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Me acuerdo ahora (parte 2)

La segunda entrega de esta crónica memorialística se adentra en las lecturas, entre otros, del 'TBO', 'Pulgarcito', 'Tiovivo' y 'Pumby' | Foto: Carlos Martínez

Me acuerdo de que uno de mis hermanos me trajo un reloj de arena de un viaje a Portugal, cuya duración era de diez minutos.

Me acuerdo de que en mi casa había solo un libro, Cuando los dioses permanecen silenciosos, de Soloviev, y no estaba a la vista, sino (quizá por ser de un autor ruso, por precaución) guardado en un armario de la salita.

Me acuerdo de la emoción que sentí cuando, en 1973, llegué a Londres y caminé por sus calles y pensé que podía hacer cualquier extravagancia y que nadie diría nada porque nadie me conocía ni entendía.

Me acuerdo de que en Navidad me habría gustado ver nieve en mi ciudad, de cómo pegábamos trocitos de algodón y polvos de talco en los cristales de las ventanas.

Me acuerdo de los cines Goya, d’Or, Martí, Tyris, Paz, Iberia, Metropol, Mundial, Montesol, Rex, Avenida, Colisevm, Lys, Capitol, Serrano, Lauria.

Me acuerdo de cuándo asesinaron a Robert Kennedy. Estaba en casa haciendo deberes y mi madre pintaba el pasillo (mi madre era muy aficionada a pintar y empapelar las habitaciones, algo que repentinamente se le antojaba y lo acometía sin consultar con nadie). Dio la noticia la radio. Mi madre me dijo conecta el televisor, y ahí vi a Kennedy con la camisa manchada de sangre y el gesto de la muerte en su cara.

Me acuerdo de que mi padre se afeitaba con crema Lea y que usaba after shave Flöid. La colonia, Varon Dandy.

Me acuerdo de algunos días en los que despertaba con fiebre (por un constipado, por la gripe o por alguna otra dolencia menor), me quedaba en la cama. Mi madre arreglaba la habitación, la ventilaba primero, me ponía sábanas limpias y frías. Yo veía a mis hermanos que salían hacia el colegio cargados con las carteras, abrigados, con las bufandas enrolladas. Era la mejor sensación. Quedarte en la cama con tebeos (TBO, Pulgarcito, Tiovivo, Pumby), sabiéndote a cubierto por la justificación de la fiebre, aunque tan suave que no te impedía leer o dibujar, observando los visillos calados de la ventana mientras transcurría la mañana con los sonidos de la calle y luego, tras visionar Embrujada en la tele tapado con una manta, la tarde y sus gamas de luz.

Me acuerdo de que en plena clase, en segundo de Bachillerato (teníamos doce años), uno de los compañeros prendía un cigarrillo (por cierto, tenía un soplo en el corazón, cosa que solía recordárnos desafiante) sin que el profesor se percatara de ello, y se lo fumaba. Nunca entendí cómo no lo pillaban.

Me acuerdo de que en agosto mi calle se quedaba vacía. Los comercios cerrados, el bar de enfrente con la persiana bajada. Casi ningún coche aparcado junto a las aceras. Las horas y los días se desplegaban muy lentamente bajo el letargo y el tedio.

Me acuerdo de que la primera tapa de un elepé que me sedujo de verdad fue All Things Must Pass, con George Harrison sentado con esas botas y sombrero de jardinero, rodeado de los enanos de piedra, con la trama de grano ancho sobre el fondo gris del bosque.

Me acuerdo de que mi generación (los intelectuales de ella, yo me creía uno entre ellos, por supuesto) aborrecía el fútbol y otras prácticas deportivas, menos el baloncesto o el hockey sobre patines, que tenían un cariz universitario. Expresábamos un desprecio completo hacia quienes seguían los partidos por la televisión o iban a los estadios. Considerábamos que era incompatible leer a Robbe-Grillet o a Heinrich Böll, visionar una película de Bertolucci, de Costa Gavras, saber quién era Víctor Erice o el pintor Francis Bacon, y al mismo tiempo caer en el opio del fútbol. Era inaceptable siquiera que alguien preguntase simplemente cómo habían quedado determinados equipos ya en el último tramo del domingo por la tarde.

