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La querella literaria de los unos contra los otros

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En el prólogo de la novela fundacional de la historia de la literatura, Cervantes admite que no es el padre, sino el padrastro de Don Quijote. No quiere irse “con la corriente al uso”, ni suplicar al lector que perdone las faltas de su hijastro: el lector podrá decir lo que quiera, de la misma forma que solo y recogido ya bajo su manto, podrá espetar tranquilamente “al Rey mato”. En las páginas inaugurales del género ensayístico, apenas unos años antes, Montaigne reconoce que tras haber hecho suyo lo que ha leído se apresura a olvidarlo como si el libro no fuera más que el soporte transitorio de una sabiduría personal: las experiencias reiteradas de vacilación y eclipse de sí mismo le permiten, al decir de Jean Pierre Bayard, no solo eliminar la frontera entre la lectura y la no-lectura, sino enfrentarse a las situaciones terroríficas del libro de la vida con apenas un armazón de fragmentos entre los que resulta indistinguible lo que pertenece a su letra y lo que otros escribieron antes de él. Mucho tiempo después el escritor y filósofo William H. Gass confiesa que el objetivo de su obra es “acusar a la humanidad”: su asalto al realismo (un término que en castellano significa otra cosa) y su afán por la experimentación literaria estaban destinadas justamente a ese fin.

Las novedades de la editorial ubicada en Zaragoza Jekyll & Jill son siempre una buena noticia. Como lo es que el hecho de que Rubén Martín Giráldez ande o haya andado con un nuevo libro. De forma paralela a su trabajo de traducción entre el que podemos destacar –porque viene ahora al caso– ¡Despidan a esos desgraciados!, de Jack Green, Martín Giráldez ha publicado el ensayo Thomas Pynchon: un escritor sin orificios (Alpha Decay, 2010), las novelas Menos joven y Magistral (Jekyll & Jill Editores, 2013 y 2016 respectivamente), y la bella infiel de un texto de Adrià Pujol Cruells: El fill del corrector|Arre, arre, corrector (Hurtado & Ortega, 2018), entre otras cosas.

Abro, pues, el último libro (o la última aportación a un libro) de Rubén Martín Giráldez, editado por Víctor Gomollón, Por qué la literatura experimental amenaza con destruir la edición, a Jonathan Franzen y la vida tal y como la conocemos, de Ben Marcus, seguido de Unos pinitos en pedantería a cargo de Rubén Martín Giráldez (Jekyll & Jill, 2018) mientras escucho los difíciles adagios lisérgicos de Persistent repetition of phrases (2008) el disco de Leyland Kirby porque creo que sus guiños a la demencia y el poder curativo de sus resonancias magnéticas aminoran ese insoportable zumbido interior que mi médico diagnostica como “agudísimos acúfenos” e inmediatamente pienso en las tres referencias anteriores, citas algo recurrentes, pero que sirven, como luego mostraré, para situar el libro que estamos reseñando en las coordenadas más generales sobre el estatuto de la literatura, el ensayo y la querella entre lo que podamos llamar con buena voluntad y mucha inexactitud “experimentales e integrados”.

Y esto es, probablemente, lo primero que se debe decir de este libro: que su meollo es un ensayo. Un ensayo vertebrado por Martín Giráldez. Con él –con este ensayo– Gomollón inaugura la colección Fontanela. Lo segundo que cabe apuntar es que en un ensayo sobre literatura. Y lo tercero que es un ensayo sobre literatura en el que la cuestión central es la puesta al día, a veces entusiasta, otras veces descreída (o al menos eso me parece a mí) de una querella “de larga data” entre tradición y experimentación, entre establishment y vanguardia, entre literatura convencional y artisticidad literaria, and so on, una luenga historia donde la contienda entre modernos y posmodernos supone solo un episodio más. A la vez, por enganchar con la última parte del volumen que abre la serie Fontanela, Mis pinitos en pedantería constituye una nueva entrega, un entrega ensayística o digresiva del proyecto de autoficción metaliteraria al que el escritor y traductor Martín Giráldez parece abocado desde mucho antes del (cualitativo) éxito de su novela Magistral.

El leitmotiv formal del tomo es la traducción del propio Rubén Martín del texto que Ben Marcus publicó hace años en respuesta al polémico artículo Mr. Difficult que escribiera el exitoso novelista Jonathan Franzen (Ciudad veintisiete, Movimiento fuerte, Las correcciones, Libertad, Pureza), un artículo (el de Franzen) muy interesante, a mi juicio, sobre todo en lo que se refería a su propio itinerario poético, pero que partía de un ánimo tan provocativo-combativo como un tanto envanecido, tan innecesario como espiritualmente decepcionante contra lo que se podía llamar de forma poco pacífica literatura experimental y algunos individuos que la cultivaron.

El autor de la réplica, Ben Marcus (1967) es escritor y profesor en la Universidad de Columbia, ha publicado con asiduidad en Harper’s, The New Yorker, Granta y The New York Times entre otros. Además, es editor literario en The American Reader y su último libro lleva por título original Notes From The Fog: Stories (2018) y si fuera necesario situarlo en algún lugar metafórico de la querella específica que pronto analizaremos, podríamos decir que su escritorio está enfrente (o enfrentado, pared contra pared) de la biblioteca de Franzen.

