Retrato de Bohumil Hrabal en la calle Na Hrázi de Praga | Foto: WikiMedia Commons

Santas y esquizofrénicas escrituras

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Retrato de Bohumil Hrabal en la calle Na Hrázi de Praga | Foto: WikiMedia Commons

“La extravagancia, mejor dicho el desenfreno, es que lo tienes que tener aunque te cueste la vida, como el amor, el fumar, y combina igual de bien con la pasión, lo que pasa es que la extravagancia perjudica […], la extravagancia tiene efectos indeseados, es una enfermedad.”

Evangelio esquizofrénico, de Bohumil Hrabal (Brno, 1914 – Praga, 1997), reúne una serie de escritos que fueron censurados por el régimen comunista y no vieron la luz en su lengua original hasta el año 1991. Ahora La Fuga Ediciones los publica en traducción española de Montse Tutusaus.

Hrabal vivió la Primera Guerra Mundial, la ocupación alemana, la Segunda Guerra Mundial, la dominación soviética, la censura comunista y la Primavera de Praga. Se desempeñó como oficial de notaría, escribiente, viajante, artillero en el ejército, prensador de papel, obrero metalúrgico, tramoyista y ferroviario. Aunque no en este orden. Durante mucho tiempo, una parte de su obra, censurada por el régimen comunista, circuló de manera clandestina en las ediciones ilegales conocidas como Samizdat. A este período pertenece una novela tan notable y representativa como Yo serví al rey de Inglaterra (1971), que, sirviéndose de una estética acumulativa y barroca —cabe destacar, entre tantas y tan libérrimas escenas, el mítico y dispendioso banquete de los capitostes abisinios—, pasa revista al siglo y sus excesos.

Como apunta su biógrafa, la escritora y traductora Monika Zgustova, Bohumil Hrabal pertenece a la misma estirpe de escritores que Franz Kafka y Jaroslav Hašek; se defiende del mundo por el amor y el arte, frente al absurdo de Václav Havel y la digresión explícitamente filosófica de Milan Kundera. El destino del pueblo checo aparece conjurado en la prolijidad desordenada —tributo a la oralidad— pero sustanciosa de Hrabal, que alcanza una interminable variedad de registros o gestos literarios y se sirve del humor como incisiva forma de resistencia.

A caballo entre la tradición popular y la vanguardia estilística, la prosa torrencial y desmandada de Evangelio esquizofrénico delata la intención burlona, bufonesca, y el fondo rebelde del autor. El primer relato, fechado en 1951, da título al volumen y ofrece una versión de la vida de Jesús que, más que apócrifa, resulta delirante e irreverente. Un accidental y accidentado mesías, con el gesto torpe y una aureola de quita y pon, se muestra tan impotente como el que más, encharcado en el dolor y la miseria.

“En la cúspide de la pirámide estaba el Padre lavándose los pies en el corazón del hombre.”

“Jesusito se subió a una colina a escribir un texto automático y un comentario del mismo. Lo que pasa es que, estando allí de rodillas, se le formó la aureola y por poco incendia el bosque.”

“Jesusito iba gritando todo esto cuando de pronto se cayó y, con la cara hundida en la tierra, tuvo un ataque y una iluminación y vio que el mundo tal y como era estaba condenado a la perdición porque Dios es lo que hacía él, pero también lo que hacían los demás.”

La Fuga Ediciones

Las desventuras del viejo Werther (1949), que acusa la influencia del monólogo de Molly Bloom de James Joyce, fue publicado en 1964 con el título de Clases de baile para mayores y alumnos avanzados. En su prólogo a la edición de 1981, recogido en este volumen, el autor habla de una época en que vivía en casa de un “detective de la policía moral” y veía a menudo a su tío Pepin, con el que iba al cabaret o de visita y creaba textos que ellos llamaban protocolos, auténticos aluviones de frases que quedaron en barbecho hasta la fecha, tardía, de su publicación.

