Nadia, Ishtiaq y Eloisa | Foto: Khurram Masood

Un santo de estar por casa

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Nadia, Ishtiaq y Eloisa | Foto: Khurram Masood
Nadia, Ishtiaq y Eloisa | Foto: Khurram Masood

No sé cómo me van a recibir.  Khurram me asegura que Nadia e Ishtiaq tienen muchas ganas de conocerme. Además,  Nadia es su tía preferida: se han criado juntos en la casa familiar de Jandhu Saidan y comparten edad, recuerdos y confidencias. Pero que tu primo esté más de diez años viviendo en Europa y que ahora vuelva a casa y encima lo haga acompañado de una gori -una mujer blanca, en mi caso muy blanca- dispuesta a descubrir el país y a la familia, no es fácil de digerir.

-Con Nadia estaremos mejor que con mi familia -me dice Khurram-. Está acostumbrada a tener extranjeros en casa.

El trayecto hasta Hassan Abdal se me hace largo. Son poco más de 100 quilómetros desde el pueblo natal de Khurram, pero hemos tenido que cruzar Rawalpindi de punta a cabo. Cualquiera que haya viajado a Asia sabe lo que significa atravesar una metrópoli oriental: adelantamientos imprudentes por la izquierda arrostrando peligros -aquí se conduce por la derecha), peatones imprevistos que obligan a hacer maniobras suicidas, y apelotonamiento de coches, camiones, furgonetas y motos a la entrada o a la salida de una vía principal.

Añadamos los continuos controles de seguridad que soldados metralleta en mano realizan en cualquier parte de Pakistán, a la caza de talibanes camuflados de civiles. Y sumemos que nuestro conductor es un primo policía curtido en el arte de la conducción temeraria en operaciones policiales que limpian el país de maleantes. No digo más.

Anochece cuando llegamos a nuestro destino. A lo lejos adivino la figura de Ishtiaq, que viene a recibirnos. Abrazo para Khurram, encaje de manos afectuoso para mí. Nos ayuda a bajar la maleta del coche y a la luz de una batería casera, asombrosamente de gran potencia, subimos hacia la casa. Allí, nos esperan Nadia y Abu.

Welcome home Eloisa! Very pleased to meet you! Allah ap par mehrban ho (Que Dios te bendiga) -me saluda Nadia mientras me ciñe con sus brazos en señal de bienvenida. La intuyo cariñosa, tierna, con mucho afecto por dar pero también por recibir.

Assalam-o-Alekum. Kya haal hai? (Hola, ¿cómo estás?) -me dice Abu, el padre de Isthiaq y suegro de Nadia, estrechándome la mano, cordial, sin esas grandes bienvenidas que traspasan los límites de lo verdadero y natural.

Hassan Abdal se encuentra en el distrito de Attock en la región del Punjab, al nordeste de Pakistán. Si por algo se caracteriza esta ciudad es por la importancia de su templo sij. Cada año, miles de seguidores de esta religión se congregan allí entre el 13 y 14 de abril para celebrar el Vaisakhi, una festividad que conmemora la fundación de la Khalza o comunidad sijista en 1699. La combinación de elementos hinduistas e islamistas  que se da en esa fe, se refleja también en la ciudad, donde devotos de la religión de Mahoma conviven con tolerancia de ambos cultos con indios sijs píos de su fundador, Gurú Nanak.

Esa harmonía la percibo también en casa de Nadia e Isthtiaq. Debe ser cierto que están habituados a alojar a extranjeros, porque a mi llegada lo tienen todo a punto: comida sin picante, agua embotellada, ventiladores en la habitación, linternas de fabricación casera para cuando se va la luz  -cosa que sucede cada día hacia las nueve de la noche- y lo mejor de todo, un programa de visitas por los alrededores al que se ha apuntado toda la familia, a excepción de Abu, para darme a conocer la Natural Beauty de Pakistán, de la que ellos se sienten tan orgullosos.

Temprano por la mañana, salgo de la habitación situada en la planta baja y me encuentro con Abu. Me fijo bien en él. Tiene poca altura, de hecho diría que tiene poco de todo: es seco de carnes y quebradizo de apariencia. Además el contraste entre su tez quemada por el intenso sol que se deja sentir en la ciudad, y el blanco limpio de su shalwar kameez -camisa y pantalón holgados pakistaníes- acentúa esa delgadez, dándole un aire de ser espiritual, casi etéreo.

Subha bakhair, ok?

– Yes, yes, subha bakhair (buenos días)- le contesto en mi precario urdu.

Con un movimiento rápido se cuela en su habitación. Por la rendija de la puerta veo a dos mujeres sentadas en el suelo que le están esperando. Abu se sitúa entre ellas, con las piernas cruzadas y la cabeza inclinada hacia adelante, como en posición de meditación, dispuesto a escuchar unos susurros que se diluyen en el aire. ¿Qué le estarán musitando?