Completa, o mejor matiza, ese discurso de Marcus, un artículo palinódico, He escrito un libro malo, aparecido en la revista McSweeney’s donde de nuevo Marcus quita hierro, se constriñe, revisa y aparentemente se retracta de algunas de las ideas de su propuesta literaria.

Ediciones Jekyll and Jill

Entre ambos, como una parte especialmente suculenta de este sándwich de Marcus, se sitúa lo que a mi juicio es la parte verdaderamente ensayística del libro inaugural de Fontanela: Unos pinitos en pedantería. En ella Rubén Martín Giráldez piensa como parte, pero sobre todo piensa como ensayista y piensa casi todo el rato con independencia de juicio sobre estas cuestiones a la vez que contextualiza con sabrosos ejemplos lo que podríamos llamar el caso español en lo que toca, ya en sus propios términos, a la querella entre el fablar oscuro y los supuestos beneficios resultantes de borrar el estilo. Lo hace con argumentos de distinta naturaleza, con un interesante y original apartado de notas (un aparato de notas que incluye desde admoniciones ­–a Gomollón– hasta jetas a modo del lenguaje jeroglífico –o, quizás sin saberlo, anticipos de lo que el antropólogo Jacinto Choza lleva años advirtiendo: la rápida desaparición de la escritura paralela al aumento de los tutoriales de Youtube–), lo hace, digo, con ideas en su mayoría frescas y con su estilo barroco más personal. Sobre algunas cuestiones más problemáticas del fondo pronto nos habremos de pronunciar.

Porque antes decíamos que este libro de tres patas principia con el texto de Ben Marcus Por qué la literatura experimental amenaza con destruir la edición, a Jonathan Franzen y la vida tal y como la conocemos. Decíamos que se había publicado originalmente en Harper´s Bazar y que su propósito específico era rebatir las animosas tesis que Franzen expuso sobre o contra la literatura experimental en Mr. Difficult. William Gaddis and the problem of hard-to-read books.

¿Cuáles eran las tesis de Franzen?

Franzen había expuesto en Mr. Difficult su itinerario literario como una suerte de superación de una primera tentación experimental. Dicho de otra forma, Franzen había revelado, por decirlo en la lengua de uno de sus personajes menos logrados –el radical carismático Andreas Wolf de Pureza– su particular proceso de Bildung literaria: una huida a tiempo, según él, de los excesos de artisticidad en mor del compromiso invisible que un escritor debe mantener con las expectativas del lector. Lo hizo –contar ese proceso de formación– a través de la oposición entre lo que llamaba (con gran acierto analítico, según lo veo) el contract model y el status model, una dicotomía con puentes y zonas de intersección, pero donde –en lo que más nos interesa aquí– podría suceder en cualquier momento que la dificultad más o menos deliberada y gratuita de una obra rompiera –en atención a una peculiar idea de elitismo– el contrato invisible que el escritor mantiene con el lector: “La dificultad es una señal de éxito bajo el modelo de estatus, y una señal de fracaso bajo el modelo de contrato”. El grueso de su diatriba se lo llevó Los reconocimientos (The Recognitions, 1955), la novela de William Gaddis. Franzen se quejó del esfuerzo que significó su lectura, y entre disquisiciones metaliterarias –algunas más acertadas que otras– pronto pasó, como si tanto el dedo como la boca se hubieran calentado, a la crítica estilística de aquellos autores que identificó como suspicaces posmodernos desdeñosos de la real realidad del realismo: Thomas Pynchon, Joseph Heller, Don DeLillo, Robert Coover, William Gaddis, William Gass, William Burroughs, John Barth, Donald Barthelme, Barry Hannah, John Hawkes, Joseph McElroy y Stanley Elkin.

Había más, pero de momento nos basta. Marcus escribe, pues, frente al Franzen del Sr. Difícil y si el artículo de Franzen era, podemos convenirlo así, provocativo-combativo, el de Marcus será reactivo-combativo. Ese tipo de artículos jugosos donde pronto se extrapola y todo acaba derivando en una discusión más amplia. En este caso, podemos leer el texto de Marcus como un libelo contra la faceta crítica de Jonathan Franzen, o contra el Franzen-crítico literario.

