Modeste Mignon | Dominio público | WikiMedia Commons

El plebeyo era el aristócrata

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Modeste Mignon rezuma juventud, es un brote con fiebre. No puede asumir la realidad de la vida corriente; no ha aprendido todavía a aguantar la miseria del mundo cotidiano en el que tenemos que vivir. Protesta. Dice en voz muy alta que no quiere tener por amo y señor a un necio ni soportar sine die su estulticia; quiere a un hombre de genio que sepa escalar las montañas más altas y más escarpadas. Como Madame Bovary, Modeste aspira a escapar de la cárcel mediocre y provinciana en la que vive, y que siente como cárcel porque (como Emma) ha leído demasiada literatura, pero (hay que decirlo) no ha leído bien; los libros le han llenado la cabeza de pájaros y sueños ingenuos. Porque la vida parece prosaica comparada con la literatura, con los sueños que merece la pena soñar, con las fantasías reales, con el amor genuino y con los vuelos siempre inverosímiles al alcance de unos pocos.

Así que quiere escapar. Escaparse como bien pueda. Enamorarse de un poeta inalcanzable: París, las fiestas, los bulevares que ella no ha conocido. Pero los poetas son seres dobles, andróginos; son bifrontes, bivalvos. El rostro de Jano una vez más. Virgilio, el poeta que escribió los bellísimos poemas de amor, no amó jamás a Dido alguna. Rousseau, el ciudadano modelo, tenía orgullo bastante para destronar a toda la aristocracia francesa.

Erasmus Ediciones

Los poetas que cantan las miserias, las melodías desesperadas, las emociones ardientes, no pueden permitirse sentirlas –acabarían fulminados al instante como bengalas; acabarían tan gastados como unas botas viejas–. Con los bellos sentimientos de las torpes muchachas que pierden su tiempo escribiendo larguísimas cartas de amor a los que ellas creen que son poetas, los malos poetas encienden sus cigarros sentados tranquilamente en su diván de terciopelo; o las regalan a sus amantes momentáneas para que se ricen con ellas los bucles del pelo.

El poeta que Modeste busca a tientas desde su provincia no está más allá de la vulgaridad que ella detesta. Aborrece el matrimonio, aborrece los contratos notariales. Está llena de esa ilusión infantil de la falsa poesía y de los grandes –mentirosos– ideales; y la tarea de Balzac es desenmascararlo todo.

Los poemas no brotan de los salones de París, ni de los apartamentos lujosamente amueblados. El genio se enclaustra en su buhardilla, acepta su precariedad. El amante verdadero no es el que va en busca de millones ni calcula el camino hacia el bombo y los timbales de los títulos, sino un secretario normal y corriente que no quiere hacer versos (pero los hace).

Modeste idealiza. Su juventud –llena de primavera, llena de frescor– le impide comprender que el artista que codicia suciamente los aplausos no es, no es, no, no, no es ese hipócrita egoísta que solo las miopías burguesas –así lo piensa ella– consideran egoístas. No comprende que el genio es quien se desprende de todo, también –o sobre todo– de sí mismo; se desprende porque está sumergido en su obra desconocida, está escondido en su templo de soledad, está consagrándose en secreto a una sola idea, su idea. Es Ernest quien escribe las respuestas (los poemas) de amor y comprensión.

Balzac lo dice sin aspavientos: no debemos confundir al hombre con la poesía; no debemos mezclar al poeta con sus versos. El compás se produce raras veces: el talento con el carácter; la poesía con la rectitud. Ella tiene que aprenderlo; debe aprender que el primer paso es desmitificar a los poetas, quienes, sin dejar de ser poetas, son a la vez los hombres capaces de eludir la abyección de todos los Canalis que corretean por las calles de París (pero no lo aprende todavía; no lo aprende ni siquiera cuando sabe que fue uno de los tantos dandis de París quien mató a su propia hermana).

