Emmanuel Carrère | Foto: Teresa Slanzi

Carrère como el dibujo en una alfombra persa

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Emmanuel Carrère | Foto: Teresa Slanzi

“Todas las sociedades, tarde o temprano, descubren que hay otros grupos que hablan un lenguaje distinto al suyo,” dice Octavio Paz en su ensayo Hablar en Lenguas.

“Advertir que, para otros hombres, los sonidos que nos sirven para designar a esto o aquello –pan, cielo, demonios, árboles– nombran a otros objetos o no designan nada y son mero ruido, debe haber sido una experiencia sobrecogedora.”

¿Cómo sonidos distintos pueden producir significados semejantes? O diferentes? La poesía se forma a partir de esta antigua creencia mágica que une la palabra y aquello que nombra.

Volveré a este ensayo pero me sirve como un primer estribo para expresar hasta qué punto formar parte del jurado del Premio FIL de lenguas romances 2017 ha sido inolvidable, un privilegio por muchos motivos, entre ellos tener la oportunidad de pasar unos días conversando intensamente sobre literatura, nuestro vicio impune. Nos reunimos y deliberamos en Guadalajara, disfrutando de la extraordinaria hospitalidad de la FIL, analizando temas como la poesía, lenguas y tradiciones, tendencias, la actualidad literaria, la humanística, la histórica, el estado de la traducción literaria y lo que Emmanuel Carrère definió como la “irradiación” de la obra de varios candidatos de alcance e importancia internacional que nombran las cosas en lenguas distintas, pero todos romances. Quisimos, creo, sobre todo, acertar con un candidato cuya obra expresara nítidamente el espíritu de los tiempos actuales. Tiempos revueltos, tiempos de grandes cambios, ciertamente más peligrosos de lo que nos damos cuenta. Tiempos de confusión, como dijo Efraín Kristal. Entonces nos preguntamos, ¿quién escribe con audacia en tiempos audaces? ¿Quién desafía las formas tradicionales sin perder de vista la proyección hacia el futuro? ¿Qué fuerza es la que irradian? ¿Esa fuerza abre nuevas puertas? Conversamos, discutimos y nos persuadimos. Y seleccionamos a Emmanuel Carrère. Estamos firmemente convencidos de que acertamos.

Pienso en algunas de sus novelas sin ficción, como su Limonov y su formidable Una novela rusa, cuyo título en inglés es “Mi vida como una novela rusa”, una vuelta de tuerca que me parece acertada. Las dos son extraordinarios ejemplos del peculiar compromiso de Carrère con lo real, como él lo definió al aceptar el Premio:

“Lo real es cuando alguien se golpea”.

Y añado que es también su mirada de lince sin parpadeos. Pero con El reino, crucé el umbral, encontré el tipping point, el punto de apoyo que movió mi mundo de lectora. A partir de ese hallazgo, entendí muchas cosas más de la obra de Carrère y del alcance de su ambición, como si un caleidoscopio llegara a encajar en un clic y luciera un diagrama centelleante, como el dibujo en una alfombra persa.

El reino narra en planos históricos superpuestos la conversión cristiana y posterior crisis de fe de Emmanuel Carrère, y las primeras décadas tras la muerte de Jesucristo cuando los apóstoles predicaban el mensaje más subversivo del mundo. Recoge en la novela, de alguna manera, el guante lanzado por Philip K. Dick en su enorme, desbordantemente, visionario libro Exégesis. Lo que Dick narra comenzó tras la extracción de una muela de juicio: éste llamó a la farmacia para pedir que enviaran analgésicos a su casa y al abrir la puerta vio a una chica que llevaba un collar. El pendiente, en forma del pez cristiano, centelleaba con la luz del sol y esa visión lo lanzó a un viaje místico que lo trasladó a Roma en los días que transcurren entre la muerte y la resurrección de Jesucristo.

Bolaño, que también fue un incondicional de Dick, afirmó en una conversación con otro incondicional, Rodrigo Fresán, de que “hay páginas suyas en donde está claro que a Dick le gustaría creer en Dios, pero también hay páginas en donde Dick escucha, literalmente, el ruido del universo que se muere de forma irremediable.” Y Bolaño continúa expresando cómo considera que lo curioso es que al mismo tiempo, en paralelo a este tema mayor, el hecho de que “discurren otros, más terráqueos, digamos, pero profundamente inquietantes, como el de las realidades superpuestas de El hombre en el castillo, o como su aseveración de que la historia, y con ella la realidad, terminó en el año 60 o 70 después de Cristo y que todo lo que ha venido a continuación es disfraz o realidad virtual y que de hecho estamos inmersos en pleno Imperio Romano”.