En efecto, en este ejercicio metaliterario el escritor americano Ben Marcus trata tanto de replicar a Franzen como de exponer, a la contra, su opción estilística y vital por la literatura renovadora, (difícil o experimental) en oposición a esa otra literatura mejor integrada, más fácil (quizás cómoda o acomodada), que se cataloga en un sentido extremadamente amplio de realista (o, simplemente no experimental). Lo inteligente del primer texto de Marcus, como he insinuado ya arriba, es que no se limita a contestar a los excesos (un tanto solemnes y megalómanos) de Franzen, sino, cuando consigue evitar cierto ensañamiento con los apartes paranoicos del autor de Libertad, (el episodio FC2), Marcus sabe mostrar que, en general, las cosas no son lo que parecen. El itinerario elegido por Marcus comienza con una alusión a la inteligencia (al cerebro): la defensa del esfuerzo cognitivo a partir de la descripción del área de Wernicke, “un retorcido ovillo carnoso encargado de la comprensión de la lengua”. Escribe con ironía Marcus:

“En el mundo literario, insinuar siquiera que el cerebro esté implicado en la lectura o que nuestras facultades lectoras puedan ser efectivamente mejoradas es una falta de tacto. Aludir al cerebro sugiere esfuerzo, y esfuerzo es lo último que se supone que debemos pedir al lector […] En lugar del cerebro, lo que se dice que han de alcanzar los escritores a fin de conmover a los lectores es el corazón, para provocarles los más profundos e intensos sentimientos”.

Quedan pronto dibujados los dos polos del esquema. De un lado, escritores que representan y/o que explícitamente defienden que la literatura debe producir ese tipo de historias que cautivan; de otro, aquellos que representan y/o explícitamente defienden que la lengua literaria también puede producir un entretenimiento más abstracto, aunque no menos crucial: “sutil, insólito, menos ligado a modos aprobados de antemano, pero aun así estimulante”.

A partir de ahí, los subtemas de Marcus son: 1. Discusión sobre el uso y abuso tanto del término elitismo como del tipo de literatura a la que da lugar; 2. Crítica del gusto paradigmáticamente expresada por B. R. Myers en el Atlantic Monthly que de forma un tanto caricaturizada vendría a dicotomizar rígidamente el espectro de la escritura en experimentalistas/ no experimentalistas, a recelar de los desvíos de la práctica narrativa establecida y a asumir de forma conservadora que “no es posible hacer nada más en literatura después de Hemingway”; 3. Argumentos frente al monopolio de la realidad o las ventajas que a la hora de hablar de la realidad tiene la posición realista o no experimentalista y que queda bien sintetizada en este párrafo:

“La idea de que la realidad sólo puede ser representada por cierto tipo de atención narrativa es un argumento desesperado implantado por los propios realistas, que parecen haber decidido que cualquier desvío de un enfoque de probadísima eficacia a la hora de representar las vidas y las mentes de las personas supondría correr un riesgo. Como el profundo mecanismo del realismo (una proeza brillante, estoy de acuerdo) ya ha sido llevada a su cúspide, tenemos que sumarnos a practicarlo nosotros o bien faenar en el exilio cargando con sobrenombres descalificativos y soportando una marginación creciente. No importa que ya haya sido llevado a su cúspide, y que la ambición, o siquiera la mera curiosidad, nos aboquen a forjar algo nuevo. En lugar de eso, se espera que coloquemos nuestra aguja en ese surco bien dado de sí para que surja mágicamente el refinado producto literario”.

Tras rebatir el argumento como falaz (la búsqueda de la originalidad –ese mito– no es sinónimo de afán por la experimentación) siguen: 5. Presentación de los argumentos de Franzen como aún más autoritarios que la persona de Franzen y de la literatura de Franzen como personificación más famosa e inquietante de la corriente que Marcus rebate. 9. Cómo las arremetidas-Franzen frente a autores muertos (autores imprescindibles y fascinantes, a mi juicio) como James Joyce o William Gaddis, se pueden leer como arremetidas contra la literatura en tanto que manifestación artística. Finalmente, 7. Batería de argumentos / contra-argumentos con Alice Munro como protagonista destacada y 8. Defensa de la dificultad como rechazo de la comodidad más rentable y elogio de la literatura que con atención, sensibilidad y cuidado busca nuevas e interesantes formas de expresión.

A continuación, Mis pinitos en pedantería, supone, como adelanté antes, la parte más ensayística del libro. Sobre la glosa de Martín Giráldez creo que hay que reconocer muchos aciertos y alguna prescindible laguna de fondo según la veo y que dejaré para el ante-final. Lo mejor, insisto en ello, es tanto lo que tiene de ensayo como lo que tiene de anti-ensayo en los términos que Vázquez Montalbán usó en su Manifiesto subnormal: aquello de que la literatura subnormal conserva la creencia vanguardista y moderna de que romper con la forma es paso imprescindible para poder acceder a una concepción diferente del mundo: no podemos cambiar el mundo siguiendo con las formas ya existentes, “hay que empezar el cambio por el camino antes de llegar al objetivo”.