Me acuerdo de que en el colegio, en tercero de Bachillerato, había un compañero de pupitre (su padre tenía una fábrica de abanicos, y su hermano, se decía, era hippie) que sabía quién era Bob Dylan, lo canturreaba. También que leía a José Hernández y su Martín Fierro. Yo no sabía ni lo que era un gaucho ni entendía cuando me decía que la respuesta a la vida estaba en el viento.

Me acuerdo de que hacia noviembre aparecían los almanaques de Navidad. El especial de Pulgarcito, en el que Carpanta por fin comía algo sólido. Las hermanas Gilda, Don Pío, Mortadelo y Filemón, Dª Urraca, todos sentados en una larga mesa con pollos a l´ast y turrones y botellas de champán (el tapón descorchado y saliendo el espumoso), brindando de cara al lector.

Me acuerdo de que durante una temporada en mi casa, siendo yo muy niño, habitaban con nosotros bastantes familiares. Creo que porque andaban esperando concesiones de pisos o porque buscaban alquileres baratos, no sé bien. Tíos, primos, abuelos, más de quince personas. Mi abuela preparaba, apenas amanecía, comidas para un tío mío que cumplía el servicio militar en el cuartel de La Alameda (había un sable guardado en el armario ropero del pasillo, ¿o eso me lo he inventado?). Al principio comíamos todos en una sola mesa, pero luego se comprobó que era demencial armonizar horarios. Se optó que unos comieran en una mesa en la salita y otros (yo entre ellos) comiesen en otra mesa en el comedor. Había un feliz y continuo movimiento de personas por pasillos, entrando en cuartos, saliendo del baño, en la cocina con platos y jarras de agua vacías, fruteros con naranjas. Para un niño ese ajetreo era formidable. Luego, de golpe, sobre las tres y media, todos se iban al trabajo o al colegio y la casa quedaba anclada en el silencio, en la quietud, hasta la noche, momento en que recobraba su ritmo vertiginoso.

Me acuerdo del pastor alemán de un amigo. Cuando entrabas en la casa, el perro ni se inmutaba. Pasabas por delante de él, como si nada. Un ejemplar enorme. Pero, apenas intuía que alguien se iba, se alteraba, ladraba, y cuando abrías la puerta de la calle para salir, intentaba morderte el pie. Lo peor era que el amigo, riéndose por la cara de terror que poníamos los que tratábamos de escapar, apenas podía sujetarlo, lo que aumentaba si cabe más aún nuestro espanto.

Me acuerdo de que cuando moría alguien se dejaba una de las dos hojas del portal cerrada. Era la indicación de la muerte. Dentro colocaban una mesita para depositar las tarjetas de condolencia.

Me acuerdo de una reunión familiar en la que quise gastar una broma y rocié de polvos pica-pica a la hija de unos amigos de mis padres. Soplé demasiado sobre la palma de mi mano, yo mismo me percaté, pero ya era tarde. Empezó a estornudar y a estornudar, se puso roja, vi cómo se asustaban los mayores, tuvo arcadas, y mi padre, cuando terminó el percance, me dio un bofetón delante de todos.

Me acuerdo de que el ascensor de mi casa era de subida, un Jacobo Schneider, pero no de bajada. Además sólo podía usarlo quien tuviera más de catorce años, salvo que fuese acompañado de un adulto. Si no, el portero no te dejaba acceder a la cabina. Cuando los cumplí y accioné yo solo la cancela, mientras el portero me seguía con la vista, apreté el botón negro sobre el dorado de la caja de mandos, me sentí un triunfador. El portero me dijo te dejo subir, pero en realidad hay que tener catorce años y un día.

