Si el hombre es la persona jurídica y la mujer no, entonces la cuestión de quién tiene que asumir la culpa debería estar meridianamente clara. Nora ha falsificado la firma de un documento para proteger a sus dos grandes tutores masculinos: su padre y su esposo. Y sin embargo, Helmer, su esposo, no solo no se ha hecho cargo de la enormidad de su favor (ella le ha salvado la vida), no solo no ha sabido apreciar el valor real de su comportamiento (no era derroche, era ahorro; no era su deuda, era la deuda de su marido), sino que (este es el descaro, esta es la cobardía) se niega a aceptar el desenlace al que conduce toda su actitud: su esposo tendría que haber hablado llegado el momento; su esposo tendría que haber asumido toda la responsabilidad.

Helmer no solo no ha reconocido el tamaño real del sacrificio de Nora, sino que la ha insultado y humillado en nombre de la Moral, el Deber, los Principios y otras cosas mayúsculas por el estilo. Ahora bien, la integridad moral no es nunca positiva (no es algo que afirmar ni de lo que presumir). Helmer no era inatacable (nadie lo es). Lo que Nora comprende durante esas navidades catastróficas es que todo –su matrimonio, su casa, sus niños– no estaba hecho de piedra maciza sino de cristal finísimo. Así que se quita el disfraz y se viste de diario. No dormiré esta noche, le anuncia a su marido. Cómo es posible dormir cuando por fin se ha despertado; cómo es posible seguir actuando cuando se ha entendido que nada iba en serio y todo era una farsa.

Las mujeres, dice la obra de Ibsen, se sacrifican continuamente por los hombres y no reciben nada a cambio –ya Alcestis lo hizo–. Sacrifican no solo el honor y la pretensión de honor misma, sino lo más íntimo y lo más inalienable: su libertad de pensamiento, de juicio y de expresión. Y lo más triste de todo –ya Eurípides lo dijo– es que ninguno de estos hombres merecía la pena en absoluto (eran tímidos, cobardes, hipocondríacos, locos). Admeto es un insecto diminuto. Alcestis es un ave que alza el vuelo. Helmer pretende estrenar su nuevo puesto en el Banco avasallando a los amigos y haciendo ostentación. Nora ha vivido largos años manteniendo su hazaña oculta en el silencio más estricto (los héroes no hablan, actúan). Estos seres masculinos tienen los pies de barro, pero eso no es lo malo, eso no es lo peor (todo el mundo los tiene al fin y al cabo); lo peor es que se nieguen pertinazmente a reconocerlo (la fama de Admeto se ha roto en pedazos); lo terrible y lo censurable es que no dejen de recriminar y de juzgar (o bien de premiar y recompensar) a sus niños y a sus mujercitas cuando ellos mismos no resistirían el análisis más condescendiente.

Así que las mujeres, dice Casa de muñecas, se han sacrificado una y otra vez a causa de gentes que –así se ha comprobado– no eran dignas de besar las puntas de sus zapatos. Así que han sido ellas y sus sacrificios las que han sostenido la farsa masculina y han perpetuado el viejo cuento familiar (Alcestis acepta morir en lugar de Admeto).

De un solo golpe de mano, la señora Linde salva la vida de dos hombres que, cada uno a su manera, son mezquinos –ella es la visitante cuya llegada no se espera, es la Heracles del drama moderno–. Pues –esta es la cuestión, este es el desastre– ¿no han sido educadas las mujeres para vivir no para sí mismas, sino para los demás? ¿Qué otra cosa ha hecho Kristine sino decir siempre de nuevo “Adiós, Juventud”, “Adiós, Belleza”?

Pero esto es lo importante: Nora ha hecho su maleta y ya sale de la habitación (“necesito estar completamente sola”). Cuando uno comprende la realidad de las cosas (“ahora es cuando empiezo a comprender”) ya nada puede seguir como antes. El hechizo se rompe. La farsa se descubre. En la pantalla no se ven imágenes, sino solo un chirrido gris. Y habría que ser muy pusilánime (¿pero no somos acaso espantosamente pusilánimes?) para fingir que seguimos viendo imágenes y seguimos oyendo melodías.

Como Alcestis, Nora es admirable. Es admirable porque demuestra tener el suficiente coraje moral para admitir sin más rodeos que no era falso que el hombre estuviese desnudo, que los chirridos y los grises eran ya insoportables, y que más valía desenchufar el cable de un tirón y ponerse en camino sin más demora: ahora mismo, esta misma noche.

Sabemos que las tragedias griegas se han leído muchas desde el punto de vista de las obras de Ibsen. Hemos visto en las pantallas (pensamos en Médée Miracle) distintas figuras de Medea cuyas vidas comienzan solo cuando se acaba la película, es decir, cuando han cerrado todas las puertas de un portazo y no son ya madres ni amantes ni esposas. Pero la Medea griega no empieza, termina. Tras los crímenes y las traiciones no se vislumbra en modo alguno el inicio de la vida de la auténtica Medea. No hay, ni mucho menos, una Medea liberada. No hay nada positivo: todo es negativo. Lo que vemos en la tragedia ática antigua no es renacimiento ni liberación; es pérdida, es devastación. Más allá de la casa no están la independencia intelectual y la autonomía moral, sino solo la ausencia y el vacío.

Aida Míguez

Aida Míguez Barciela es profesora de Filosofía Antigua en la Universidad de Zaragoza. Es autora de los libros 'La visión de la Odisea' (La Oficina, 2014),' Mortal y fúnebre. Leer la Ilíada' (Dioptrías, 2016), 'Cuando los pájaros cantan en griego' (Punto de Vista Editores, 2017), 'Talar madera. Naturaleza y límite en el pensamiento griego antiguo' (La Oficina, 2017) y 'El llanto y la pólis' (La Oficina, 2019).

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