Las referencias a las que Giráldez recurre (los Altos estudios eclesiásticos de Sánchez Ferlosio, Donald Barthelme, WisÅ‚awa Szymborska, Heinrich von Kleist, Luis Magrinyá, Novalis, Nietzsche y hasta el hoy innombrable Félix de Azúa) tienen que ver, directa o indirectamente, con la creatividad literaria y pronto sirven a la intención de enmarcar las polémicas “Franzen versus los ‘difíciles deliberados’” y “Marcus versus Franzen” como un capítulo más de una querella que se pierde en el nebuloso origen de los tiempos literarios. Giráldez resume así algunas de las polémicas más sonadas entre John Gardner y William Howard Gass que encuadra bajo el rótulo «tradicionalismo versus metaficción». En ellas, Gardner critica el culto al estilo y Gass cuenta precisamente con eso en su interés por la transformación de la lengua. Otro episodio –esta vez patrio– se da también en los años 70, entre la rectitud de Isaac Montero y el desvío alambicado de Juan Benet. Tras apuntar otras movidas del chirigótico ibérico en la rueda Quevedo-Góngora-Lope de vega y otra vez Quevedo, (la de Cela con Muñoz Molina) y regresar al asunto Franzen con más información que el propio texto de Marcus, Giráldez sitúa muy bien la cuestión en la serie de cuestiones relativas a lo que Ronald Sukenik llamó “la tradición rival” y que con Rafael Reig llama él “pendencia entre escritores médiums y escritores dómines”. Se mencionan los juegos dialécticos con las ínfulas, se trazan sugerencias psicoanalíticas (¿el experimentalista como realista fracasado?), aciertos del campo de la sociología de la literatura (“no nos enfrentamos a la muerte de la novela, sino del lector”), apuntes finos sobre la clase, la ortodoxia y la originalidad con la ayuda del siempre lúcido Luis Magrinyá, lectura buena de la experimentación desde Lope de Vega como búsqueda de la hermosura.

Escribe:

“Dicho esto –por boca de otros, como buen cobarde–: a lo mejor no se trata de buscar un extrañamiento, sino de una renovación, una depuración; ni de excluir al lector sino como capacitarlo; no de seleccionar, sino de un simple ‘restituir la frescura de una lengua demasiado manoseada’, proyecto que data desde los tiempos de Mallarmé, si seguimos el razonamiento de Barthelme en el ya citado Not knowing”.

Destaco también de Mis pinitos en pedantería el difícil equilibrio que Martín Giráldez logra entre la solidez de los argumentos utilizados y el tono lúdico y libérrimo que desde antiguo caracteriza a este género al que tengo como uno de mis preferidos, tanto en literatura como en filosofía. Respecto al tono, estimo que esa es su principal virtud: toma perspectiva y en lugar de dar otra vuelta, afloja la tuerca al texto de Marcus. Le quita algo de solemnidad y evita sabiamente tanto la polarización como el desprecio. Con todo, desconfío de la llamada a la benevolencia del título escogido y del dejo humilde (habitualmente una suerte de jactancia invertida) con el que principia el ensayo. Lo suyo, no es un planfletillo, ni solo una serie de cuñas. A diferencia de los artículos académicos –un género que en la época post-Bolonia se ha convertido en una suerte de producto fordista estandarizado en la cadena de montaje en que ha devenido la Universidad– y a diferencia del tratado o la monografía, un ensayo es siempre una obra literaria abierta, de reflexión subjetiva pero bien informada, en la que el autor trata un tema por lo general humanístico de una manera personal y sin agotarlo, con cambios de ritmo y licencias y donde se muestra cierta voluntad de estilo (en el ensayo de Giráldez su propio estilo le sirve de argumento) encaminada a persuadir o a seducir al lector de su punto de vista sobre el asunto tratado. La referencia a Montaigne con la que comenzaba esta reseña apuntaba justamente a esta idea de que el ensayo, el buen ensayo, asume que ni puede, ni quiere agotar el objeto. En general, con el ensayo el autor se propone, además, y como creo que hace Martín Giráldez, crear una obra literaria y no simplemente informativa. Esto es, el autor no quiere darle una estructura definida ni perfectamente sistematizada o en apartados, y menos aún en lecciones, y esta es una pequeña pega que le pongo al magnífico texto del autor de Magistral: el ensayo, por definición, nunca es pedante y si la negación de esa pedantería se hace como llamada a la benevolencia podría parecer lo contrario que aquello que lo podría justificar. Dicho de otra forma, hoy cuando alguien dice «esta es solo mi opinión» lo que está haciendo es blindar su opinión, una forma de… humildad negativa bajo el paraguas de la premisa, igualmente falsa, de que todas las opiniones son respetables. No lo son. El ensayo siempre es subjetivo (bella y maltratada palabra que en realidad indica que detrás hay un sujeto –y no sólo un objeto) y si se hace bien, como creo que ha hecho el sujeto Martín Giráldez, combinará estilo, opinión y experiencia.

Creo es posible que el texto de Giráldez haya sido escrito en un año (poco tiempo) pero se vendría pensando mucho antes, como sucede siempre en el ensayo. Los ensayos –también éste– deberían ir fechados con puntos suspensivos o para dar juego al juego de Giráldez en las citas, con el dibujo de dos nubes y un muñequito pensante.

