Como tantas otras veces –ya no podemos contarlas– Balzac expone sin complejos cómo la virtud se estrella de nuevo contra las rocas del vicio hasta la desintegración. La sensibilidad artÃstica y la pulcritud moral resultan de nuevo aplastadas por la avidez de dinero y por la falta de escrúpulos de sus miles, millones de adoradores y devotos. Balzac ha tomado el pulso una vez más –en El primo Pons– a uno de esos complejos asuntos turbios que se cuecen cada dÃa en las mansiones de ParÃs, y nos lo ha dicho claramente: esto es tan solo un ejemplo de cómo la gran finca del poderoso hunde sus raÃces en la persecución obstinada y en el acoso tenaz de los inocentes. Ahà están las inmensas fortunas de los ricos, descansando en paz sobre las cenizas de unas vidas rotas y de unos corazones destrozados. Porque en la sociedad de ParÃs la fuerza del dinero es tal que uno matarÃa a su esposa después del contrato de matrimonio si eso compensa económicamente al viudo, aun cuando le tuviera cierto aprecio a ese adorno bien vestido que, no obstante, no podrÃa competir nunca con la que siempre va mejor vestida, la más espléndida de todas las mujeres, la insuperable, la omnipotente, la Riqueza. El abanico de esmalte y marfil no lo mueven en los palcos las manos de la virtud, sino las garras del vicio. Porque es el vicio el que tiene en sus manos los hilos y las tramas: las leyes, el poder, la insensibilidad moral. Y los perdedores siempre son los mismos.
La novela contiene otro ataque furibundo contra la familia, que es capaz de vender su alma al demonio y de asesinar al más débil de sus miembros a cambio de una piscina (o de un buen palco en los Italianos, o de una vajilla de plata y de oro). Las leyes, el dinero, las rentas y el poder son invencibles, y la herencia de Pons la usurpan los chacales que él quiso y no pudo alejar ni siquiera con sus esmeradas disposiciones testamentarias. La capacidad de sentir, el compromiso moral, la lealtad insobornable y las lágrimas de dolor verdadero sucumben de nuevo ante la sangre helada de la innumerable caterva de cómplices, unidos de manera inatacable porque comparten los mismos intereses. El médico consigue su puesto como director de hospital. El abogado supo jugar sus cartas con destreza para escapar del tugurio en que vivÃa. La portera no ha vacilado ni un segundo en robar a escondidas los cuadros del museo Pons. La criada obtendrá su estanco; los Camusot su entrada en la Diputación. Y al final, consagrados en el trono de la Infamia –solo la infamia sube al Trono–, los parientes podrán permitirse recordar y enumerar serenamente las muchas bondades de su primo Pons, quien después de todo no era sino el rematado estúpido incapaz de transformar su sublime colección de obras de arte en la Majestad del Capital.
Porque esta es una de las claves de la trama de la novela: la capacidad de ver todos esos cuadros y objetos preciosos no como arte sino como dinero. Una vez reducida a Dinero, la habitación que tanto amaba Pons –y la amaba porque era Arte, era Sentimiento, era Belleza– es tan solo la carnaza sangrienta que huelen los Tiburones insaciables de ParÃs, y el enfermo –el enfermo de corazón– no saldrá vivo de ella.
Quizá El primo Pons sea una novela más sencilla y más episódica que La prima Bette, pero los motivos que suenan son los mismos. Situado muy abajo, uno ya no se pregunta qué buscan conseguir exactamente esos que están arriba si ya lo tienen todo. Quieren más. Todos quieren más y más y más. El mÃsero abogado pretende transformarse en juez de paz. La portera, el médico, la mujer de Camusot. Pero a veces queda un hombre, a veces queda alguno –aunque sea solo uno–. Queda el que se conforma con lo que tiene, el que no aspira a nada más. Queda el que conserva todavÃa su chispa de inocencia y de vulnerabilidad, y que por eso no es capaz de jugar al sucio juego que todos juegan; y que por eso carece de cómplices que lo ayuden en su noble empresa. La confabulación diabólica de parientes y plebeyos es la alianza más poderosa, la combinación capaz de suprimirlo todo y de conquistarlo todo. La que no retrocede ante nada y la que está más que dispuesta a sacrificarlo todo –a cambio de un yate, una piscina, un abanico.
Al primo Pons lo mata una herida moral, la más letal de todas, la herida que nunca cicatriza. Los parientes agitaban su abanico despidiendo alegremente la carroza fúnebre. El pianista –el artista siempre delicado, el compañero leal pero impotente frente al mar de Tiburones– lloraba a su amigo en silencio, lo lloraba con sinceridad.    Â