Cepo | Foto: WikiMedia Commons

Filosofando con topos

/
Cepo | Foto: WikiMedia Commons

En épocas previas, cuando aún no se gestaba la noción de la individualidad, la voluntad propia y un destino particular —sentires muy queridos para nosotros los occidentales—, las ideas míticas tenían su lugar macizo en las sociedades, en los grandes grupos humanos acobijados por el manto de una gran creencia. Los años transcurridos desde el nacimiento de la ciencia moderna a partir de los días de Galileo, junto con la sofisticación más creciente de los principios humanísticos, dio origen al personaje del individuo libre, dueño de su vida y maestro de su pensamiento. Más tarde, para bien o para mal, llevó también a esa muerte de Dios de la que tanto se lamentó Nietzsche. A partir de ese momento, si no se desea sucumbir a la mansedumbre de ser un vil súbdito del Estado y las fuerzas de la historia, o quedar condenado a la estancación de una vida roma y servil, la idea central del mito y sus funciones cósmicas y pedagógicas, la ruta del héroe, pasa a ser responsabilidad única de cada uno de nosotros, algo que es más fácil decir que hacer. Ya a mediados del siglo XIX, Ralph Waldo Emerson se preguntaba cuáles eran las razones que nos impiden disfrutar de una relación más íntima y personal con el Universo.

¿De qué maneras podemos desarrollar nuestro propio mito? Existen varias, pero todas, al parecer, necesitan de un grado de valor. Marc Hamer, sabio jardinero y escritor magnífico, menciona en un poema de su autoría, publicado en Cómo cazar un topo (Ariel, 2020), la manera en la que «el ateo ve que todo está conectado/y ese es el verdadero milagro». Y aunque esa conciencia sobre la red de la vida no es única ni del ateo ni de la modernidad, pues el animismo vinculante ya era común en las viejas religiones, su juicio en apariencia sencillo es producto de la experiencia y la observación atenta de lo salvaje. Fue a los dieciséis años, tras la muerte de su madre, cuando su padre le echó de la casa con la justificación de que ya no era útil y sobraba, por lo que sería mejor que se fuera de ahí. Joven inmenso para ese entonces, apacible como un oso viejo, se marchó temprano al día siguiente. No hizo ruido, ni siquiera dijo adiós, pues no quería molestar a nadie y dejar un mal sabor de boca.

Al pavor inicial de este nuevo escenario le siguió un periodo de calma que le permitió razonar. ¿Qué sería de él? En ese momento no lo supo, pero luego de un tiempo en el que realizó trabajillos sin futuro y de malvivir entre las ruinas de almacenes y casas abandonadas, decidió hacer algo que estuviera bajo su control total. Caminar era lo que mejor se le daba, así que eso mismo comenzó a hacer. Con eso inició un periodo de vagancia que lo llevó por los bosquecillos, campos y playas del norte de Inglaterra, por los caminos de sirga, que son la mejor manera de llegar de un pueblo a otro. Llevaba algo de dinero con él, y cuando este se terminó no le importó robar una cosa o dos en los mercados. No mucho, solo lo necesario para llenar el estómago y continuar la marcha.

Ariel

Esta experiencia de choque afianzó los cimientos de su identidad y dio origen a una cosmovisión entre el misticismo silvestre de un Goethe y el pragmatismo de un Séneca, refinada a lo largo de las décadas hasta darle ese toque de lo que bien podría llamarse sabiduría natural, libre de complicaciones filosóficas y los laberintos retóricos de un discurso moral. Aprendió a distinguir cuales son los mejores setos en donde pasar las noches y bajo qué árboles se puede dar una siesta de calidad. Diferenció el trino de los pájaros, la toz, las voces y los gruñidos de ovejas, perros y otros tantos animales. Descubrió que en la intemperie la lana es un material más confiable que el algodón y las plumas, ya no se diga que las fibras sintéticas, y supo cómo ocultarse de los peligros de la noche boscosa, así como de las bajezas y la podredumbre que se hacen ver cuando la gente duerme en las ciudades. «En todas las especies», escribe, «los sintecho son blanco de los depredadores», y esta no es una sentencia que se haga sin tener conocimiento de primera fuente.