Sobre el fondo, destaco su lectura contextualizada de la querella y la forma en que se decanta (en la más inteligente acepción del elitismo de la que enseguida diré algo) por el elogio del atrevimiento, por una puesta en valor (por decirlo ahora con una expresión que detesto ¡»poner en valor»!) del esfuerzo. Nuestro presente se caracteriza por una suerte de exaltación de las patologías a la hora de juzgar, y, en lo que a literatura se refiere, la autodefensa retórica de los productos culturales típicos del posmodernismo (con todos sus tics relativistas y su énfasis en el igual valor de las diferencias de estilo) tiene un carácter populista muy exitoso, por eso creo que la mejor acepción de la exigencia e incluso del elitismo, si se quiere así, apunta a la literatura ambiciosa de uno solo para con uno mismo, «elevación, elegancia, entusiasmo», valores depositados en una obra que más tarde, accesoria, secundaria, incidentalmente, como si nunca hubiera sido su propósito principal, la crítica reconocerá.

En este apartado material, otros tinos delicados e inteligentes, según lo veo, son los que transitan sobre el rail de la sospecha: sospecha de los usos tendenciosos alrededor del elitismo. ¡Sus usos perversos! Sospecha sobre la autenticidad: “Nadie quiere repetir fórmula, corrijo: nadie quiere ser pillado en la falta de repetir fórmula”. Mi psicoanalista de cabecera me ha recomendado ser menos indulgente con todos menos conmigo y diré que no me creo del todo el móvil de Marcus (escritores interesados en las posibilidades de la lengua y no en los placeres inmediatos del público masivo).

Un ensayo invita a posicionarse frente a él. Y en lo que sigue daré mi opinión sobre (y no frente a) las cuestiones de Marcus y las tesis principales de Martín Giráldez:

Sobre la dificultad, debemos coincidir con Marcus/Giráldez en que es una forma de tratar de forma adulta al lector. Dicho de otra forma, las consideraciones extraliterarias y entre ellas, la de adaptar una obra a las exigencias del mercado, entre ellas la idiosincrasia de un público masivo del que se presume algún tipo de merma lectiva es una forma de paternalismo moral y un desdén para autor consigo mismo. Por eso me parecen impagables los argumentos de la neurología y la legibilidad: el primer rodeo neurológico de Marcus. Es cierto que la sencillez, o la aparente sencillez, también puede serlo cuando no cae en la condescendencia o en el cálculo y como ha sido escrito, Kafka, Hemingway, Capote fueron innovadores pero no difíciles. Como he quitado del giradiscos la música de The Caretaker y me he puesto el vinilo del grupo indie-rock de Duluth, Minnesota, diré que el último disco de la banda Low no castiga a los oyentes con una dificultad innecesaria, sino que les regala la compleja evolución de unos excelentes músicos y de un innovador sonido. Por otro lado, es evidente que si aquello de la “dificultad innecesaria” parecía de entrada un argumento muy convincente era porque tenía algo de falaz (la palabra “innecesaria” ya predisponía). Creo que todo esto se puede situar dentro de la cuestión más general del proceso de infantilización de nuestras sociedades y la extensión de las fórmulas rancio-pueriles del entretenimiento de masas. Hace tiempo que bajaron la dificultad de las preguntas de los concursos televisivos (no se las sabía nadie) y las sustituyeron por cuestiones relativas a los propios productos de entretenimiento masivo y cuestiones sobre la letra de las machaconas canciones de Pedro Guerra o Pablo Alborán. Recientemente, las oposiciones a profesor de secundaria quedaron en gran medida desiertas por los fallos ortográficos y gramaticales de los futuros docentes y porque el opositor argumentaba con la locución en plan de. Un libro extenso no es necesariamente un libro largo, ni mucho menos, un libro complicado, Las correcciones, por ejemplo. ¿Era todavía la de Franzen, por cierto, una forma compleja o deliberadamente abstrusa de narrar? Creo que los argumentos más robustos de Marcus aluden a la inteligencia del lector, esto es, al carácter benigno de la posible dificultad que un texto literario plantea, una cuestión sobre la que se pronunciaron de forma modélica autores señalados explícita o implícitamente por Franzen (de William Gaddis a Jack Green). Aquí, otro punto de interés reside en el hecho de que la defensa de esa dificultad se produce en respuesta a ciertos juicios (o prejuicios) de la crítica literaria. Cada día habrá más gente que tenga dificultad a la hora de leer a Joyce (incluso, al Joyce de Dublineses) a Marcel Proust o Robert Coover. A otros les/nos gustarán cada vez más los libros difíciles, o, mejor, algunos libros difíciles ¿Karl Krauss? ¿Pynchon? ¿Thomas Bernhard?, pero de tanto en tanto volveremos a… ¿Scott Fitzgerald? En la actualidad, el programa más visto en RTVE (un programa que me temo cuenta como “programación cultural” de acuerdo con la obligación de promocionar el acceso a la cultura del artículo 44 de nuestra Constitución) es un concurso de cocina… para niños. Aquí, el problema de la literatura no es la gente que no lee (acusar a alguien de no leer es como echarle en cara a alguien que no juegue al tenis de mesa). El problema no son los libros difíciles, ni los libros de estilo sencillo, sino, la ranciedad o por decirlo con Magrinyá (Estilo rico, estilo pobre), la pobreza de estilo no buscada y, añado, yo, los libros malos. Texto en diferido, subrayados, comentarios los de Giráldez que sitúan perspicazmente algunas de estas cuestiones, el acercamiento íntimo, quizás la parte más sabrosa junto a su defensa del lenguaje experimental, del autor con sus hijastros. Sobre la relación entre relación técnica y naturalidad, cuando crecí­ (crecer no es sinónimo de cumplir años) me percaté de que no hay nada natural ni en el derecho, ni en la moral, ni en el arte, ni en la cultura y, desde luego, tampoco en la literatura donde todo es farsa y luz sobre la farsa, ficción, fiesta y artificio.

