Adan y Eva | Foto: Erik Howle | Pixabay Commons

La máquina que susurraba a los hombres

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Adan y Eva | Foto: Erik Howle | Pixabay Commons

El temor a una dominación del hombre por parte de la máquina (reescritura moderna y posmoderna de la amenaza del hombre por fuerzas misteriosas y monstruosas) es una constante en la literatura y en el cine; la ciencia ficción nos tiene acostumbrados a escenarios en los que somos sometidos por fuerzas robóticas, entidades artificiales que se adueñan de la Tierra y dominan a la humanidad. Matrix o Terminator son dos de los ejemplos más paradigmáticos del cine contemporáneo, la primera nos presenta una forma de control sutil, despiadada e inteligente; en Terminator se plantea un mundo futuro entregado a una cruenta guerra entre humanos enfrentados a robots que se han rebelado. Son miles las novelas de ciencia ficción que plantean la sublevación de la inteligencia artificial y que alertan de este probable peligro.

En algunas ocasiones este intento de dominación por parte de las máquinas se materializa a través de aparatos tecnológicos que pretenden ejercer el control mental de los hombres, para influir en sus decisiones, modificar o alterar su pensamiento. Aunque en la mayoría de los casos, como veremos, son hombres quienes se esconden tras las bambalinas para hacer hablar, como ventrílocuos malignos, a las máquinas.

Esta imagen de “fuerzas maquínicas que controlan nuestra mente”, que podría parecer peregrina y extraída de una novela pulp, es una idea más común de lo que se pueda pensar; de hecho, a día de hoy, si realizásemos una encuesta, nos sorprendería comprobar que son muchas las personas que sospechan que recibimos mensajes subliminares desde nuestros televisores y computadoras que influyen en nuestras conductas y nos manipulan; o que los algoritmos en internet controlan y modifican algunos de nuestros comportamientos. La publicidad subliminal, en efecto, es un hecho constatado y está más allá de toda duda que se utiliza y que de ella se obtienen resultados sorprendentes. No es extraño, en este sentido, que sean muchos los autores que se han preocupado de este tema y lo hayan vertido en sus ficciones.

El primer caso que recuerdo haber leído sobre la influencia de máquinas en hombres lo hallé en el autor sueco August Strindberg, quien en Inferno, una suerte de novela autobiográfica con tintes fantásticos, relata algunos sucesos de lo más peculiares. Uno de ellos se refiere a un terror que acompaña al narrador (identificado con el autor nominal y biográficamente), quien teme ser atacado por unas máquinas infernales creadas por sus enemigos. Esta paranoia no deja de ser sintomática de una Europa finisecular en la que empezaban a gestarse las primeras máquinas en una sociedad cada vez más industrializada. Los viejos fantasmas se materializan como entes eléctricos y engendros mecánicos.

También el escritor norteamericano William Burroughs dedicó bastantes páginas a explorar este tema de la dominación y el control de la gente mediante artefactos electrónicos. En varias novelas y ensayos disemina esta idea, que parecía obsesionarle. Es en el ensayo La revolución electrónica (Caja Negra Editora 2009) donde aparece repetidamente la idea, ya legendaria del autor norteamericano, del lenguaje como un virus, y que por tanto, es susceptible de ser trasmitido (contagiado) a través de aparatos de sonido. En este curioso ensayo muestra diversas formas de utilizar la palabra, mediante experimentos sonoros y visuales cuyo fin es el terrorismo psíquico. Señala Burroughs en otro texto titulado Control mental incluido en La máquina sumatoria (Paradiso Editores, 2015):

“Los violentos disturbios de finales de los años sesenta fueron en gran medida instigados por artefactos de control electrónico del estado de ánimo derivados de descubrimientos psíquicos del Proyecto Pandora”.

Lejos de querer aquí dilucidar si esta afirmación se corresponde con la realidad histórica o no, lo que resulta llamativo es cómo el aparato electrónico es visto por Burroughs no tanto como el proyectil sino como el arma que lanza el proyectil: la palabra. Y sobre todo cómo el autor estadounidense construye efectivos artefactos literarios de gran ficcionalidad con materiales extraídos de la realidad, la historia o la ciencia.

