Henri Calet | Foto: Errata Naturae

El Todo por el todo

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Henri Calet | Foto: Errata Naturae

Henri Calet, seudónimo del escritor francés Raymond-Théodore Barthelmess —Henri Calet era el nombre que figuraba en el pasaporte falso con el que huyó de Francia tras el robo de la caja de la empresa en la que trabajaba—, publicó en 1948 El Todo por el todo (Le Tout sur le tout), una obra híbrida a medio camino entre la novela y la autobiografía, y cuyo protagonismo comparten él mismo y la ciudad de París.

«Pero, lo digo de nuevo, no me propongo en absoluto consignar aquí mi vida entera. Resulta fatigoso en extremo reconstruir más de cuarenta años paso a paso, me gustaría decir «a contrarreloj», pero ya no estoy seguro del sentido de esta locución deportiva. Corremos el riesgo, además, de pisotearnos un poco a nosotros mismos sin querer, de rehollar nuestro cuerpo, nuestro corazón y hacernos daño en vano».

Las memorias se escriben con tinta negra sobre una hoja en blanco; de lo que se trata, en realidad, es de aplanar la hoja, lijarla con sumo cuidado, bruñirla laboriosamente hasta que su superficie se convierta en un espejo. Las memorias son nuestro rostro reflejado en ese espejo.

«Conozco esta ciudad a fondo. Podría desmontarla piedra a piedra y reconstruirla en otro lugar. Es lo que he hecho cada vez que he tenido que alejarme de ella».

Errata Naturae

Pero si bien los trazos del protagonista parecen diluirse entre las memorias y la obra de ficción, tampoco la ciudad de París es retratada en su unicidad sino a través de una triple visión complementaria: el París real, el de la cartografía oficial; el París personal, el que figura en ese mapa ideal que todo aquel que ha visitado la ciudad atesora en su imaginación, un París privado cuyas calles son los recorridos realizados y cuyos edificios, tan imponentes e ineluctables como los reales, están construidos mediante los acontecimientos experimentados por cada individuo; y también, como tercer elemento, el París mítico, el que contiene rasgos que integran la Lutecia romana, el esplendor barroco, la luminosidad de los grandes bulevares y las vidas de sus habitantes, algunos de ellos pertenecientes también al territorio de los mitos.

Henri recuerda su niñez ambulante con su madre, mientras su padre, un anarquista irredento —y un poco gamberro, también—, pasa temporadas en prisión, condenado por pequeños delitos de índole económica; sus primeros recuerdos coinciden con el establecimiento, presuntamente definitivo, en la ciudad.

«Cierto es que nuestra esperanza está unida a nuestro cuerpo de manera indisoluble. Hace ya muchos años que caminamos así, de generación en generación, hacia un mundo mejor siguiendo un trayecto prácticamente idéntico. A la postre, me pregunto qué es lo que, desde 1899 y mucho antes de eso, andamos buscando: ese mundo mejor no está al final de una calle, está aquí y ahora. Estamos en él, deberíamos detenernos, tenemos un pie dentro. El mundo somos nosotros. Al final del camino no hay sino una fosa, algo que nadie ignora».

El primer conocimiento de París y, por qué no, el origen de su predisposición al paseo, provienen con seguridad del continuo peregrinaje con sus padres en busca de alojamiento, siendo él una criatura, debido a las dificultades de su progenitor para conservar su empleo.

«Yo sabía leer y escribir. Recuerdo muchas cosas, están registradas en alguna parte. A partir de la rue des Acacias, todo se torna más nítido en mi memoria. Veo a unas señoras con velo y vestidos ajustados en la parte inferior; señores con bigote y bombines, muchísimos bombines… Éramos felices, nos hicimos una segunda serie de fotos en Chamberlin. Aquel día mi madre llevaba una toca de astracán de la que prendía un ramito artificial de violetas de Parma. Casi todo lo relativo a esta parte de mi vida huele bien. Podría relatar mi juventud a partir de los olores: la lejía, el excremento de las caballerías, las violetas… Más adelante, olió mal».

Tampoco el ambiente en el que se mueve Henri, auspiciado por sus padres, es demasiado adecuado para la formación de un muchacho: cafeterías dudosas, bares de mala reputación, burdeles más o menos disimulados… En cuanto a la vida familar: dificultades, privaciones, planificación de delitos e incluso un taller doméstico de falsificación de moneda.

Henri es involuntario testigo de los avances de la técnica, con los que mantiene un relación ambivalente: tras una mirada de asombro, no exenta de crítica, aflora la visión sarcástica —el humor acostumbra a acudir en su auxilio— del que sabe positivamente que todo ese proceso le es ajeno y que jamás podrá aprovecharse en su propio beneficio. Incluso la mirada de admiración hacia los grandes personajes, pasados y contemporáneos, parece más una burla que un reconocimiento.

«Mi existencia transcurría con dulzura. Estaba a salvo, al abrigo de la vida. En cuanto vuelvo a rememorar aquellos primeros años de mi infancia, siento un ligero y placentero cosquilleo en el estómago. Tuve a la sazón mi porción de felicidad».