Sobre si los escritores realistas ofrecen una visión más objetiva de la realidad, coincido en que eso no es cierto.  Afirmo que Jonathan Swift dijo más sobre la realidad social, política y jurídica de su época con la inventiva, los movimientos de estilo y la imaginativa superposición de puntos de vista que contenía Los viajes de Gúlliver (Travels into Several Remote Nations of the World, in Four Parts. By Lemuel Gulliver, First a Surgeon, and then a Captain of Several Ships), entre la denuncia política y la sátira menipea, que los textos iusfilosóficos de su seria y enloquecida época. ​Lo mismo sirve para Kafka. Un asunto cíclico pero que nunca podemos dar por finiquitado. Sobre el presunto villano, confieso que solo he leído tres novelas. Le descubrí con Libertad y la descripción de las expectativas vitales de Patty tan ligadas a la evolución de una urbanización del Medio Oeste americano en clave de capital simbólico de Bourdieu me pareció extraordinario, el emocionante final me dejó alguna lágrima, pero también un sentimiento raro. Enseguida leí su novela anterior Las correcciones y me pareció mucho mejor, una obra notable que presentaba, como mejores bazas, un gran virtuosismo técnico y una envidiable pericia en el manejo de la más minuciosa, casi exhaustiva, descripción psicológica de la dinámica de las relaciones entre personajes sufrientes: la baza-Dickens-Balzac. Me sentí intimidado. Leí Pureza: el dibujo del líder carismático del Sunlight Project y la evolución del personaje de Anabel me parecieron muy rancios. Revisé algunos tics de las novelas anteriores y encontré varios clichés y que todo iba a peor. El autor me dejó de interesar. Volví a Dickens, para ser exactos.

Lo asimétrica batalla entre lo cerebral frente a lo emocional se produce hoy en el contexto de la emopolítica –la prevalencia de la emoción frente a la razón– (o de la Psicopolítica de Byung-Chul Han) y la peligrosa confusión de dioses o incomprensión del moderno politeísmo de los valores de los que hablaron Weber y Baudelaire (de ahí el Goya a la mejor película de este año): una obra puede ser bella e inmoral, puede ser bella en su maldad. Por otro, lado, como escribió, si mal no recuerdo, Boris Vian, la mala literatura está llena de buenos sentimientos. Nuestra época se caracteriza, entre muchas otras cosas, por una extraña urgencia por la formulación de juicios, por la frivolización de las convicciones morales, por el exhibicionismo, la neo-victimización y con la emotividad (o la “nueva emotividad”), nociones difíciles que tienen en común su hostilidad frente la literatura cerebral y el uso ensayístico de la razón. Las redes sociales podrían haber sido otra cosa, pero son un auténtico vertedero de vanidades y en relación con el elitismo –el primer texto de Ben Marcus se publicó como respuesta a la «modificación alarmante» del término entre la soberbia estéril y la huida del automatismo– uno siempre ha visto más solemnidad en el seguidor que en el hermético. La literatura original y ambiciosa es una señal de la modestia íntima del autor. Siempre estaré contra la pompa. ¿Qué es hoy el elitismo literario? Piense el lector de esta reseña en la facilidad con la que admitimos la existencia (la sobrepresencia, diría yo) de élites deportivas y económicas. ¿Por qué nuestra época es reacia a hablar de élite, incluso de elitismo en el plano cultural? Lo importante de la élite es que no esté cerrada por accidentes de origen (sexo, raza, clase social, Universidad de procedencia, barrio, lengua, etc.), esto es, que funcione bien el paradigma de la igualdad de oportunidades para acceder a ella. Por otro lado, y como insistía el crítico cultural Boris Groys en Sobre lo nuevo. Ensayo de una economía cultural, de un pensador, de un artista o de un escritor se exige que produzca lo nuevo, de la misma manera que antes se le exigía que se atuviera a la tradición y se sometiera a los criterios de ésta. En la Edad Media lo nuevo es sinónimo de deformación errónea. En la modernidad, en cambio, lo nuevo ya no es el resultado de una dependencia pasiva o involuntaria del cambio temporal, sino el producto de una exigencia determinante y de una estrategia consciente, que domina la cultura moderna. Por eso, la producción de lo nuevo tampoco es exactamente una expresión de la libertad, como se piensa con frecuencia. “Romper con lo antiguo no es una decisión libre que tenga como condición previa la autonomía del hombre, o que se exprese o asegure socialmente esa autonomía, sino que es exclusivamente, la adaptación a las reglas que determinan el funcionamiento de nuestra cultura”. Quizás lo deseable es desligar lo bueno de lo diferente y lo diferente de lo nuevo y comprender, al mismo tiempo, –porque actuar con dos ideas contradictorias en la cabeza es señal de gran inteligencia– que la cultura es siempre una jerarquía de valores.

