Vladimir Nabokov | Foto: Anagrama

Balbucea Nabokov de puro agrado

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Vladimir Nabokov | Foto: Anagrama

La narración describe, escrupulosamente, la existencia. O no. El autor siempre tiene la razón, incluso cuando está equivocado. La metaficción se aferra a lo autobiográfico en novelas, como ésta, de un solo personaje, cuando no de un único punto de vista. Se enfrenta el narrador consigo mismo en esta saga en movimiento perpetuo:

“En todas partes. A tu alrededor. Los árboles son arlequines. Las palabras son arlequines, como las situaciones y las sumas. Junta dos cosas (bromas, imágenes) y tendrás un triple arlequín. ¡Vamos! ¡Juega! ¡Inventa el mundo! ¡Inventa la realidad!”.

Las ansiedades de la voz nos arrojan a la necesidad de seguir adelante en la lectura a base de instintivismos del prejuicio.

La novela ¡Mira los arlequines! (1974; Cátedra, 2018. Traducción de Enrique Pezzoni) se entrega a la hiperactividad de un continuo presente: erudito, deslenguado, irreverente y sentimental, furioso en su rechazo de la convención, prolijo en transgresiones, el escritor de origen ruso, nacionalizado estadounidense Vladimir Nabokov (San Petersburgo, 1899 – Suiza, 1977) penetra en el propio subconsciente para exponer y dilucidar los matices de nuestro comportamiento:

“Pensamos con imágenes, no con palabras; sin embargo, cuando componemos, recordamos o reelaboramos mentalmente (…) las imágenes con que pensamos son, desde luego, verbales y hasta audibles, cuando somos viejos y estamos solos”.

Seguimos el viaje del alter ego, paradigma de lo colectivo, en toda su naturaleza aleatoria. Leemos y construimos la trama paralela de nuestra existencia; postulamos o prefiguramos, mientras la historia se desarticula. Fue el autor de La verdadera vida de Sebastian Knight (1941) un ciudadano global: extranjero en cualquier parte, se consideraba un eterno expatriado. Recibimos puntual información de su periplo, cuando no se omiten detalles:

“París, con sus días grises y sus noches negras, era tan solo para mí el ocasional escenario de mis auténticas y fieles alegrías: la frase colorida que giraba en mi mente, bajo la llovizna; la página en blanco, bajo la lámpara del escritorio, que me esperaba en mi humilde hogar”.

Tras la catarsis, permanecemos suspendidos en una oscuridad prenatal o directamente póstuma. El eclecticismo de la aleatoriedad subraya la idiosincrasia de un artefacto que, base de investigar lo propio, revela lo ajeno.

El material autoexculpatorio afloja sus elementos adventicios a través de un consuelo privado:

“No podía volverme. Ese movimiento habría significado hacer girar el mundo sobre su eje y eso era tan imposible como regresar físicamente desde un instante actual hasta el anterior”.

Menos una construcción literaria que una elaborada montaña rusa, abunda Arlequines en consejos para una sistemática desobediencia. Con semántico rigor, cada frase se ajusta con precisión al sinsentido:

“Me sentí atrapado como una bola plateada en el centro de un laberinto de juguete”.

Lucha el creador de Lolita (1955) contra la supuración del cuerpo político  para cumplir su destino. Condena la interrupción al tiempo que la defiende. Décadas compactas en centenares de páginas. Materia para la controversia. Juego de manos que privilegia la elección, la compresión y el resumen. El interlocutor de Arlequines solo se describe a sí mismo:

“Balbucía de puro agrado, me hundía en el sueño, el balbuceo iba muriendo…”.

Su retrato es presencia, pero en la página, brecha que permite manifiestos o notas al pie de uno mismo, entre intelectos que ceden a un instinto desenfrenado y autores cuyas voces ficticias (o no) se entrelazan en insurrecciones, víctimas de una ingenuidad que no desean perder.

José de María Romero

José de María Romero Barea (Córdoba, 1972) es crítico de narrativa, poesía, ensayo y novela gráfica. Es miembro de la AAEC-Asociación Andaluza de Escritores y Críticos Literario. Colabora con sus reseñas, entrevistas y traducciones en publicaciones de ámbito nacional e internacional.

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