Me acuerdo de las sesiones de cineclub en el tardofranquismo. Alguien vestido con camisa blanca o con jersey de cuello cisne, fumando, con barba, hablaba de Ingmar Bergman y de la dialéctica subyacente en el discurso de Gritos y susurros.

Me acuerdo de que, hasta entrados los años setenta, en Semana Santa, los cines cerraban. Tampoco se podía oír música ni cantar. Era pecado.

Me acuerdo de los partidos de fútbol que jugábamos al salir del liceo en la acera de la iglesia de San Bartolomé, en la avenida de José Antonio, con una pelota de trapo.

Me acuerdo del miedo a que te tiraran de clase en el colegio. Si ocurría, debías esperar en el pasillo hasta que el director te llevase a su despacho, adonde te castigaba dándote una zurra con una regla de madera sobre las palmas de ambas manos. A veces, éramos más de uno quienes aguardábamos en el pasillo a que el conserje avisara del final de la clase. Las víctimas establecíamos rápidamente a distancia una mirada de complicidad, y qué maravilla si lograbas que el profesor te reaceptara minutos antes de que el director, como un ogro hambriento, recorriera el pasillo en busca de niños.

Me acuerdo del amigo de un amigo en cuya casa tenían un sofá con dos sillones a ambos lados frente al televisor, como en las películas extranjeras. A mí casa tardó mucho en llegar el típico sofá.

Me acuerdo de un perro mestizo, Terry, que tuvimos en casa, pero del que nos desprendimos porque en la ciudad era muy complicado ocuparse de él. Lo regalamos a alguien que vivía en un pueblo. A los seis o siete días, nos arrepentimos y telefoneamos (lo hizo mi madre) muy contentos para que nos lo devolvieran, pero nos dijeron que esa misma mañana lo había atropellado un coche y había muerto.

Me acuerdo de cómo sonaba el himno de España, con la cara de Franco de trasfondo, cuando concluía la emisión televisiva, y cómo la pantalla se llenaba al final de nieve y emitía un pitido agudo insoportable.

Me acuerdo de que un día vino al liceo un futbolista ya algo mayor, bastante mayor (rondando los ¿cuarenta? años), que hizo una exhibición durante el recreo. Él, rodeado por botes grandes de Colacao, que era la marca patrocinadora, lograba dar decenas y decenas de toques al balón sin que este rozase el suelo.

Me acuerdo de cómo me gustaban los banderines de tela y cómo los pinchaba con chinchetas en las paredes de mi habitación.

Me acuerdo de una Semana Santa en la que me leí unas quince o veinte novelitas policiales de quiosco. Estaban muy manoseadas y las cambiaba a una peseta cada vez. Cuatro pesetas si las quería nuevas. Las tramas transcurrían en Los Ángeles y en Nueva York, firmadas por autores extranjeros, aunque luego supe que casi todos eran pseudónimos de escritores republicanos españoles represaliados por el franquismo.

Me acuerdo del cine Xerea y de cómo en él descubrí películas y directores de cine, de cómo me creía un intelectual por ir a ese local que era muy simple y sin adornos, creo que incluso sin alfombra ni acomodadores.

Me acuerdo de unos zapatos Hush Puppies, cuya suela, cuando llovía, resbalaba mucho.

Me acuerdo de que mi primer viaje al extranjero, en 1973, fue a Londres. Fui a parar a una residencia de estudiantes de la que me habían informado en el SEU de la calle del Mar (los vuelos a través de este eran mucho más económicos, pues subvencionaban) y en la que las habitaciones eran compartidas. Durante dos semanas conviví con un keniano enorme como un armario que, cada mañana, apenas se despertaba e iniciaba su aseo frente a una pilita que a su lado parecía de juguete, me decía que Franco no era bueno. «No es buono«, me decía mientras se pasaba arriba y abajo el cepillo entre los dientes y me observaba por el espejo. Yo le contestaba desde la cama que no lo era, desde luego.