Según el ensayito de Marcus, el elitismo literario no defiende la alta literatura, sino que acuña y decide qué es alta literatura y en este punto recomiendo los últimos capítulos del aún reciente ensayo del crítico cultural Terry Eagleton quien en Cultura señala con acierto que en su mayor parte el pretendido colapso de las jerarquías culturales no es tanto fruto de un espíritu genuinamente democrático como efecto de la forma mercancía que nivela los valores existentes en vez de impugnarlos en nombre de otras prioridades alternativas.

«De hecho, no constituye un ataque al supremacismo cultural, sino a la noción de valor como tal. Se recela del acto mismo de discriminar.«

Coincido con la lectura, si la he entendido bien, que hace Giráldez sobre el intersticio de los asuntos anteriores. Otro buen argumento es el valor de lo singular. El esfuerzo por lo novedoso en el que lo valioso no es precisamente el éxito de la diferente por lo diferente sino el hermoso riesgo de transitar al margen de la tradición, y, si es posible, de las modas. De nuevo con Groys, es posible reconocer que la irreductible individualidad de un autor (yo pienso en Joyce) obliga a la cultura a renunciar a la automática reproducción y prosecución del patrón tradicional. Más en general, podemos convenir con él en que la exigencia de innovación es la única realidad que resulta expresada en la cultura. En una época en la que el oído es salvajemente atacado nada más entrar en un supermercado por la hiperactiva, aguda, voz de la radio-fórmula, en una época donde Tele 5 es la cadena más vista y donde Sálvame lleva una década triunfando en antena, una época en la que los estantes de libros más leídos de los grandes almacenes están invariablemente ocupados por autores desahogados, la mayoría indocumentados, que escriben sobre lugares comunes, sufrimientos superados y sentimientos de segunda mano sin ningún tipo de servofreno, en una época donde resulta difícil encontrar una noticia verdaderamente deportiva o cultural más allá de las veleidades de algún multimillonario jugador de fútbol medio majareta, aquellos a los que nos interesan obras que nos planteen ciertos retos temáticos o estilísticos no somos ninguna élite, solo somos una minoría. Una minoría diariamente apaleada. ¿Se imagina el lector a un esforzado jugador de baloncesto criticando a Michael Jordan, a “Wilt” Chamberlain, a Larry Bird o a Kareem Abdul-Jabbar por hacer jugadas «demasiado difíciles»? ¿Debemos desconfiar de Hegel o Kierkegaard si no los entendemos a la primera? ¿Cuánto de pose hay en la complejidad de la física cuántica? Posiblemente a los violinistas de la época de Paganini, éste les pareció complejo como hoy ocurre con Alan Berg. ¿Son elitistas Heinrich Wilhelm Ernst, Glenn Gould, la pintura de Gerhard Richter o el cine de Andréi Tarkovski? No. Simplemente, dedicaron su vida a hacerlo distinto y bien. Y ocurre que todo eso se disfruta mejor si uno, cualquier uno, le ha dedicado tiempo a escuchar y a seleccionar música o a ver cine y leer sobre él. Cuesta el mismo tiempo y el mismo dinero escuchar a Bill Callahan o a Gustav Mahler que un triunfito o al nuevo rey del trap. Solo hay que buscarlos en Google. Lo mismo ocurre con la literatura. ¿Son elitistas Los demonios de Dostoievski o El plantador de tabaco de John Barth? ¿Cuál es más difícil? La pregunta no es pertinente. Dylan no quiso epatar cuando grabó Highway 61 Revisited. Ingmar Bergman narró de forma tradicional El manantial de la doncella y también narró de forma experimental en Persona. Truffaut evolucionó una tradición mientras que Godard ya era heredero de una tradición experimental. Ni los lectores, ni los escritores arriesgados supondrán jamás ningún tipo de oligarquía rectora, más bien sufrirán, venderán menos y si todo esto sigue así llegará un día en que al regresar a la casa familiar no les reconocerá ni su sacrificada madre.

