Mientras leÃa Fantasma de la ciudad, de Aitor Romero, me vino a la cabeza otro libro: Entre lÃneas: el cuento o la vida, de Luis Landero. En él, el autor extremeño nos habla de una triple relación con la literatura: la del lector, la del profesor y la del escritor. Desde que me encontré con esa perspectiva tripartita, mi forma de juzgar los libros se ha visto condicionada por esas tres vertientes: libros que leo, libros que enseño y libros que me gustarÃa escribir. Quiera o no, ese es el planteamiento inicial que adopto ante una obra. En ocasiones, y con suerte, un libro es capaz de aglutinar esa visión múltiple. Hablo de aquellas obras que soportan los tres niveles de lectura que mencionaba Landero. Fantasmas de la ciudad es, para mÃ, una de ellas. La he disfrutado como lector, me gustará enseñarla a quien toque, y, por supuesto, es un libro que hubiera deseado escribir. ¿Por qué? Por una razón: el conjunto de relatos que lo integran aglutina buena parte de las cosas que más me interesan en la literatura. Hay lugar, hay viaje, hay reflexión sobre la escritura y la vida y hay una realidad que se dispara en múltiples direcciones. Fantasmas de la ciudad es un libro que uno lee y al mismo tiempo lo habita, se queda en él. Reside en sus páginas, como un refugio que nos salva y nos protege de la intemperie.
Tal vez lo primero que me atrapó de los relatos fue la forma que tiene su autor de tratar el tema del lugar. Aitor Romero lo aborda desde la perspectiva del flâneur, porque, como nos dice ya desde el comienzo, “pasear y escribir son la misma cosaâ€. Lo que observa ese paseante permea en él, lo condiciona. Los lugares tienen la capacidad de variar nuestros comportamientos, como si ejercieran sobre nosotros una influencia que fuera capaz de modificar nuestra piel interior. Los personajes de Fantasmas en la ciudad se explican gracias al espacio que habitan. Son imanes que tiran de ellos, los definen, los expulsan. En su relato Conexión Montserrat nos dice: “dicha historia solo podÃa suceder en Rusia, pues se trata de esa clase de asuntos de vida o muerte que los rusos dirimen a su maneraâ€. Los territorios que transitamos en los cuentos nos enseñan cómo nuestra identidad está Ãntimamente ligada al lugar del que partimos, o al que vamos por primera vez, o al que regresamos después de una larga espera. La literatura se convierte asà en un viaje prolongado por múltiples lugares: Barcelona y Madrid en primer lugar, pero también Nashville, Guayaquil, Bosnia, Chambery, ValparaÃso, Montevideo, Roma, México D.F… Hasta Portbou, incluso, en el que recala por un breve tiempo uno de los personajes.
Cada lugar convoca sus propios hallazgos o epifanÃas. Eso es lo que provoca todo paseo. Los relatos de Aitor Romero nos demuestran justo eso, cómo la realidad se dispara a medida que escarbamos en ella, a fuerza de recorrerla y transitarla. Una realidad que se aumenta con nuevos nombres y nuevos lugares. Buscar a León Trostki nos lleva a Arthur Cravan y Arthur Cravan nos empuja a Isaki Lacuesta y a Vila-Matas. Los planos se superponen, se mezclan los tiempos y los territorios, de tal forma que una simple caminata nos conduce a todos los lugares y momentos posibles. Esa es la aventura de quien se detiene y observa lo que le rodea. Al final, como les sucede a varios de estos personajes, todas esas rutas y bifurcaciones no son más que la proyección interior de quien las ha convocado. Porque todo viaje es, en el fondo, un viaje de regreso, un largo tránsito hacia uno mismo. Trostki le conducen a Ramón Mercader, el nombre oculto que guardaba el segundo relato. Los lugares previos no hacen más que preparar el terreno para ese encuentro. Un encuentro inesperado que solo se descubre a través de la escritura. Nos dice: «Escribir sobre él para escribir sobre mû. Ahà está la verdadera clave, en descubrir que toda biografÃa no es más que el retrato del biógrafo. El observador afecta, por fin, a lo que es observado. Y viceversa.