Me acuerdo de un compañero de pupitre, hacia el 64 o 65 (teníamos siete años), que dibujaba casi con un solo trazo todos los personajes de Hanna-Barbera, en especial Huckleberry Hound, Tiro Loco y el Oso Yogui, de un modo magistral. Mientras la profesora (¿aquello era párvulos?) paseaba por la clasecita del liceo con modelos de caligrafías, él comenzaba a dibujarlos en las hojas de un block sin el más mínimo titubeo.

Me acuerdo de que un amigo, ya en el instituto, se compró una chaqueta militar en el mercadillo. Soy antimilitarista, me dijo, y con un rotulador estampó en ella frases en inglés y los símbolos de la paz, el no a la guerra, algún fragmento de alguna canción de los Beatles, de Bob Dylan o de Joan Baez. Un día me la prestó. Al ponérmela, sentí que era otra persona, mucho más segura, lo sentí al andar y pensar (creer) que todos me miraban.

Me acuerdo de un anuncio de ginebra Fockink en el que salía un hombre practicando esquí acuático y gritando la marca. Nosotros, alumnos recientes de inglés, creíamos que decía “Fucking”.

Me acuerdo de que me identifiqué ya con el primer cuento de Chéjov que leí, con esos personajes trenzados desde tonos agridulces. Leí todo lo que encontré y pude de él, incluido su teatro y sus relatos más largos. Yo creo que, de algún modo, me hechizó también su aspecto, su cara, el saber cómo había vivido en Sajalín. Esa fascinación por él y su obra nunca me abandonó.

Me acuerdo de un encendedor Zippo que un amigo le compró a un marinero estadounidense y que luego me lo revendió a mí por veinticinco pesetas. En toda su parte frontal, normalmente húmeda por la gasolina que solía perder, había un jugador de golf grabado. Aprendí a encenderlo pinzando los dedos, o bajándole la caperuza con un golpe en mi muslo.

Me acuerdo de los coches de choque que instalaban en el mes de julio en La Alameda y de cómo había chulos, pandilleros, que te chocaban de frente sin ningún miramiento.

Me acuerdo de que ya, desde pequeño, me atraía la imagen del escritor en las películas.

Me acuerdo de las series de televisión estadounidenses que llegaban a España a mediados de los sesenta, los protagonistas vivían en casas (sin rejas) de una planta, con pequeños jardines frontales y con un espacio posterior donde preparaban barbacoas con otros matrimonios amigos bajo farolitos y música que brotaba de un vinilo portátil. Entre ellos solía corretear un perro, un bobtail simpático. Siempre había un vecino locuaz con el cortacésped en marcha y en mangas de camisa (camisa con los picos del cuello abotonados) que saludaba mientras Larry aparcaba el coche que quedaba abierto, nadie lo cerraba. Este Larry trabajaba, además, en algo que se me antojaba absolutamente tan extraño como atractivo: lo hacía en una agencia de publicidad. Ganada dinero, y vivía muy bien, inventando eslóganes.

Me acuerdo de la mantequilla o margarina de tres colores. Las madres preparaban bocadillos embadurnados con trozos grasosos de fresa, chocolate y el otro sabor neutro.

Me acuerdo de que en el cine Lauria, en Colón, pasaban matinales los domingos con películas como La carrera del siglo o Los perros de mi mujer.

Me acuerdo de que en mi casa teníamos para los cinco miembros “bula pontificia” (se pagaba una módica cuota anual para conseguirla, supongo que en el Arzobispado) y por eso podíamos comer carne los viernes sin ningún remordimiento.

Me acuerdo de que la cosa que más frustración me producía era ir al circo en Navidad. Los días previos sentía una excitación difícil de controlar, sin embargo al salir, tras concluir la sesión, me invadía hasta llegar a casa una melancolía también incontrolable.