La reseña de un ensayo invita a dar el punto de vista más personal. Presumo que hubiera sido muy interesante leer de Giráldez alguna reflexión a partir de algún tipo tipología de la experimentación porque creo que es distinta la polémica entre Laurence Sterne y Samuel Johnson, la que surge las primeras décadas del siglo XX tras la irrupción de las vanguardias –de Ezra Pound a Philippe Soupault de los letristas de Isidore Isou y el OuLiPo de Raymond Queneau a Georges Perec– y la que se da ya en el terreno de la postmodernidad y el auge de la metaficción. Cuando la postmodernidad como ideología llega efectivamente a las masas “se pierden”, dice Groys, “las ganas de hablar sobre el carácter oculto de lo otro, sólo queda la masa pluralista e indiferenciada de las diferencias ya existentes, sobre la cual no cabe hacer ninguna elección con sentido”. Para el teórico alemán, los esfuerzos individuales de algunos escritores o artistas para conseguir acceder a los archivos culturales sobre la idea de autenticidad (aquí una estrategia de mercado) le protege del arte menos original (¿del arte mediocre?) pero en el contexto actual todos los intentos de ese tipo “conducen a insultos cruzados sin sentido alguno, y al nacimiento de innumerables camarillas, que se tienen a sí mismas por auténticas y consideran inauténticas a las restantes”. Creo que el estupendo ensayo de Giráldez podría tener una continuación muy interesante en el tipo de querellas grupales, siempre veladas, siempre renuentes al debate en la arena pública y cuya estrategia es el silencio, la reclusión en el grupo de los afines, el retiro monacal en la editorial centrípeta, el disfrute de la charla entre amigos en un Instituto Cervantes. Al mismo, tiempo, el innovador no aspira hoy a la aceptación universal, ni a que sus ideas sean compartidas por un número cada vez mayor de individuos pues como señala Bori Groys con extraordinaria inteligencia y pertinencia para el tema que me ha ocupado esta extensa reseña, si se demostrara que esas ideas fueran falsas o erradas el innovador se perdería del todo en el futuro y ése miedo a perderse del todo en el archivo del futuro, ése miedo y ese deseo “explican también la extrema agresividad frecuentemente totalitaria, de los innovadores de la modernidad”. No es casual, dirá Groys, que prácticamente todos los autores contemporáneos modifiquen sus propias ideas o prácticas en cuanto éstas han encontrado una difusión extendida, y que insistan continuamente en que sus prácticas artísticas o teóricas no pueden ser reproducidas, en que son… irrepetibles.

Como lector siempre oscilaré entre Stendhal y Coover, entre Poe y Saunders (y como espectador entre Hitchcock y Oliver Assayas o Léos Carax) aunque me interesa cada día más la artisticidad y la experimentación de Gass o Donald Barthelme y me alinearía con los seguidores de Foster Wallace, sé reconocer y valorar el talento de Jonathan Franzen y, de tanto en tanto, regreso a mi prosa preferida: la pedagogía de ferales de Feuerbach o Jean Itard. Cuando he escrito, he tenido claro que la vida es muy finita y que había que arriesgar. En lo que toca a la estética posmoderna, prefiero las novelas donde el elemento posmodernista es uno más en una construcción de cimientos clásicos: un equilibrio entre tradición e innovación. En realidad, el interés que muchos tenemos en saber si Franzen acabó o no Moby Dick o Mason y Dixon es de una naturaleza limitada y distinta al interés que tenemos en leer sobre las inclasificables emociones y las teorizables ideas que la literatura produce. Por eso y porque nos parece que ha provocado y removido de forma inteligente el interés por un tema realmente interesante recomendamos el primer título de la serie de ensayo de Jekyll & Jill.

¿Prejuicios fijos? No me gusta el libro electrónico ni el MP3. No me gusta la escritura ortopédica, ni la novela realista o vanguardista que nace con intención gregaria, lo veo como un epítome de mi desconfianza por la seriedad, la afectación, la homilía y el boato, pero también como una coherencia de mi cariño por la literatura singular: de Emily Dickinson a Bohumill Hrabal, de Felisberto Hernández a Valle Inclán, de Vila-Matas a W. G. Sebald. La literatura no nació para ser diseccionada en la mesa de un departamento de filología hispánica. ¿Cómo explicaríamos a Melville o Hawthorne que tenemos a sus ballenas conservadas en formol? Sobre el significado de la subversión, la literatura “criada fuera de la convención” es resultado de la visión de la novela como un territorio libre y sin vallado: Rabelais, Sterne, Rulfo, Borges, Kundera, Danielewski, Lucia Berlin… La voz propia puede o debe ser ecléctica. Witold Gombrowicz escribió sobre la posibilidad de darle una forma permanente a una inmadurez (a la plena voluntad de inmadurez) y en esas nos hallamos todos, o se halla alguien o me hallo yo. Lo no convencional pasará un día a ser convencional. Es lo que ocurrió con Hemingway, Carver, Remedios Varo, Ramones, Fellini o Sonic Youth: creo que se llama fagocitación. No hay experimentación sin tradición, ni nada nuevo surge sin una historia que lo preceda. Cuando era joven, la pirotecnia verbal era Nabokov y Burroughs era el transgresor. Hoy me sigo riendo con Pálido fuego y apenas me sonrío con The Naked Lunch. No sé si autor y libro son del todo separables y olvido algunos libros que he leído, pero sé que la novela nunca es hija, sino hijastra, y que no por ello se le ama peor.

Jesús García Cívico

Jesús García Cívico (Valencia, 1969) es profesor universitario, crítico de cine y escritor. Colabora con críticas culturales y literarias en distintos medios y es autor de los ensayos 'Chéjov en la calle 42: mérito y decepción' y 'La tortura: aspectos sociales y estético-culturales', el libro de narrativa breve 'Una casa holandesa' y la novela 'Singular'.

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