Confieso que enfrentarse a un texto de Miguel Herráez es admitir que el tiempo debe ralentizarse y el espacio reducirse casi a una ventana, la que tenÃa Cortázar en el patio con árboles de place du Général Beuret, y donde rodeado de ese silencio absoluto escribió Rayuela. La calma, por tanto, es el factor aconsejable para penetrar en una constelación de sensaciones y emociones que precisan paladearse a través de la mirada perdida, reitero, hacia una ventana. El dÃa que el Sena no se desbordó (Editorial Railowsky, 2018) constituye un nuevo viaje sentimental de Herráez sobre las huellas de Julio Cortázar en la cartografÃa parisina, tomando como referencia el material fotográfico de José MarÃa (Pepe) Fernández, con el que robó un instante a un buen número de escritores del ParÃs de los sesenta, un tris “que ya no regresa y realiza ese acto en una tensión únicaâ€.
Como epÃgrafe de estas lÃneas que escribo, me veo en la necesidad de tomar prestada la afirmación del autor para distinguir la notable diferencia entre andar y caminar, porque caminar y no andar, da sentido a la experiencia del flâneur, “pues el azar lo va invitando según se acoplan las piezas del mosaico de ese mismo recorrido al buen tuntúnâ€. Porque si a Hugues Viane en Bruges-la-Morte le agradaba explorar la ciudad flamenca al anochecer buscando analogÃas con el recuerdo de su esposa desaparecida, a Herráez le cautiva bucear en el imaginario de Cortázar entrecruzando sus propias vivencias, aquellas de carácter autobiográfico que han iluminado parpadeantes muchas páginas de su obra, con los peculiares equÃvocos y confusiones, desconciertos e inseguridades de sus personajes en una Valencia gris y lluviosa del tardofranquismo.
¿No es acaso el desbordamiento del Sena otro de sus miedos infundados?  Tal vez una herencia, me atrevo a pensar, de aquellas fotos tristes de su primera cámara Viking en la que el Turia también amenazaba con desbordarse. No dejan de ser curiosas sus continuas alusiones al frÃo y a la lluvia, emociones trasladadas a sus relatos como queriendo evocar de manera inconsciente -menuda osadÃa la mÃa- su nacimiento durante los dÃas de la dramática riada de Valencia. Esta correlación enlazarÃa con la vinculación indiscutible entre el personaje y el medio que le rodea, idea que precisa Jean Weisgerber al afirmar que la tierra es más madrastra que madre cuando recuerda que, contrariamente al pan, la fluidez del agua no falta en la vida del Lazarillo, “Mi nacimiento fue dentro del rÃo Tormesâ€. No en vano, Herráez al buscar las huellas de Cortázar en la escenografÃa parisina, sigue encontrando continuas referencias al agua:
“Hoy llovizna como ayer y anteayer, como lo hace en el cuento de Cortázar; es una mañana húmeda, un martes gris de enero posnavideño, con toda su coagulante carga de melancolÃaâ€.
O en el pont Neuf, en ese encuadre de foto del balcón en el que aparecen Cortázar, Cedrón y Cantón, distinguiéndose al fondo La Conciergerie con sus dos torres gemelas, “donde ahà sà llegó el agua del Sena a principios del siglo pasado …†un párrafo que nos remite igualmente a la expresión popular “hasta aquà llegó la riada†aludiendo al desastre ocurrido en la capital valenciana.
El improvisado cronotopo de Herráez entre la multitud, no se limita solo al agua, sino que es parte de todo el multicolor y caleidoscópico imaginario parisino, caminado no andado, que se descubre ante sus ojos tal vez porque lleva su discurso de la flânerie a sus últimas consecuencias, “nadie me espera. Puedo hacerlo, perderme sin remordimiento por si llego impuntual al encuentroâ€. De esta manera no es extraño captar hasta la extenuación una innumerable sucesión de tintorerÃas, mercados de especias y fruterÃas, puestos de kebab, baratijas, limpiadoras, camareros, oficinistas, escaleras, vagones de metro, incluso tipos extraños, quizás locos o locas, o estelas de fugados, de siluetas imprecisas del clic fotográfico, que son escrutados por la meticulosa visualización de Herráez, sentado ya esta vez, descansando en un café con una noisette y tomando “una crêpe de Nutella con cocoâ€.
Buscar el rastro de Cortázar es recorrer ese mapa mental de los espacios que la imaginación va moldeando a medida que nos adentramos en su relato. La curiosidad por conocer los campos de batalla donde se resuelve la acción es buscar el Café de Ben Aifa que huele a “ajà y a pasteles de grasaâ€, de la misma manera que Claudio Magris, manifestaba en una entrevista, su deseo de reencontrarse con la fascinación de los colores de la planicie castellana, su tierra roja y el cielo añil que le sugerÃa su primera lectura del Quijote. Y en esa enorme extensión del campo de batalla, hallamos al Herráez mitómano, el que percibe con veneración los objetos en contacto con el escritor argentino, el zaguán, la percha o la barandilla donde se apoyaba en la casa de rue Martel, tocados con la magia que destila el lugar, un estudio lleno de papeles, montones de libros, objetos de escritorio y una ventana, siempre una ventana,  donde Cortázar escribió tal o cual obra.
Pero, siguiendo el consejo de Flaubert a Maupassant, por mucho que quiera desautomatizar la mirada, me quedo con el clic fotográfico, melancólico y romántico de Herráez apoyando la mano sobre la piedra áspera del pretil de piedra del pont Neuf, que condensa “como un enorme fósil†su vivencia emocional. Esta captura ya es mÃa, me digo en voz baja, claro está, con permiso de la joven que lleva más de sesenta minutos intentando salir en esta foto a la que no ha sido invitada.