Me acuerdo de que, si llegabas más tarde de las diez de la noche, había que buscar al sereno, generalmente refugiado en un bar de la zona. A veces, dabas palmas y ya oías el golpeteo del chuzo contra el suelo o contra las paredes, el tintineo de las decenas de llaves colgadas de un aro en la cintura.

Me acuerdo de que en el liceo había un alumno de apellido Bouville cuyos padres eran actores, o eso era lo que decía y por eso vivía con sus abuelos. Nadie más tenía un padre que fuese actor ni nadie conocía a alguien cuyo padre o cuya madre fuesen actores. Resultaba muy extravagante, pero, por de pronto, su apellido era francés, además de que era propietario de un caniche gigante muy oscuro, como un demonio, que tampoco era corriente en aquel barrio de perros sin raza definida.

Me acuerdo de los álbumes de Vida y Color, con cromos dobles e incluso triples por página, insectos, el cuerpo humano y su anatomía, las civilizaciones de África, las flores, los protozoos y los reptiles, toda la gama posible del mundo animal y de la flora. Me fascinaba también la serie de astros y estrellas del cine. Nunca completé ninguno, ni estos ni otros muchos que comencé a coleccionar, y eso que me lo propuse muy seriamente en cada inicio.

Me acuerdo de una profesora de inglés que llegó nueva al liceo y de la que todos nos enamoramos. Nos enseñó una canción popular escocesa, My Bonnie Lies over the Ocean, y la aprendimos en dos días, y fue lo único que memorizamos en un curso completo, ni siquiera la traducción de la canción al español.

Me acuerdo de que un amigo que vivía en mi mismo edificio tenía un perro mestizo que le acompañaba a todos lados. Se llamaba Panda, porque recordaba ligeramente a un oso panda (decía), y jamás lo llevaba con cadena. Este amigo podías encontrártelo en la calle e intercambiar algún comentario con él, andar un rato, y él no le prestaba ninguna atención a su perro, pero este no lo perdía de vista. Algunas tardes, mi amigo (era un niño bastante precoz, rozábamos los doce años) jugaba al ajedrez en una cafetería de la calle Joaquín Costa, lo hacía contra adultos, durante tres o cuatro horas o más por las tardes, y el perro permanecía tumbado a la puerta de la cafetería sin protestar, ni un solo ladrido. Al acabar la sesión, mi amigo salía hablando con alguno de las jugadas, de los gambitos y de las celadas de Alekhine o de Capablanca, sin darle una caricia al perro, y caminaba hasta su casa seguido fielmente por Panda. No le hacía ninguna indicación cuando cruzaban de acera, entre los coches. Tampoco le enseñó nada de eso, el perro lo aprendió por sí mismo. A mí me asombraba porque yo tenía otro perro de la misma edad y no había logrado, con intentos serios de aprendizaje, siquiera a que acudiera a una simple llamada mía.

Me acuerdo de una bata gris, algo áspera, con cinturón de cordón, que usaba mi padre en invierno.

Me acuerdo de que en un programa de televisión, un tipo (Uri Geller) dobló cucharillas metálicas. También cómo hizo para que varios cientos de miles de espectadores, cada uno en su casa, frotase la esfera de un reloj que no funcionaba hasta que este volvió a latir.

Me acuerdo.

Miguel Herráez

Miguel Herráez (Valencia, 1957), es catedrático de Literatura Española en la UCH de Valencia. Ha publicado novelas, ensayos, dietarios y cuentos. Experto en Julio Cortázar, suyos son ‘Julio Cortázar, una biografía revisada’, ‘Dos ciudades en Julio Cortázar’ y ‘París en Julio Cortázar’. Sus últimos libros son ‘Diario de París con 26 notas a pie’ y la novela ‘La vida celular’. Títulos suyos han sido traducidos al ruso, francés, portugués, italiano y turco.

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