«Que tiemble una sociedad que se basa únicamente en el poder del dinero, al darse cuenta de la impotencia de la justicia ante las combinaciones de un sistema que deifica el éxito justificando todos los medios.»
Asà se expresa Balzac en el prefacio de La Rabouilleuse, que no es más que una nueva Marquesa de Merteuil, una Valerie como tantas otras alcahuetas de la muerte. Philippe Bridau es un nuevo Vautrin salido del Infierno, pero sin la profundidad y sin la hondura, sin su singularidad y su extrañeza incomparables. También Philippe posee esa inteligencia satánica que no se arredra ante nada; también él se ha rendido ante la ambición que asciende solo al vacÃo, al cálculo innoble, al tenebroso poder que siempre acaba triunfando en una sociedad mezquina –es la nuestra, es nuestra sociedad–.
Quizá el lector se sorprenda de que ese joven que ha caÃdo enfermo y que está completamente arruinado prospere tantÃsimo en la segunda mitad de la novela. Pero olvidemos de una vez la ingenuidad. Los semejantes se reconocen por instinto; huelen el uno en el otro el hedor de la putrefacción (bajo las capas de perfume y la cachemira; detrás de los chalecos elegantes y de los relojes de oro). Y en esta clase de duelo el peor siempre mata al mejor.
También aquà los villanos salen adelante, y la inocencia y la pureza son arrancadas de cuajo cual flores demasiado hermosas para sobrevivir. Esto es lo que aparece cuando se comprende hasta el final el engranaje de la sociedad moderna. A la madre Dios la castiga –asà lo dice el niño, asà lo dice Balzac– porque no ha sabido amar al hijo que la amaba y porque se desvivió por aquel que escupÃa sobre ella con desprecio.
El español clavó sus ojos brillantes en los ojos inertes de Philippe. Se los clavó en el momento de la criba, en el momento de la prueba, cuando estaba a punto de segarle el cuello. Porque la venganza es ubicua en Francia; porque el rencor es el motor, es el móvil, es la corriente que empuja los actos humanos. Pero la nobleza de Joseph –el hijo arrojado al pozo sin agua, el hijo que no logró alcanzar nunca el amor de su madre– se premia en la novela con nobleza, por más que el pintor por el que él tanto se ha esforzado no hará sino una broma del tÃtulo heredado.
Stephan Zweig dejó escrito que los talentos se malgastan y desgastan al pretender brillar en una esfera que no les es propia. Balzac lucÃa como una estrella en la noche, en la oscuridad de su buhardilla mal iluminada, en la pobreza de su cuarto de trabajo. Las fiestas se iban disolviendo lentamente en nada y ParÃs dormÃa. Zweig nos dice que Balzac dejó de escribir obras maestras para cazar plata en Cerdeña (la empresa de más loca que pueda pensarse); para construirse una casa de campo en las afueras de ParÃs; para escribir las más verbosas cartas de amor a sus aduladoras enfebrecidas y frustradas –no las merecÃan, nunca las merecen–; para tomarse las medidas y vestirse aquellos trajes que siempre le sentaron mal. Zweig nos dice también que, para nuestra propia fortuna, los acreedores no cejaron nunca en la persecución. Fueron ellos quienes lo mantuvieron reclinado sobre la mesa de escribir –el escritor se agarra a su escritorio con uñas y dientes y caiga quien caiga– más tiempo del que estaba dispuesto a concederle a la literatura. Pero lo importante es que lo mantuvieron encadenado, que lo ataron por la fuerza a la mesa de escribir. Y relució como nadie en la camisa de fuerza. ResplandecÃa en su pobre vestido de monje –ese le sentaba bien–, siempre al revés de los otros, los que lucen en vano sus elegantes trajes de fiesta. Y aunque lo amenazaba siempre un Lucien de Rubrempré (la frivolidad y los placeres vulgares, el relajamiento y la medianÃa), quien salió victorioso fue D’Arthez, el escritor que se enclaustra y se entrega por completo a una tarea más celosa y más grandiosa que cualquier Duquesa del Faubourg Saint-Germain. La tarea única, monomanÃaca, monumental. Un escritor que permite que lo hieran las cosas de la vida no es un escritor, pues le falta la energÃa para protegerse o curarse las heridas. Quizás el escritor Ãntegro carezca de la alegrÃa del vivir cotidiano, pero es justo esa carencia lo que lo eleva hacia lo alto, hacia lo hondo, hacia el trono de la auténtica alegrÃa.
Asà que Balzac le hizo la guerra a su manera a todo y a todos. La guerra que exige la voluntad siempre firme y siempre poderosa; la voluntad inamovible y permanente que lo hizo un suprahumano. La gloria de Napoleón que perseguÃa y que nunca consiguió era impotente, era insignificante –a Balzac le cerraron la entrada a la Academia de la Lengua Francesa–, pero fue justo esa impotencia lo que desplegó las potentes alas del águila.
No se equivocó. No estaba equivocado cuando calculaba mal los millones de la princesa rusa para escapar de sus apuros, para huir de su constante intranquilidad. Estaba calculando extremadamente bien los millones de todos los canallas de Francia. Estaba comprando una vez más la mercancÃa que más necesitaba –la intranquilidad del gran artista–. La compraba al viajar sin dinero a los lagos de Italia. La compraba al emprender el larguÃsimo y penoso viaje a Ucrania en las peores condiciones. Porque el tiempo y la vida no se dejan calcular. Y su triunfo final parece un desastre espantoso. Es una broma fúnebre. «Al cementerio, al Père-Lachaise, a la Posteridad».