En todo caso, Henri va haciéndose mayor, sus padres se separan —después de más de un episodio violento—, y todo ese proceso desemboca en la primera gran tragedia de un siglo que, a la larga, se mostrará aciago: la IGM. Entre la época del conflicto, con el padre en el frente y la madre encadenando trabajos precarios, y el fin de la guerra, la educación de Henri sale de un enorme paréntesis para, con el padre de regreso del frente, abrirse de nuevo en casas de apuestas, hipódromos y burdeles; toda una educación sentimental, en definitiva.

«Jugaba sin prudencia, de una manera insensata. Muy pronto me convertí en un fullero, uno de esos jugadores que tienen la sangre caliente, como suele decirse de aquellos que se inflaman de inmediato , aquellos que no saben parar y se lo funden todo, aquellos que no se retiran del juego porque no comprenden que más vale pájaro en mano que ciento volando, aquellos que ignoran que no es menos saber guardar que saber ganar, aquellos que, sin tino, juegan con fuego, aquellos que piden la luna, aquellos que se juegan el todo por el todo».

Contando con estos antecedentes, no es raro que, a los veinte años, su iniciación sexual se perpetrara de la mano —bueno, no exactamente— de la prostitución; su bautizo tuvo el precio de un sandwich de jamón, y su rodaje no disfrutó de mejores expectativas. Sin embargo, Henri se muestra satisfecho por la experiencia conseguida con la convicción de que le será de utilidad en el futuro.

«Â¡Dios mío, debí de pasármelo en grande! Se parecen entre sí, tienen un aire de familia, sus posturas y palabras son siempre prácticamente idénticas, y poseen una inmensa dulzura en todas partes del mundo, dan, a cambio de un  poco de dinero, aquello que las otras te esconden. Me encantan las prostitutas».

A pesar del interminable deambular, Henri circula a partir de un punto fijo, la iglesia de Saint-Pierre, en la que fue bautizado, hizo su primera comunión y se casó, como si tanto movimiento necesitara un puerto seguro a su disposición para cuando se avecinaran dificultades.

«Se puede considerar el mundo como un vasto teatro y a los hombres como actores clasificados en función de sus méritos: algunos de ellos grandes, que emergen en mitad de una multitud de figurantes entre los cuales me cuento. Parece como si, desde la más remota Antigüedad, la obra que se interpreta fuese siempre la misma: una tragedia. Combates, gritos, incendios, hecatombes en similares decorados embadurnados con sangre caliente. Es, en todo caso, el espectáculo que se nos ha brindado a la vista de manera regular y que continúa obteniendo un éxito semejante. Por lo demás, hay que reconocer que, desde los conflictos homéricos, han existido avances sensibles. Avances cualitativos y cuantitativos. ¿Quién negaría que la utilería se ha perfeccionado, que la puesta en escena es más grandiosa? El garrote, la partesana, la ballesta, la cota de malla, el cañón ligero, e incluso el sable y las balas de piedra, han sido abandonados como antes lo fueron la pez fundida y el agua hirviente. ¡Cuántos sorprendentes descubrimientos no habremos hecho! De la dinamita a la melinita y la turpinita, de los gases hilarantes al torpedo volante, del cañón del 75 al avión suicida. Poco a poco, se han ido produciendo mil mejoras para lograr siempre un mayor estruendo, un mayor humo, un mayor número de cadáveres. Pero el olor no ha cambiado».

Su casa se convierte en un mirador desde el cual puede observar los lugares emblemáticos de la capital, pero también la sombra de sus recuerdos, los hechos ocurridos en cada uno de esos lugares y las sensaciones asociadas.

«No puedo dar dos pasos sin encontrarme conmigo mismo, vuelvo a toparme con mi imagen en esas paredes testigos que son como espejos deformantes en los que me veo bajo, alto, flaco, pálido, extrañamente emperifollado, sin reír jamás, con facha de prófugo. Y sigo mis propios pasos a lo largo de los años y de las calles. Zangoloteo alrededor de mi pasado, del que recojo, aquí y allá, retazos menudos: está rodando un poco por todas partes, trato de reconstruirlo, como si uno pudiera existir una vez más».

La buhardilla, helada en invierno y sofocante en verano, le permite vislumbrar, a vista de pájaro —desde una altura de cuarenta años—, toda su vida pasada; le posibilita   contar, piedra a piedra, las edificaciones que componen los episodios que ha vivido, pero también, porque son inseparables, el pasado, desde el más remoto hasta el inmediato, de esa ciudad fuera de la cual no podría sobrevivir.

«Los recuerdos son como lianas: es preciso estar atento para no dar un traspiés a cada paso».

El París del que habla Calet es el París modesto de los barrios periféricos, habitados por personas cuyas familias han vivido siempre ahí, o por individuos cuya fortuna, a medida que ha ido menguando, los expulsaba de los barrios céntricos —cada revés más centrífugo— hacia ese París de aluvión, donde la ciudad va perdiendo su nombre y se diluye entre vías de ferrocarril, arroyos hediondos y edificaciones precarias: un lugar donde el futuro no es sino una amenaza.

