Chile está lejano y es mentira

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Foto: Jassiu | Dominio Público | Pixabay Commons

Hoy, hace catorce años que se suicidó Jorge Navarro. De haber seguido con vida tendríamos la misma edad. El calendario desconoce los huecos temporales, excepto si uno se empeña en revivir, día tras día, un acontecimiento, aunque en el caso de mi madre se trata, más bien, de una desgracia. Ya no estamos en el lugar preciso del dolor, y, sin embargo, la memoria hace estragos. Chile se queda lejos. Un día cogimos un avión y nos plantamos en Barcelona. Pero Jorge Navarro sigue ahí y sigue aquí. Lo veo en los ojos de mi madre. Está impaciente.

–Pregúntame lo que quieras –me dice, aunque yo sé que he de ir con tacto. Ella está en el sofá. Observo su cara enjuta y adivino la delgadez de su cuerpo que se empeña en esconder bajo una manta de lana. Hace frío.

El día que se suicidó Jorge Navarro también hacía frío. Yo tenía diez años. Mi mamá trabajaba en la Nonato Coo, una escuela de esas que mis tíos, los pudientes, consideraban como conflictivas. Nosotros vivíamos en la periferia; ellos en lo alto de la ciudad, allí donde la contaminación no podía tocarlos. No sabían lo que eran las calles sucias ni los niños perdidos que corrían sin rumbo tras una pelota desinflada, con la camisa abierta y los zapatos rotos.

El día que se suicidó Jorge Navarro el teléfono no sonó: gritó. Yo estaba en el suelo, jugando con mi hermana a las muñecas. Mi madre salió de la cocina. Antes de responder se secó las manos en su delantal. “No griten”, dijo con tono serio. Se acercó a la mesita en la que descansaba el aparato. Del cajón semiabierto se entreveían las postales que mi tía Alejandra nos enviaba desde Francia. Antes de la dictadura estuvo saliendo con un mirista al que hicieron desaparecer tras el golpe. Ella se quedó en el país hasta que mataron a Lumi Videla. Después de eso mi abuelo la cogió en volandas y tiró de sus contactos para salvarle el pellejo. La solución fue el exilio. Nos escribía cada mes.

–¿Aló? Sí, con ella. Dígame. ¿Cómo?

Mi hermana y yo nos miramos. De repente mi mamá se había puesto pálida, como aquellas veces cuando le bajaba la presión y mi papá tenía que abanicarla con un periódico mientras le recitaba un poema de Raúl Zurita; la poesía era lo único que la alejaba eficazmente del vértigo. A la palidez le siguió un temblor leve en las piernas. Tras un silencio denso e inquietante, casi apocalíptico, colgó. Se quedó mirando la ventana. De lejos se escuchaba la respiración bronca de los coches. El cielo gris anunciaba tormenta. De nuevo tendríamos problemas con la electricidad. No hacía mucho habían surgido unas cuantas goteras en la cocina. “Nada grave”, decía, pero aun así brotaban los baldes de plástico y se nos mojaban los pies desnudos porque a mi hermana y a mí nos gustaba ir sin zapatillas, aunque aquello no fuera el campo sino una casa cuyo único atractivo era el techo de madera y los rosales del jardín.

–¿Mamá?

Pero mi mamá estaba lejos. Abrió levemente la boca, como si por dentro le pasara la muerte. El zumbido de una bicicleta la hizo volver en sí.

–Cojan los abrigos que nos vamos.

El día que se suicidó Jorge Navarro nos llevó a la casa de la señora Judith, nuestra vecina que nos hacía de niñera. Su pelo canoso me daba confianza, aunque, a juzgar por sus galletas, sus aptitudes en la cocina eran cuestionables. Pero esto a mi mamá le traía sin cuidado. El horno no estaba para bollos. Corrían tiempos difíciles. En Chile siempre fueron tiempos difíciles. De haber contratado a alguien se habría quedado sin salario. El sueldo de un profesor era entre dos y cinco veces más bajo que el de un ingeniero civil o un médico. Con la llegada de la dictadura se implantó un capitalismo salvaje, peor que en Estados Unidos, el sueño de los Chicago Boys. Los docentes dejaron de considerase funcionarios públicos. A partir de entonces, su destino salarial lo decidían los municipios o los sostenedores privados. Ahora que recordamos aquel día de tristeza súbita me fijo en que el cielo se ha oscurecido de repente. La constatación de la oscuridad me lanza hacia la cocina y me dispongo a servirme otra taza de café, tal como lo hacía ella cuando corregía exámenes hasta bien entrada la noche. Sus alumnos eran su mundo. Si se levantaba por las mañanas era por ellos porque en su futuro se sustentaban los sueños de todo un país. Si a ellos les cambiaba el destino, todavía quedaba la esperanza de que Chile fuera, tarde o temprano, una tierra justa. Pero entonces vuelvo a aquella tarde cuando sonó el teléfono y le dijeron algo a mí mamá, eso que no me contaría hasta que estuviéramos a este lado del charco, como si con la distancia me ahorrara el dolor de la memoria. Pero yo me acuerdo. Ella y la señora Judith intercambiaron unas cuantas palabras. La señora Judith le apretó suavemente el brazo. No sé por qué, pero tuve la certitud de que aquel gesto era una forma de decir: “Mi más sentido pésame”.