El tío Josef o Pepin, personaje de la misma familia literaria que el soldado Švejk, se llama como el tío de Hrabal y está enteramente inspirado en él, en sus correrías, experiencias y narraciones orales. Quijotesco en sus arranques, esfuerzos y visiones, este zapatero que trabajaba como obrero en la fábrica cervecera es el protagonista de la mayoría de los relatos, pero también de novelas como La pequeña ciudad donde el tiempo se detuvo (1974). Para definirlo, a él y a los de su raza, Hrabal acuñó el neologismo pábitel, traducido a menudo como “palabrista”, término que designa a un parlanchín con inspiración de profeta. Todo cuanto decía y hacía el tío Pepin —bailes desenfrenados, trifulcas fingidas, reverencias militares— provocaba salvas de risas. Además, se equivocaba con las palabras y así, entre otras célebres confusiones, le asignaba al adjetivo “epiléptico” el significado de rabdomante o buscador de pozos. En la introducción al relato, dice Hrabal:

“Era el palabrista número uno, mi musa, el narrador que estaba ya no solo por encima de mí sino por encima de todo lo que jamás he oído.”

“Para el tío Pepin todo era hermoso, los recuerdos más terribles de la guerra recibían de él el mismo trato que el rostro de una muchacha.”

“Así durante más de cuarenta años el tío Pepin ayudó a la gente a encontrar pozos enterrados de risa y alegría mágica porque tenía algo de los ingenuos devotos, de los rabinos milagrosos, algo de los cronistas y de los fabuladores.”

El relato es un flujo ininterrumpido, un totum revolutum de anécdotas vivaces que cubren un sinfín de estratos sociales, por los que transita, como un trickster lúbrico y alcoholizado, el tío Pepin, a golpe de hipérbole y guiños de payaso, “arrastrado por la urgencia de la imagen que surgía como un hongo atómico delante de él”. Hay episodios que aparecen, reformulados con otras palabras y en otro contexto, en obras posteriores; ello se debe a que remiten a un magma vivencial, autobiográfico por aproximación o por contagio. Las desventuras del viejo Werther constituye una digresión perpetua que bordea la locura, como atestigua su sintaxis dinamitada. La omnímoda pulsión erótica coexiste con una violencia caótica e ininteligible. Por estas libérrimas páginas desfilan militares fanfarrones, párrocos lascivos, carniceras alcoholizadas. Y también la sífilis, la promiscuidad, la guerra, las miserias matrimoniales, todo entremezclado con la locura y la desesperación, y coagulado por un humor negro, salvaje y corrosivo.

“Y entonces dejó la sombrilla en el prado y se tumbó, yo estaba sentado apoyado en los codos, y ella que dobla las bragas y ¡no llevaba piernas!, al revés vaya, y yo me excité como un loco.”

“Aquí está el hombre y aquí la mujer, el deseo los pega y el cura ya puede decir misa que no hay nada que hacer, pero si finalmente se deciden a pasar por el altar, entonces sí dejan de quererse.”

Los tres relatos finales, Cuento de enero, Cuento de febrero y Protocolo o Contribución al Renacimiento, todos del año 1952, focalizan asimismo en la figura del tío Pepin y se prefiguran, por tanto, como nuevas entregas de las aventuras fabulosas y extravagantes de este personaje único, tan crispante como enternecedor y entrañable, narradas desde una primera persona engañosa que remite al autor, aunque no cabe tomarse el elemento autobiográfico al pie de la letra. En ellos, el protagonista comparte vivienda con su tío y acaba asumiendo su indisciplina y caos vital, si bien trata infructuosamente de poner freno a la mugre y a la pereza del tío, que, por no cocinar, se alimenta de malta, mendrugos de pan y aguardiente. Sin prisa, cuitas ni decoro, el tío Pepin camina feliz y despreocupado, siempre dispuesto a llevarles flores a las señoritas.