En Fantasmas de la ciudad, el paseo, el vagabundaje, nos acerca a la escritura, a la memoria, a la música o a la literatura. Es decir, pone en marcha nuestro encuentro con el otro. Todo el libro es una conversación continua, un diálogo que forma parte de una comunicación universal. Es un conjunto de relatos polifónico, caleidoscópico, poliédrico, plagado de voces y encuentros. Un no-lugar, como un aeropuerto, le acerca a Cortázar y a las relaciones efÃmeras en las que quedamos apresados, a pesar de su fugacidad. Le acercan a la teatralidad de las relaciones, impregnadas de lugar. Los personajes son como el aeropuerto, los barcos, las periferias urbanas o las estaciones de tren que leemos en sus relatos: espacios de tránsito, territorios en el limbo, comarcas fantasmales. Lugares que están en todas partes y, a su vez, no se encuentran en parte alguna. Aitor Romero nos demuestra que un ser humano no es solo una confederación de almas, como escribió Pessoa, sino una confederación de lugares. Todos ellos nos sirven como fe de vida. Por eso estos cuentos forman un libro viajero. Su habilidad consiste en que habitemos esos viajes, todos los tránsitos y movimientos, sin dejar de desplazarnos por una geografÃa movediza, inestable, indefinida. Es decir, por una figuración abstracta, quizás el modelo o la referencia más interesante como material literario. Con un ritmo ágil, con imágenes poderosas e incluso con humor, Romero nos arroja de un sitio a otro, de un escenario a otro. Una calle nos empuja a una calle nueva y una conversación a una penúltima charla, distinta y siempre inesperada. Los lectores nos dejamos llevar, porque ese viaje es también el nuestro, aunque no hayamos pisado nunca el lugar que transitan. Ahà está uno de sus mejores logros: en hacer verosÃmil una ficción, una fábula sin moraleja. Y ahà reside también uno de los mayores cometidos para un escritor: que sea capaz de hacer creÃble una mentira. Poco importa que la vida de Naima o del Kubalita, dos de los personajes más interesantes del libro, haya ocurrido tal y como nos lo cuenta. Lo importante es que vemos y vivimos a través de ellos. Somos ellos. Somos los interminables lugares por los que pasan. Somos las historias que provocan. Somos la realidad que disparan. Asà nos convertimos también en fantasmas.
El flâneur, a medida que avanza, nos va dejando un sinfÃn de reflexiones. Cito algunas: «la vida es una interminable sucesión de equÃvocos y malentendidos, a menudo terriblesâ€, “[quedarse huérfano] es lo más parecido a quedarse solo en el mundo, ya sin otros muros que lo protejan o aÃslen de su propia muerte», «los diaristas son escritores tÃmidosâ€, “Escribir es, en ese sentido, sobrevivir, empezar a tomar distancia para salvarse de uno mismo». Menciono una más:
“Vivir consiste, en parte, en ir olvidándose de lo que fuimos, porque no, no somos los mismos en las distintas épocas de nuestra vida, salvo por tres o cuatro rasgos aislados que persisten, obstinados, para mantener precariamente a flote eso tan volátil que llamamos personalidadâ€.
No sé si el lenguaje nos acerca al objeto nombrado, igual que ignoro si la búsqueda logra encontrar lo que se habÃa propuesto. Lo que sà sé es que la escritura, la indagación, acaban provocando un sinfÃn de casualidades, de coincidencias. Ponen en marcha la interminable rueda del azar. Cuando la experiencia literaria es tan potente, como es el caso, las fronteras entre realidad y ficción se diluyen. Nos abren asà un panorama donde todo es posible, porque todo cuenta. Todo nos cuenta. Se trata de ir dando vueltas de tuerca para descubrir que lo importante de una aventura no es solo vivirla, sino también narrarla. Y Aitor Romero la ha narrado de forma deliciosa.
Fantasma de la ciudad me parece una historia super interesante que plasma como el proceso de madurez conlleva acaso un ser cada vez más fantasmático, en cual, se muestran diferentes aspectos que vivimos a diario. Incluso uno de las ciudades que se destaca en este libro es Barcelona