La máquina es un artilugio de gran ambigüedad que nos atrae al mismo tiempo que nos repele, porque emana de nuestra propia inteligencia en cuanto artefacto tecnológico, pero al mismo tiempo supone una amenaza, un riesgo para nuestra humanidad (nos puede robar el trabajo, nos puede desplazar incluso sexualmente, es capaz de ejercer control sobre nosotros). Viktor Tausk, uno de los pioneros del psicoanálisis, describió en su ensayo Sobre el origen de la máquina de influir en la esquizofrenia (1919) la identificación de ciertos esquizofrénicos con las máquinas, asunto que parece recordarnos al alter ego de Strindberg en Inferno. Como ha señalado Benjamin Noys en su ensayo Velocidades malignas (Materia Oscura, 2018) es posible que la “cajanegrización de la tecnología, la impenetrabilidad de las máquinas, cuyas funciones se esconden tras un interfaz como sucede con los ordenadores, hacen que nuestra relación con ellas (las máquinas) sea “algo próximo a lo fantasmático…”. Tausk recoge en su estudio el caso de la señorita A. Natalija, quien creía estar bajo el control de una máquina que su exnovio operaba para perjudicarla.

La funesta influencia de los hombres por las máquinas es explorada también por David Cronenberg en su película Videodrome (1983). Cronenberg es un autor que ha realizado diversos trabajos en los que las relaciones entre hombres y máquinas suelen resultar conflictivas. Pensemos en la excitación sexual que experimentan los protagonistas de Crash (1996) al sufrir accidentes con sus automóviles, o en ExistenZ (1999), una película de ciencia ficción en la que los usuarios de juegos virtuales se conectan con biopuertos a consolas orgánicas.

En Videodrome se narra la historia de Max, propietario de una estación de televisión, que un día descubre que el televisor emite un programa pirata de una violencia explícita de mucha intensidad. Pronto descubrirá que las imágenes no son inocuas sino que ejercen una influencia fatal sobre aquellos que las visualizan. Él mismo se verá sometido, al exponerse a estas emisiones catódicas, a un progresivo cambio, que supondrá incluso una fusión de su cuerpo con la máquina, deviniendo en una construcción deforme y monstruosa. Además de las implicaciones estéticas de este film de terror y de ciencia ficción podemos extraer una lectura político-social, porque el tema principal que Cronenberg presenta es evidentemente el control de las masas a través de los medios de comunicación. Videodrome, el violento programa pirata, metaforiza nuestro consumo indiscriminado de imágenes, y por tanto la facilidad con la que nos exponemos a una influencia desde el exterior. Las máquinas que nos controlan han entrado en casa, a través de nuestros televisores, a través de nuestros ordenadores y también por medio de nuestros teléfonos móviles. El miedo responde a una pulsión natural en el ser humano, una pulsión de miedo incitada por la presencia de aparatos extraños cuyos mecanismos desconocemos, por la sospecha de que miles de ondas cruzan la atmósfera y nos golpean diariamente, quizá incluso entrando en partes de nuestros cerebros que no somos capaces de detectar. ¿Será real ese susurro de máquinas que se agitan en el ambiente?

Pedro Pujante

Pedro Pujante (Murcia, 1976) es profesor de inglés en Primaria y Máster en Literatura Comparada Europea. Sus relatos han aparecido en diversas antologías y revistas. Es autor de los libros de cuentos ‘Espejos y otras orillas’,'Déjà-vu’ (Premio Internacional Latin Heritage Foundation) e ‘Hijos de un dios extraño’. Su novela ‘El absurdo fin de la realidad’ le valió el I Premio 451 de Ciencia Ficción de Ediciones Irreverentes. Actualmente ejerce la crítica literaria en diversos medios, y es colaborador habitual en el suplemento Libros, del periódico 'La Opinión de Murcia'.

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