La atracción de James Boswell (Edimburgo, 1740 – Londres, 1795) por los tipos no convencionales no se debe a ninguna afinidad filosófica, sino que proviene, tal vez, de su inquieto temperamento. Pronto seducido por las ideas de Voltaire (ParÃs, 1694 – 1778) y Jean-Jacques Rousseau (Ginebra, 1712-Ermenonville, 1778), no tarda en caer bajo el influjo de David Hume (Edimburgo, 1711 –1776). Sin embargo, sigue asombrándonos el conservadurismo del jurista escocés, autor no sólo del retrato más completo del libérrimo Samuel Johnson (1791), sino de un diario que es registro único de las actividades cotidianas, las dudas y los temores, las vanidades y los auto-alardes de un hombre parecido a él mismo.
En Una visita a Voltaire y Rousseau, (1764; Ediciones Universidad Diego Portales, 2017) Boswell nos ofrece una buena muestra de su personalidad: un escritor a gusto en los salones de la Ilustración, pero que apenas logra ser un ilustrado. Su dietario, moderno en su estilo vÃvido y fácil, se centra en las muchas extravagancias de ambos pensadores, sus modos y maneras, a fin de dotar de profundidad humana a gigantes morales e intelectuales. Su lectura, siglos después, sugiere que, a pesar de haber conocido a algunas de las personalidades más avanzadas de su tiempo, el de Edimburgo no logró redimirse de sus costumbres marcadas por las distinciones de clase, dinero o religión.
“Rousseau puso un poco de comida en un plato e hizo que el perro bailara a su alrededor. Le cantó una dulce tonada con voz dulce y mucho gustoâ€, leemos en su recuento de la visita al filósofo suizo.
No logra el autor del Diario londinense (1762-1763) conquistar su capacidad de autoengaño, ni siquiera cuando se trata de cuestiones del corazón o la libido (“Las mujeres son la pasión que le dominaâ€), ni supera su temor abrumador de Dios (o, quizá más exactamente, de la muerte): “BOSWELL: La Iglesia Anglicana es la de mi elecciónâ€, “ROUSSEAU: SÃ, no cabe duda de que se trata de una excelente religión, pero no es el Evangelio, que es todo simplicidadâ€). Lo que Boswell busca en la filosofÃa del autor del Emilio (1762) no es tanto una guÃa vital, sino una forma de certeza contra la posibilidad de olvido. Otros, como Hume, insistieron en que la creencia en la vida futura era el equivalente a una ilusión: Boswell vivÃa con la esperanza de oÃr a los incrédulos decir que se habÃan equivocado.
Tal vez no sea la compasión o la admiración sino el deber lo que impulsa su visita a los iluminados. Paradójica es su conversación con Voltaire (al que describe vistiendo “un excelente batÃn de frisa color azul pizarra (…) erguido sobre su sillaâ€. “SonreÃa afectadamente al hablar. No estaba de humorâ€, [advierte el escocés] “ni yo tampocoâ€). Boswell trata de arrancar un grito de angustia o una declaración de fe del autor del Diccionario filosófico (1764); a cambio, asiste al urbano equilibrio del que no considera necesaria la religión:
“No inflama su mente con grandes esperanzas sobre la inmortalidad del alma. Dice que es posible, pero que nada sabe de ello. Y su mente goza de perfecta tranquilidad. Me conmovÃ; me apenéâ€.
Su única curiosidad es saber si el francés se dejará seducir por la cobardÃa hasta abrazar la fe religiosa de sus años mozos:
“[Boswell]: ¿Es usted sincero?†(…) Respondió [Voltaire]: “Ante Dios, lo soyâ€â€.
La suya fue la época culminante de la Ilustración escocesa, la época de Adam Smith y (algo después) Robert Burns y Sir Walter Scott. Nada logra sacudir al británico de sus pueriles ideas de cielo e infierno. El autor de A Journal of a Tour to the Hebrides (1785) no se dejar iluminar por los más insignes Ilustrados. Aun asÃ, el recuento de sus filias y sus fobias, sus admiraciones y animadversiones siguen siendo instructivo hoy como hace siglos. Sigue siendo el mejor ejemplo del biógrafo como artista, convivial hasta el punto del estupor, mártir de su ideologÃa caduca. Lo que nos cautiva en su escritura no es la reacción filosófica a su época, sino la imagen viva y sorprendente que nos pinta de ella. La edición de su diario, a cargo del filólogo, traductor y ensayista José Manuel de Prada-Samper (Salamanca, 1963), lo restablece, para el lector en castellano, como una figura literaria por derecho propio. Puede que el autor que nos ocupa no sea el más original de los pensadores, pero es, sin duda, uno de los más divertidos.