Esa misma mañana, Khurram me cuenta que Abu es una persona muy conocida en la ciudad.  Que soluciona los problemas de la gente. Que es como un brujo.

-¿Un brujo? ¿No será un curandero?- le pregunto extrañada.

– Bueno, es como un doctor espiritual, usa los versos coránicos para ayudar a los que sufren.

Entonces me explica que Abu ofrece dos tipos de tratamientos espirituales a sus pacientes: uno a través de los Taweez y otro por medio del Dam Darood.  Para hacer un Taweez, Abu escribe una plegaria en forma numérica con tinta de azafrán en un pequeño papel; luego la bendice, y la guarda en una minúscula caja de metal que entrega a su paciente. Este, si es un niño, se la cuelga en el cuello; si es adulto, se la ata al brazo hasta que el talismán aleje el mal que le aqueja. A veces, para que el amuleto surta el efecto deseado, el Taweez se disuelve en un vaso de agua. Esa emulsión curativa de símbolos coránicos, azafrán y papel convierten el agua en un líquido sagrado que, tomado a modo de medicamento, es capaz de paliar cualquier dolencia.

Con el Dam Darood, Abu recita unos versos del Corán: sopla las palabras sagradas hacia sus pacientes quienes las reciben como una bendición. El aliento bienaventurado del maestro espiritual sana el cuerpo y hasta el alma del enfermo.

Bazar de Hassan Abdal | Foto: Khurram Masood
Bazar de Hassan Abdal | Foto: Khurram Masood

Porque estos remedios que Abu ofrece gratuitamente alivian tanto males físicos como mentales; solucionan problemas económicos domésticos; resuelven cuestiones ancestrales heredadas por los descendientes; limpian las malas energías de los hogares y eliminan visiones quiméricas  que se dan en los sueños o en la imaginación.

Dicen que es el poder curativo del libro sagrado de los musulmanes, que deriva de la medicina del Profeta: el al-tibb al-nabawi, la medicina divina que Dios entregó a Mahoma, “la que cura al médico y al paciente, al enfermo y al sano”.

A la mañana siguiente, la habitación de Abu sigue llena. Esta vez no solo de mujeres: hoy niños de diferentes edades acompañados de sus madres esperan su turno sin causar ningún alboroto. Es verdad, nuestro anfitrión goza de la pública estima de sus conciudadanos.

Como Khurram le cuenta a Nadia mi fascinación por su suegro, la pareja decide llevarme a una pequeña ciudad en las afueras de la capital paquistaní llamada Golra Sharif, para visitar la tumba de un sabio sufista: Pir Meher Ali Shah. Es tradición, que quienes creen en los milagros que se atribuyen a este o a otros maestros que dirigen espíritus y conciencias, acudan a rezar ante sus sepulcros de vez en cuando para mostrar su respeto y veneración hacia ellos.

Puerta a la habitación de Abu | Foto: Khurram Masood
Puerta a la habitación de Abu | Foto: Khurram Masood

De hecho,  cuando llegamos al mausoleo de mármol blanco que alberga los restos del sufista, el tránsito de fieles que entran y salen del lugar es más que notable. Me impresiona el espacio. No tanto por la solemne tumba cubierta por un chaddar -una colcha- de algodón en tonos verdes con los versos del Corán cosidos en oro. Ni por la piedra blanca de textura cristalina que rellena toda la construcción. Es el silencio lo que me conmueve. La fe de los que allí acuden. Su creencia. Esa obligación de conciencia. El cumplimiento en libertad de su deber.

Bismillaah ar-Rahman ar-Raheem; Al hamdu lillaahi rabbil ‘alameen…(En el nombre de Dios, el Clemente, el Misericordioso…)- Khurram Nadia e Ishtiaq comienzan a recitar la azora al-Fatiha ante la sepultura para que el santo interceda por ellos ante Allah.

Yo, me quedo atrás. Soy demasiado incrédula para acercarme. Escéptica en esos temas. O atea, como ellos me llaman.

Quizá el día que Abu alcance la categoría de esos eruditos sufíes cambie mi pensamiento. Porque he visto cómo es y cómo trata a sus pacientes; cómo les alivia sus malestares; cómo les susurra los versículos del Corán; cómo, sin proponérselo, se está haciendo camino entre los grandes.

Esta crónica se ha realizado en el marco de las actividades del Curso de Periodismo Narrativo de Revista de Letras.

Eloisa Hormigo

Eloisa Hormigo (Badalona 1970) es licenciada en Filología Inglesa (UB), posgrado en Violencia Familiar (Pere Tarrés) y máster en Periodismo de Viajes (UAB). Después de pasar diversos años entre aviones en el aeropuerto de Barcelona, cambió las salas de espera por las aulas de institutos y escuelas de adultos. En la actualidad trabaja como técnica de turismo en su ciudad natal y acaba de finalizar el curso de Periodismo Narrativo de la Escuela de Revista de Letras.

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