Para no convertirse en un cobarde, no hay mejor fórmula que encontrarse con el tipo que uno fue de niño. Smedley Butler (1881 – 1940) fue un militar estadounidense que entró a vestir uniforme a los dieciséis años, y cuando habÃa superado algunas décadas de vida castrense y mucha experiencia en combate, al mirarse en el espejo vio al niño que saltaba felizmente en la playa y escribió este discurso, La guerra es una estafa. Era un tiempo de nubarrones, de presagios dolorosos, en los que medio planeta velaba armas mientras otro medio afilaba los cuchillos. El fascismo se alzaba en Europa y los paÃses iniciaban sus alianzas para atacar y defenderse. La Segunda Guerra Mundial no habÃa comenzado, pero Butler estaba escarmentado en batallas por haber llevar participando en contiendas muchos años, incluida la Gran Guerra. Harto de la farsa, escribe una diatriba en la que expone los costes de las guerras, sus razones principales, que son de Ãndole económica.
Para nuestra sorpresa, no se trata ya de apuntar al gran objetivo de los conflictos bélicos, que siempre fueron la obtención de un botÃn, arrebatándoselo al enemigo. Ahora el botÃn lo posee el amigo, el pueblo propio, el propio Estado. Butler apunta a quiénes han sido los grandes beneficiarios, esas empresas privadas que en caso de guerra multiplican sus beneficios, a costa del capital público. El mecanismo es muy sencillo y ya estamos agobiados de tanto denunciarlo: desviar el dinero que se recauda con impuestos y aportaciones, en teorÃa destinado a beneficio común, para surtir las arcas de los amigos. Conociendo los datos de primera mano, narra, por ejemplo, cómo se fabricaron millones de botas de las cuales más de la mitad jamás saldrÃan del almacén de la compañÃa, si es que llegaron a fabricarse. Y, mientras tanto, todo este engranaje destinado a un enriquecimiento ilÃcito se viste con el disfraz del patriotismo.
No cabe engañarse: Butler no es Naomi Klein ni Noam Chomsky, no es un activista de izquierda. Butler fue militar y estuvo integrado en el Partido Republicano, el mismo que colocó a la cabeza de la primera potencia mundial a Ronald Reagan, George Bush Jr. o Donald Trump. A pesar de lo cual, no cesa de arremeter contra la propaganda que todo lo empaña, que oculta cualquier atisbo de sinceridad, y contra los lobistas. Uno se pregunta si a su juicio el Estado es un invento estúpido o es un cómplice. Y se hace consciente de que no deja de ser un sistema de distribución de dinero, es decir, de poder. Butler, por su parte, intenta recordar que en la guerra existe el factor humano, y que éste deberÃa ser casi el único a tener en consideración. El hombre es una insignificancia para quienes montan el dinero a lomos de la humanidad y se colocan la cuenta corriente como estrella de Belén. Incluso el desarme, que es, supuestamente, el objetivo de quien se alza con la victoria en la guerra, sigue siendo un disfraz. Sólo existe una forma de desarme eficaz, y la guerra a demostrado que su objetivo es incrementar el potencial de armamento, con frecuencia innecesario, para beneficio del fabricante de armas.
La disertación de Butler, breve, concisa, sin florituras pero con mucha vehemencia, se inscribe en la literatura antibélica, aunque en un estante distinto al que colocamos Trampa 22 o Matadero cinco: la guerra es la única estafa en la que “los beneficios se cuentan en dinero y las pérdidas en vidasâ€, afirma al principio, para exponer que es, por tanto, la estafa más necesaria de parar. Y concluye que este beneficio deberÃa eliminarse, que se deberÃa permitir a los jóvenes decidÃs si empuñan las armas y reducir los objetivos de las fuerzas armadas a actos de defensa. Con una cierta ingenuidad, esta alocución deberÃa ser escuchada a diario, como deberÃa ser escuchada la carta del jefe indio Seattle en respuesta al presidente de Estados Unidos cuando le ofreció comprarle las tierras y crear una reserva, esa que tuvimos colgada con chinchetas en las paredes de la habitación durante nuestra juventud: “¿Cómo se puede comprar o vender el cielo o el calor de la tierra?â€.