Mención aparte merece Caín. Relato existencialista (1949). Se trata, con diferencia, del relato más tradicional, lineal y bien resuelto de la antología; el menos experimental y el más “peinado”, al decir de Zgustova. Se diría que pertenece a otro escritor, y demuestra la versatilidad de Hrabal como narrador. Este relato, inspirado en El extranjero de Albert Camus, fue el germen de la célebre novela Trenes rigurosamente vigilados (1965), llevada al cine en 1966 por Jiří Menzel. Ambos textos se basan en la experiencia de Hrabal como obrero ferroviario en la pequeña estación de Kostomlaty, donde veía pasar regimientos silesios y convoyes de las SS, y donde fue testimonio de la barbarie y del absurdo de los conflictos bélicos. Caín comparte con el resto de los relatos de esta antología la referencia a Jesucristo:

“Jesús se me iba acercando, y acercando, hasta que al anudarme la corbata en el vidrio de su imagen me hermané con él; no hubo objeciones. Comprendí que Jesús había cogido las riendas de su destino, que no lo rehuyó aun sabiendo perfectamente lo que le esperaba. Necesitaba una prueba de su sacrificio. Como si se tumbara en la vía y esperara a que pasara el tren.”

El protagonista de Caín, que tras su frustrada tentativa de suicidio vuelve a la estación de trenes y reanuda su dialéctica con los crucifijos, conceptúa el suicidio como una práctica ética y estética, como un acto de absoluta libertad que emana exclusivamente de uno mismo —“Sentí que la voluntad me alcanzaba los lugares más periféricos del cuerpo. Por primera vez me conocía a mí mismo y por primera vez podía expresarme de forma matemática”— e incluso como una estrategia para doblegar a Dios y devolverle “lo que les hizo a nuestros abuelos”. El propio autor concebía el suicidio como un acto valiente, furioso y clarividente, que implicaba contradecir y violentar el instinto de supervivencia. El relato Las desventuras del viejo Werther contiene una suerte de catálogo de suicidios, ejemplares o no, y en una novela posterior, Una soledad demasiado ruidosa (1976), el personaje principal acaba con su propia vida.

Apunta Zgustova que Bohumil Hrabal, que siempre se consideró más un testigo de su época que de su conciencia, rindió homenaje al ciclo de la vida. En sus obras buscó reflejar la realidad, contenerla para transmutarla y trepar hasta el mito, en virtud de su prodigiosa imaginería literaria. Como sus queridos pábitelé, fue capaz de metamorfosear una realidad trágica en placer estético, aunque no por ello menos patético. Dio cuenta de un mundo ya desaparecido, con un estilo libre, abigarrado, desbordante de asociaciones venturosas y hallazgos felices. Y se ganó un lugar en el disoluto, esquizofrénico cielo de los palabristas.

“Hay que beber vino reforzante, como los artistas que tienen el celebro ahuecado, tiene que ser gris y lleno de pliegues, tiene que haber ondulación en la cabeza y es justo en las espirales estas donde surgen los pensamientos.”

Ana Prieto Nadal

Ana Prieto Nadal es licenciada en Filología Clásica (UB) y Doctora en Filología Hispánica (UNED), y está especializada en el estudio del teatro contemporáneo. Como escritora, obtuvo el premio Ojo Crítico por su novela 'La matriz y la sombra' (Acantilado, 2002) y tiene relatos publicados en la revista 'Granta en español', 'El silencio en boca de todos' (Emecé Editores, 2004) y en la antología 'Todo un placer' (Berenice, 2005); también participó en el proyecto europeo Scritture Giovani 2006. En la actualidad, es miembro del Grupo de Investigación del SELITEN@T y compagina la investigación literaria y teatral con la docencia de lenguas clásicas. Ha colaborado en revistas especializadas como 'Acotaciones', 'Anagnórisis', 'Don Galán', 'Pasavento', 'Signa' y 'Tropelías', entre otras, y ejerce la crítica literaria en 'Quimera' y 'Revista de Letras'.

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