El reino, ambientada en el año 50 después de Cristo, abre en el París 2011, cuando Carrère reflexiona sobre una serie de televisión en la que participó como guionista, Les revenants. El argumento es el siguiente, nos narra al prinicipio de El reino:

“Una noche, en una pequeña población de montaña, se aparecen unos muertos. No se sabe porqué ni por qué aquellos muertos en vez de otros. Ellos mismos no saben que están muertos. No son fantasmas, no son vampiros, no es una fantasía. Es la realidad”.

Y entonces el autor sigue esta idea pero explicando cómo se tiene que escribir un guión, físicamente, para que los actores puedan entrar en el personaje corporalmente. Se plantea seriamente la pregunta: “¿Qué ocurriría si, supongamos, esta cosa imposible sucediese de verdad? ¿Cómo reaccionarías si al entrar en la cocina encontrases a tu hija adolescente, muerta hace tres años, preparándose un cuenco de cereales, temerosa de que le eches una bronca porque ha vuelto tarde la noche anterior? Concretamente: ¿Qué gesto harías? ¿Qué palabras pronunciarías?”. Nos invita a pensar en qué pasaría si volviésemos en la actualidad a los tiempos míticos, a los tiempos de los Milagros, cuando un hombre muerto revive. Me lleva a pensar también en la novela de Stanislaw Lem, o la versión cinematográfica de Tarkovsky, Solaris. Y el tiempo parece doblarse, es maleable, es misterio.

La historia de Les revenantes es la misma historia de El reino, escribe Carrère.  Es la historia de algo imposible que sin embargo acontece. Y leemos a Carrère leyendo a Nietzsche en su novela:

“Cuando en una mañana de domingo oímos repicar las viejas campanas, nos preguntamos: ¿es posible? Esto se hace por un judío crucificado hace dos mil años, que decía que era Hijo de Dios.”

El escritor es también un gran encantador. Trabajando en este cruce entre la historia, la ficción, la biografía y la autobiografía, es el autor en posesión de material performativo, y cuenta su historia, que es contar nuestra historia, y clava en el presente una narración atemporal.

Emerson, otro renegado cuya crisis de fe lo convirtió en un gran subversivo, escribe en su ensayo Historia, que la creación de mil bosques está en una bellota. Se refiere a la idea de que existe una mente común a todos los seres humanos y, por tanto, la totalidad de la historia existe en cada cual, se encuentra replegada en una experiencia individual única.

“El hecho narrado debe corresponderse con algo en mí para ser creíble e inteligible. A medida que leemos, hemos de volvernos griegos, romanos, turcos, sacerdotes y reyes, mártires y verdugos, hemos de fijar estas imágenes a una realidad de nuestra experiencia secreta”.

Al compartir nuestras fábulas colectivas, nuestras pesadillas, nuestras ambiciones y alegrías, colectivas, insisto, pero desde su propia y acuciante intimidad, Carrère crea poderosos puentes; desde lo interior y lo exterior, lo personal y colectivo. Es decir, la lectura hace de nuestra secreta experiencia individual, de la soledad, un secreto a voces.

Frente al Exégesis de Dick, que es insubordinado, caótico, indómito, inabarcable, y en el que reverbera la idea pascaliana de Borges de que dios es una esfera inteligible, cuyo centro está en todas partes y su circunferencia en ninguna, que es la esfera del Ser, o sea la Naturaleza, o sea el Universo, o sea La Biblioteca, frente a éste, El reino tiene esqueleto y tuétano, pero también carne, y parte de su inteligencia yace precisamente en este testimonio terrenal, material. Dick y Carrère ambos tejen telarañas, pero cuando la araña de Carrère produce una forma reconocible como parte de su naturaleza, la araña de Dick produce una tela como si hubiese fumado mota. Me hizo recordar la novela de Nabokov, La verdadera vida de Sebastián Knight.

Pero vuelvo a Octavio Paz. Sabemos que la literatura nunca ocurre en un vacío, sino que proviene de sus correspondencias, de sus vasos comunicantes, de las constelaciones que observan con familiar mirada, de sus casualidades que excitan el pensamiento mágico. Pues en una coincidencia, o un accidente literario, leí este ensayo de Paz, Hablar en lenguas en un volumen que era parte de la biblioteca personal de Susan Sontag. Y leí este fragmento:

“La diversidad de lenguas rompe el vínculo entre sonido y sentido y así atenta contra la unidad del espíritu. El espíritu es uno y el mal es la dispersión, la alteridad. En Babel el pueblo dejó de ser uno, fue la quiebra de la unidad original. Pero en Jerusalén pasó el signo opuesto, cuando de repente vino un estruendo del cielo y les aparecieron a los apóstoles lenguas repartidas como de fuego. Y fueron todos llenos del Espíritu y comenzaron a hablar con otras lenguas. Al cosmopolitismo endemoniado de Babel, el Evangelio opone el cosmopolitismo espiritual de Jerusalén: a la confusión de lenguas, el don maravilloso de hablar otras lenguas. Hablar una lengua extraña, entenderla, traducirla a la propia, es restaurar la unidad del comienzo.”