–Ahora vuelvo –dijo mi mamá, y se precipitó hacia la puerta con el espíritu del que se lanza al vacío, aunque intuya la oscuridad del fondo.

Regresó tarde. Le temblaban las manos. La señora Judith le ofreció un té. Mi mamá no dijo nada. Se sentó en el sofá y se echó a llorar. Ahora no llora. La tristeza se ha cristalizado con el transcurrir del tiempo. No sé cómo no lo vi venir –me dice. Todavía se siente culpable. Busca un consuelo:

–Es que eran tantos. Imposible seguirle el rastro a cada uno.

Mi mamá tenía una media de cuarenta alumnos por clase. Pocos de ellos desayunaban en casa. La escuela tampoco era una salida: el comedor no daba abasto. La leche con chocolate y las galletas eran para los afortunados. El resto a pasar frío y hambre. En invierno no había calefacción y las ventanas permanecían abiertas por miedo a las enfermedades. Cuando mi mamá llegaba, en lugar de coger la tiza, los mandaba al patio.

–Les hacía dar una vuelta a la cancha. Una vez el director nos vio y me citó en su oficina. Me dijo que no podía hacer eso, que yo estaba para impartir clases de inglés. A punto estuve de gritarle, pero guardé la calma. Le respondí que los niños no podían estudiar con el cuerpo congelado –se detiene en su narración. Coge aire. Traga saliva. Aprieta los puños sutilmente para que yo no me dé cuenta de su rabia-: ¿Y sabes lo que me respondió? Que por qué me esforzaba tanto si todos iban a acabar vendiendo droga o, con suerte, en un puesto de la feria, cortando cabezas de pescado.

Pero mi mamá siempre hizo oídos sordos a aquellos consejos porque ella sabía que cada clase era una posibilidad al cambio, al giro de tuerca, al empuje que necesitaban esos niños para mirar más allá de una bolsa de pegamento o de una navaja suiza. También fue profesora de Jorge Navarro. “Jorge Navarro”, digo mientras revuelvo el café; nunca me ha gustado demasiado caliente. Sé que para ella es difícil, pero necesito que la historia salga de su boca porque yo siempre me obligo a olvidarla.

–Cuando llegué ya era tarde.

Se me hace un nudo en el estómago. Tardaría años en ponerle un nombre a ese ruido sordo que me acompañaría a lo largo de toda mi infancia. Hay que reconocer la verdad ante el espejo, me digo siempre, pero mi espejo en aquel entonces era engañoso: vivíamos en una calle tranquila. Nuestro vecindario era un oasis en medio de tanto ajetreo. Los coches de policía pasaban de largo. Mi hermana y yo íbamos a un buen colegio. Y, sin embargo, algo no iba bien cuando mi mamá caminaba a paso rápido y nos decía que teníamos que llegar a casa antes del anochecer. Algo no iba bien cuando cumplí los trece y fui a dar la prueba de admisión a uno de los mejores liceos de Santiago y no pude responder ni una sola pregunta. Pero mi madre conocía ese zumbido. Ya había visto demasiado como para ignorar la sombra que se anclaba a nuestras espaldas. “Lo que sientes es rabia y miedo”, me dijo un día.

Rabia y miedo fue precisamente lo que llevó a Jorge Navarro a colgarse del techo. Se ahorcó con su propia camisa. Lo descubrió su abuela. A su padre lo habían metido a la cárcel por narcotráfico y su madre iba y venía como un péndulo. La anciana lo descolgó como pudo. Tardó horas en llamar a emergencias. Cuando le preguntaron la razón de su tardanza, ella dijo que creía en los milagros y que Dios no podía permitir que su nieto se muriera. “Él era muy bueno”, dijo mientras le acariciaba la frente marmórea, como si aquel cuerpo vacío aún pudiera recibir algún consuelo. La policía llamó a mi mamá.

–Encontraron mi teléfono en la agenda del niño. Me tenía como su contacto en caso de emergencia. Ya ves para lo que sirvió.

Mi madre hace años que no fuma, pero ahora me pide un cigarro. Se lo doy. Me entran ganas de recitarle aquel verso que dice: “Chile está lejano y es mentira”, pero me callo.

Este trabajo fue realizado dentro de las actividades del Curso de Periodismo Narrativo de Escuela de Letras.

Nadia Barrera

adia Barrera, nacida en Chile en 1988, se mudó a Barcelona a los catorce años. Su inquietud por el lenguaje la llevó a escoger la licenciatura de Traducción e Interpretación en la Universitat Autònoma de Barcelona. Pero prontó decidió ampliar sus horizontes y se trasladó a París donde estudiaría Langues Etrangères Appliquées en la Sorbonne IV. Después de cinco años en la capital francesa, decidió regresar a Barcelona. Su pasión por las letras la ha llevado a involucrarse en diversos proyectos poético-narrativos de la escena cultural barcelonesa tales como 'Las poetógrafas' (proyecto de Jo Graell), 'Prostíbulo poético' (dirigido por Sonia Barba) y el 'Slam de escritura' (Marcos Xalander). En la actualidad es alumna del curso de Narrativa en el Ateneu Barcelonès, impartido por Patrícia Capdevila.

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