He aquí el dilema: Balzac permite que Modeste se enamore locamente de la prostituta soberbia y exhibicionista que mendiga los aplausos por las esquinas de París. Permite que se engañe al creer que las cartas de amor las escribía un gran poeta. Errores, errores, errores. Narcisos, Narcisos, Narcisos. Los sacos siempre vacíos de la omnipresente futilidad.

Pero el tiempo descubre y pone en evidencia (su madre ciega lo ha visto todo). La niña idealista tendrá que escoger entre dos hombres muy distintos: o el poeta que enciende los cigarros con sus cartas de pasión, o el secretario desapercibido que posee el suficiente honor y sencillez y modestia para ocultar su nombre: el hombre que la ama con la honestidad de un niño –el poeta debe ser un viejo niño.

Ella se desilusiona (aprende, se des-ilusiona), pero no lo bastante (todavía no es bastante). Al fin y al cabo, los dos hombres le han mentido. Entre dulcísimo idilio de descubrirse amada por un hombre así –el hombre corriente capaz de enamorarse– y el todavía estar prendada de los brillos mendaces de la fama y la ambición. Lo falso de la situación se interrumpe mediante la intervención paterna. Hasta aquí ha llegado la puerilidad. Hasta aquí ha llegado el yo quiero.

Balzac tiene presente el estúpido amor de Bettina von Armin; su ponerse de rodillas ante uno de los más soberbios egoístas –el genio es siempre egoísta; también Lord Byron era egoísta–. Y Modeste aprende por fin. Aprende y se niega a convertirse en una von Armin cualquiera. No. Sí. Renuncia al ideal, renuncia al ponerse de rodillas. Porque una cosa es la trampa burguesa y otra es el amor que merece ese nombre. Una cosa es la vida y otra son las novelas.

La renuncia se prepara cuando su amante secreto le jura amor eterno frente al mar justo en el momento en que se cree completamente derrotado (el amante verdadero no calcula, no espera nada, no se cree jamás digno del objeto de su amor). Pero entonces, en el mar, una voz responde a la llamada desde la inmensa noche oscura. La voz ofrece una alianza, una promesa. Es la voz de otra clase de amor –la del amante frustrado, el más desinteresado, el más complejo de todos– cuyo mensaje no es otro que asegurar la felicidad de la mujer que ambos aman. Porque incluso el jorobado siente en su cuerpo deforme las llamas del amor. Será él quien ponga toda la inteligencia de un lisiado al servicio del desenmascaramiento: el glamour de París pisoteado. El secretario escondido era el Duque d’Hérouville. El plebeyo era el aristócrata.

Digámoslo de nuevo: el poeta es un ser doble. Uno puede adorar los poemas y a la vez despreciar al hombre que los ha escrito. Borremos de una vez la absurda idea: de la vida más prosaica y más sencilla brota a veces el talento del poeta. Eliot lo dijo: somos poetas solo a veces; somos poetas solo cuando el hombre da el salto –el salto mortal– más allá de su propia y minúscula sombra. El resto: abyección, trivialidad, comodidad burguesa.

El fármaco contra los grandes ideales y la farsa del bufón parisiense lo inyecta un profesional. El cirujano Desplein le ofrece a Modeste la visión de la radiografía del talento escondido que ella no supo ver. Sepultado entre libros, conciso, preciso, breve, eficaz. También nosotros queremos –debemos– aprenderlo.

Aida Míguez

Aida Míguez Barciela es profesora de Filosofía Antigua en la Universidad de Zaragoza. Es autora de los libros 'La visión de la Odisea' (La Oficina, 2014),' Mortal y fúnebre. Leer la Ilíada' (Dioptrías, 2016), 'Cuando los pájaros cantan en griego' (Punto de Vista Editores, 2017), 'Talar madera. Naturaleza y límite en el pensamiento griego antiguo' (La Oficina, 2017) y 'El llanto y la pólis' (La Oficina, 2019).

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