Un hombre que duerme. George Perec
Traducción de Mercedes Cebrián
Impedimenta (Madrid, 2009)
Empezar a leer un libro de Georges Perec tiene algo de inmersión; en las gélidas aguas de fondo invisible de un lago glaciar, rodeado de amenazantes cumbres nevadas, de El secuestro (La Disparition, 1969); en las cálidas aguas de un tibio mar sin lÃmites, cuyas olas amables mecen al lector haciéndole perder la noción del tiempo de La vida, instrucciones de uso (La Vie mode d’emploi, 1978); o, como en el caso de este Un hombre que duerme (Un homme qui dort, 1967), un dejarse absorber por el ineluctable abrazo de las arenas movedizas de fondo incierto.
Te sientes poco hecho para vivir, para actuar, para hacer cosas; no quieres más que durar, no quieres más que la espera y el olvido.
Narrador interpelativo que se mueve entre la distancia de quien da órdenes y el desequilibrio de quien se habla a sà mismo en segunda persona para obligarse a hacer aquello que no le apetece o para poner tierra de por medio, para huir de un impreciso alguien en quien no quiere reconocerse.
La transgresión de Perec, sea a nivel formal o de contenido, siempre tiene algo de jocoso, de sutilmente irónico: a uno no le cuesta imaginarse una mezcla de la irreverencia de los Monty Python y el barroquismo exagerado de Jeunet y Caro. Un hombre que duerme, en cambio, está imbuido de una tristeza amarga, de una silenciosa soledad cuyo eco resuena en las paredes de la minúscula buhardilla donde el innominado protagonista encierra su renuncia: es, sin duda, el libro más triste de Perec, el más desesperanzado, el más oscuro:
Pero la luz no es jamás plena en la buhardilla de la Rue Saint-Honoré.
Es esa misma oscuridad, la que envuelve al protagonista, figuradamente, en la opacidad de su condición anÃmica, y en la realidad, pues asà de oscuro es también el ámbito del sueño y de los ensueños, la que puede hacer dudar al lector, hacerle desaparecer en las orillas del camino y extraviarle por los vericuetos de su prosa; es conveniente, casi siempre, ideal, quiero decir, no prolongar la lectura de un libro de estas caracterÃsticas en más sesiones que las que la prudencia y la disponibilidad de tiempo permitan, pero en este caso, y uno tiene la sensación que siempre, tratándose de Perec, la lectura más productiva es la que tiene lugar en una sola sesión.
¿Puede el hombre escapar a su destino? Ese infinito empezar de nuevo, ¿lleva, en definitiva a alguna parte? ¿No acaba siendo indiferente lo que hagamos con nuestra vida? Preguntas retóricas cuya imposibilidad de respuesta firme no anula su formulación… La soledad no es un remedio, pero lo que sà puede ser es una forma llevadera de soportar la gran farsa: soledad existencial, consistente no sólo en la evitación sino también en la negación del contacto, convertirse en un eremita en pleno Marais y también en el pueblo antaño fantasma recuperado para las hordas de turistas, donde el tiempo transcurre más lentamente pero sigue transcurriendo, dÃa tras dÃa, hacia un ilusorio final,
Volver a empezar de nuevo, una y otra vez, este dulce terror que insiste en regir cada dÃa, cada hora de tu Ãnfima existencia,
que no es más que un espejismo; nada empieza ni nada acaba, todo es circular, repitiéndose hasta el infinito, el perro que ladraba ayer es el mismo que ladra hoy, y los carteles de eventos pasados siguen anunciándolos.
Tu buhardilla es la más bella de las islas desiertas, y ParÃs es un desierto que nadie ha atravesado nunca.
Desaparecer, borrarse, «olvidarte de esperar», desandar lo andado hasta que todo esté vacÃo, sin contenido, para posteriormente vaciarse de la propia existencia, limitarse a ser, abandonar el juego, hacerse invisible, olvidar.
Solamente te importa que el tiempo pase y que nada te alcance.
Hacerse transparente, pues no se trata de dejar de existir para ti mismo sino de ausentar tu presencia, que los ojos del mundo pasen a través de ti sin percibirte, que no desvÃes ni un grado los rayos de luz, que te atraviesen sin modificarse, y que el hirviente ruido disminuya y desaparezca como acaba evaporándose esa gota de lluvia lanzada por la nube antes de alcanzar el suelo.
La indiferencia no tiene ni principio ni fin: es un estado inmutable, un peso, una inercia que nadie lograrÃa hacer tambalearse.
O la disolución: las moléculas perdiendo su configuración para pasar a formar parte de otro todo, apenas modificado por su aportación, pero persistiendo, siempre persistiendo.
El tiempo, que vela todo, ha dado la solución, a tu pesar. El tiempo, que conoce la respuesta, ha seguido transcurriendo.
Leer a Perec sigue siendo un placer inmenso, un regalo a los lectores que, en este caso, Impedimenta nos renueva, después del acierto en publicar Lo infraordinario, en una cuidadÃsima edición. Mención especial para la traducción de Mercedes Cebrián y su grupo de asesores -es un detalle magnÃfico hacia su excelente trabajo el hecho de que sea la propia traductora quien les agradezca, mediante su enumeración en la página de créditos, su ayuda-; traducir Perec no es fácil, pero hacerlo bien es excepcional.
Joan Flores Constans
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