«Durante la primavera nada es más agradable que instalarse allí en un banco. Vas allí sin asearte; los ancianos llevan incluso las zapatillas de estar por casa; te repantingas y por fin te quitas la chaqueta. Las mujeres se han puesto sus vestidos ligeros, sus zapatos blancos, muestran las piernas, hacen punto o remiendan unos calcetines. Los niños juegan en el suelo. Te relajas, te tiendes con actitud de abandono, te aburres. La existencia parece aceptable. Es nuestro oasis. ¡Oh, no es para nada exuberante! No, solo un puñado de metros cuadrados de césped y dos docenas de árboles polvorientos. Pero es digno de aprecio tener la naturaleza así, a nuestra puerta».

Ocupado en sobrevivir en la escasez material y rodeado de un ambiente de pobreza, acentuado por los efectos de las dos guerras del siglo, la actitud de Henri, a pesar de ello, es la de buscar los resquicios para poder vivir, motivado por su propia ciudad y por los habitantes que comparten su situación. La degradación del barrio, la desaparición de sus vecinos, los cambios en las modestas tiendas de productos de primera necesidad no actúan sino de acicate para permanecer allí sin preguntarse por un futuro en el que parece no tener ninguna oportunidad.

«Me fui por la escalera. Y mi excursión finalizó de manera confusa: la place du Combat ha recibido otro nombre, la estación de metro Aubervilliers se ha convertido en Stalingrad, en conmemoración de una gran batalla que parece sobremanera lejana. Las grandes batallas se suceden unas a otras, un combate ahuyenta a otro, los hombres mueren en ellos, solo la historia se enriquece y engorda».

Es allí donde transcurren hechos que pertenecen  por entero a la vida cotidiana, sin ningún rastro de heroísmo o de exclusividad, aunque para sus conciudadanos los incidentes irrelevantes, los pequeños hurtos o las insignificantes estafas constituyan los hechos notables que distinguen un día de otro.

«Acababa mal su jornada, en la comisaría; comenzaba mal su vida. Y cuando empiezas mal, por lo general, continúas de la misma manera; encuentras las mayores trabas del mundo para volver a hallar el camino recto, cuyo trazado siempre es incierto. Hablo de ello por experiencia. Ir del correccional a la cárcel es algo que acaba convirtiéndose en una bola de nieve, como se suele decir».

Permanentemente ajetreado, moviéndose siempre con un propósito relacionado con la supervivencia, Henri no pierde ocasión de ejercer sus dotes para la observación y la especulación acerca de todo aquello que ve; en ese imaginar existencias ajenas es donde se apoya para hacer más llevadera su existencia o, incluso, para recrear su propio pasado, presente aún en el paisaje aunque lejano en el tiempo.

«Heme aquí desde mucho tiempo atrás deseando volver a ver la rue Lacordaire. No había conservado de ella sino unas imágenes imprecisas (pero violentas) e ilusorias. Los nombres de Grenelle, la rue Lacordaire, el mercado de Saint-Charles, donde me perdí una mañana, la rue de Javel, por donde fluía un agua acidulada y opaca como la absenta, el hospital Boucicaut no han dejado de emocionarme. Siempre me han acompañado a todas partes, están dentro de mí. Tal vez se deba a que mis padres me han hablado de ellos largo y tendido. A fuerza de ponerle ribetes de su cosecha con paciencia, habían conseguido hacer de la rue Lacordaire —que era una verdadera olla de grillos— un lugar idílico. Por allí deshojaron los años más bellos de su vida».

Sus paseos no son paseos de descubrimiento —el París que interesa a Henri tiene poco que descubrirle— sino visitas de control, actualizaciones, para que los espacios ligados a sus recuerdos no cambien tanto como para convertirse en irreconocibles y acaben aislados de estos hasta el punto de que la desaparición —o la conversión, que es una especie de desaparición por etapas— de una calle o de un edificio provoque la volatización del recuerdo y, al mismo tiempo, de la porción de vida asociada. Se trata de paseos en busca de sí mismo de un individuo que si pierde su pasado acabará también desaparecido.

«Pues bien, estoy contento de haber tenido tiempo para relatar esta historia. Quizá alguien la encuentre inconexa, fragmentaria, pero ya he mencionado que mi propósito no era relatar mi vida. Por lo demás, son todos estos retazos los que, ensamblados, forman mi existencia a la manera de un mosaico. Viví a la ligera porque el porvenir no me parecía seguro. Y, ahora, siento mi alma más ligera, como si ya no tuviera alma en absoluto. Estoy tranquilo, ya no hago planes. Es sobre todo por esta razón por la que he vuelto a repasar cuanto he vivido. El pasado es una certeza, ha sucedido; en cambio, ¿a qué se parece el futuro?».

Joan Flores Constans

Joan Flores Constans nació y vive en Calella. Cursó estudios de Psicologia Clínica, Filosofía y Gestión de Empresas. Desde el año 1992 trabaja como librero, actualmente en La Central del Raval. Lector vocacional, se resiste a escribir creativamente para re-crearse con notas a pie de página, conferencias, críticas y reseñas en la web 2.0, y apariciones ocasionales en otros medios de comunicación.

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