La jardinería y la caza de topos fueron actividades que le siguieron a su primer momento de paz, cuando al fin pudo dejar los caminos y tomar un trabajo en la industria de los ferrocarriles, lo que le permitió después estudiar Bellas Artes en Manchester. Pero aquello que tanto le gustaba, por desgracia, no se le daba bien; sus manos son demasiado grandes para los pinceles, manos como las de los granjeros, los montañeses o los pescadores, manos de gente que en verdad está en contacto con el mundo y cuya idea de la naturaleza es la que se vive con el cuerpo y los sentidos, no la que es mediada por un dispositivo electrónico o la que se ofrece en un parque bien podado, libre de alimañas y hierbajos.

Cómo cazar un topo es un documento técnico y biográfico. A la narración de los vagabundeos de su vida, Hamer hace comentarios sobre la historia, folklore y costumbres tras la cacería del topo, las rivalidades entre exterminadores clásicos y modernos, y las maneras más humanas de poner fin a los días de un topo. Hay trampas que son eficientes y cortan el aliento de un tajo. Otras son lentas y someten al animal a una tortura de varias horas. La visión de Hamer, en la que todo en la vida es único y preciado, le llevó a ser lo más amable posible con estos mamíferos. Fue un desliz de su parte lo que lo llevó a terminar sus días de cazador y escribir esta memoria. El mundo, para él, no es un mero escenario de competencia y matanza darwinista, sino un diálogo con uno mismo y entre las especies. «La gente habla de la lucha por la supervivencia», dice, «pero no se trata de una lucha, se trata de una conversación. La palabra “lucha” conlleva alguna clase de agresividad», continúa diciendo, «pero las conductas agresivas al final te llevan a formar parte de la alimentación de algo más grande, más fuerte y más rápido».

La sensación de tiempos pasados recorre todo el texto. Tradiciones que desaparecen, oficios marchitos y animales que se extinguen, todo hilado por las reflexiones de Hamer sobre su propia mortalidad y su vejez cada vez más trabajosa. Un mundo añejo que ya nunca volverá. Y, aún así, los eventos de este último par de meses de emergencia sanitaria han frenado al planeta entero y colapsado gran parte de la actividad económica, mucha de ella enfocada al desarrollo de nuevas tecnologías. Si hay algo que se ha vuelto patente, es lo frágil y ficticio que es esta idea de un progreso material, lineal e imparable, además de irresponsable, hacia el futuro. Frente a esto, la jardinería, la construcción de muros secos, la caza de topos y los vínculos en sociedad parecen realidades mucho más sólidas y duraderas.

La experiencia al aíre libre y el contacto directo con todas las facetas de la naturaleza, las positivas y las negativas, además de los roces con lo más mezquino de la humanidad, otorgaron a Marc Hamer un mito personal. Una ruta heroica bajo el resguardo de una cosmovisión forjada de la acción directa, con su propio sistema de valores. Contrario a otros jardineros, por ejemplo, él prefiere segar con herramientas manuales para dar tiempo a los animales de escapar y resguardarse. Pues, como él mismo lo describe, «matar puede resultar (aunque raramente lo es) un acto apacible y sereno. La violencia nunca lo es».

Ariel, entre su catálogo lleno de variaciones, tiene a su nombre un creciente número de títulos similares, y ya comienza a ser un referente en la liternatura en castellano. La traducción de Cómo cazar un topo quedó a cargo de Beatriz Ruiz, quien muestra en especial la calidad de su trabajo con los poemas que Marc Hamer dedicó a este texto, el cual, además, viene acompañado por ilustraciones de Joe McLaren, lo que le da un toque de belleza rústica. Dice mucho sobre la importancia de este libro que una profesión de la que el grueso de nosotros somos ignorantes, la caza del topo, sea retratada como algo magnífico y encantador. Sería bueno reflexionar sobre cuáles son nuestras prioridades, ahora que un nuevo mundo parece a punto de comenzar.

Antonio Tamez-Elizondo

J. Antonio Tamez-Elizondo (Monterrey, 1982) es arquitecto, Máster en Arquitectura Avanzada y Máster en Creación Literaria. Su libro de cuentos 'Historias naturales' ganó X Certamen Internacional de Literatura 'Sor Juana Inés de la Cruz', 2018.

Deja una respuesta

Your email address will not be published.

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.

Previous Story

Los palimpsestos

Next Story

Descubriendo la Rusia contemporánea

Latest from Críticas

La memoria cercana

En 'La estratagema', Miguel Herráez construye una trama de intriga que une las dictaduras española y

Adiós por ahora

Eterna cadencia publica 'Sopa de ciruela', volumen que recupera los escritos personales de Katherine Mansfield