Carrère lo explica con más detalle en el capítulo undécimo de El reino, con el que me encontré unas horas después del ensayo de Paz por pura casualidad. Nos explica que el pentecostés es el acto fundacional del cristianismo: “De repente, un ventarrón violento atraviesa la casa y hace restallar las puertas. Surgen llamas que juguetean en el aire, se separan, van a posarse en la cabeza de cada uno. Para sorpresa de todos, los apóstoles empiezan a hablar en lenguas que no conocen.” Es el primer caso de glosolalia –hablar en un lenguaje ininteligible, con palabras inventadas y una sintaxis alterada-, que se convertirá en un fenómeno corriente en las Iglesias de Pablo. “Cuando salen los apóstoles,” dice Carrère, “los extranjeros a quienes dirigen la palabra les oyen hablar cada cual en la suya. Algunos lo atribuyen a la ebriedad. Otros abrazan la extraña creencia.”

Pero el milagro consistía en oír al Dios invisible, su nombre secreto escondido dentro de cada uno, dice Paz. Y ese fenómeno aparece a lo largo de todos los siglos y en las comunidades más apartadas, independientemente de su religión.

“El alma es solo una manera de ser —no un estado constante,” dice V, el protagonista de la novela La verdadera vida de Sebastian Knight, de Nabokov, y nos desvela un secreto: “cualquier alma puede llegar a ser tuya si puedes encontrar y seguir sus ondulaciones”.

Un advenimiento poético, una mentira, una imagen, como el alma, cambia de piel y de forma, cambiaforma, metamórfico, transmutador. El tramoyista hace descender y ascender a los dioses como pájaros, como almas; teriantropía, Horus en el horizonte, el Edén enfrente, colibríes con alas de mariposa. La abubilla de la Conferencia está en el jardín. La he visto.

Sebastian Knight, el protagonista, se convirtió con el tiempo en escritor y su segunda novela se titula –atención-, Caleidoscopio. Los héroes de Caleidoscopio son lo que puede llamarse “métodos de composición,” nos explica el narrador.

“Es como si un pintor dijera: aquí estoy yo para mostrarles no la imagen de un paisaje, sino la imagen de los diferentes modos de pintar un paisaje determinado, y confío en que su fusión armoniosa revelará el paisaje como procuro que lo vean ustedes.”

Y me pregunto si los apóstoles de Carrère no son, de alguna manera, cada uno, “métodos de composición”.

Todos sabemos que las palabras son un conjuro, que invocan a las imágenes y también a los espectros. La realidad es una escenografía que se desmorona en la nada. Si tuviéramos un reóstato en esta sala y pudiésemos acelerarnos, todos seríamos fantasmas. Cercana a la muerte, Fausto exclama “¡detente instante, eres tan hermoso!” para expresar la dicha humana, pensando en una humanidad que, rodeada de peligro, lucha por ser libre. Sólo merece la vida y la libertad quien sabe conquistarla a diario. Un recuerdo resuena, ¿alas negras? Pienso en los marineros olvidados en una isla. Cuando vuela la imaginación, esta imaginación que es sensual, carnal, caleidoscópica, deja su sombra aquí con nosotros, en la tierra.


Este texto fue leído en la entrega del Premio FIL de Lenguas Romances en la Feria Internacional del Libro de Guadalajara.

Valerie Miles

Valerie Miles es escritora, editora y traductora desde su llegada en España hace más de veinte años. Ha sido directora editorial en Alfaguara y también Emecé, y de la colección en español de New York Review of Books. En 2003 co-fundó la revista literaria 'Granta' en español que dirige actualmente desde Galaxia Gutenberg. Ha traducido la obra de Fernando Aramburu, Juan Eduardo Cirlot, Milena Busquets, Enrique Vila-Matas, o Marina Perezagua, y ahora Rafael Chirbes. Colabora en el 'New York Times', 'The Paris Review', 'El País', o 'La Nación'. Su primer libro, 'Mil bosques en una bellota', se tradujo al inglés con el título 'A Thousand Forests in One Acorn'.

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